La disputa territorial no es el “tema” de Paradise now (El Paraíso ahora) sino su contexto: la película habla en realidad de ética política, dilemas morales, elecciones personales y colectivas. Pero el desarrollo de la tragedia despliega diversos territorios, tangibles o intangibles.
Está por un lado Nablus, la ciudad – campo de refugiados bajo control palestino donde habitan Said y Khaled. Es territorio áspero, tanto su soporte geográfico como la localización humana, salpicado de edificios cúbicos que se desparraman entre las laderas de las montañas y el valle. El agua es escasa y requiere filtros (un taxista culpa a los colonos israelíes de arrojar sustancias espermicidas en las napas: la proliferación de cuerpos es la estrategia defensiva de los ocupados). Los interiores son mínimos, la riqueza doméstica está en los patios y galerías. No falta un edificio despanzurrado en algún bombardeo.
Los autos son viejos, se estropean y siempre tienen un problema para cerrar las puertas o las ventanillas; el taxi popular es el medio más adecuado para moverse en una ciudad sin ejes estructurales ni orden aparente; la gente se mueve por huellas que siguen las pendientes naturales del terreno.
Desde un mirador privilegiado, los dos amigos contemplan su ciudad al principio de la película, entre narguiles y música de fusión. Cabe aclarar: lo que caracteriza a Nablus no es la miseria, es el tercermundismo, una frontera entre el mundo satisfecho y la tierra de la desesperanza. Por lo demás, Nablus hasta tiene sus barrios supuestamente elegantes, como aquel en que vive Suha, según le reprocha Said mientras discuten en la ruta.
Tel Aviv, el sitio donde los dos amigos se harán estallar si todo les sale “bien”, es un enclave globalizado contrapuesto al tercermundismo de Nablus. Tel Aviv es plana y da al mar. Aquí ha llegado la metrópolis contemporánea, sus autopistas y sus rascacielos banales, sus camionetas todo terreno, la gente relajándose en las playas. Pero ambos territorios comparten la guerra, el ruido de las explosiones y las sirenas, la desconfianza entre un lado y otro. La frontera es una línea dinámica, marcada por unos pilones en el corte de alguna calle o por una cerca hundida en cualquier comarca. Las idas y vueltas de Said a través del hueco en el alambrado son así una eficaz contraparte de su dilema moral. El arquitecto israelí Eyal Weizman, crítico de las políticas urbanísticas de Israel en los territorios en conflicto, sostiene que las fronteras tienen una condición fractal por la cual se reproducen en distintos grados y escalas: “la nueva geografía global de fragmentos, micro-conflictos, nuevas barreras y fortificaciones -sostiene- se desarrolla por todas partes en un estado constante de ambivalencia territorial, propicia a la inconsistente conducta y a los impulsos autodestructivos que definen un nuevo “desorden fronterizo” global“.
Hay otros territorios por fuera de los territorios visibles. La posesión instantánea del Paraíso, el territorio celestial, es la promesa con que justifican su suicidio Said y Khaled (como en las guerras homéricas, los dioses intervienen en los pleitos de los hombres, aunque a diferencia de aquellas son los propios hombres los que los convocan). Pero los dos palestinos están lejos del estereotipo mediático del árabe fanatizado, el fundamentalista que sueña con sus vírgenes. Dudan, siempre, tanto de la recompensa que los espera como de la validez de su sacrificio. El Paraíso soñado parece ser más bien la conformidad entre las consecuencias políticas de sus sacrificios y la resolución de sus historias personales. La recuperación por ejemplo, en el caso de Said, de la memoria familiar. En el momento de la decisión final, Said visita la tumba de su padre (una de las marcas más ancestrales y definitivas de cualquier territorio), asesinado por haber sido colaboracionista con los israelíes. Con su sacrificio, Said no piensa estar lavando la culpa de su padre, sino más bien vengarlo de la condición en la que cayó debido a las políticas de ocupación, de la “inferioridad” que lo marcó.
Suha es la contrapartida perfecta de Said: su padre también murió, pero como un héroe. Criada en Europa (el exilio, otro territorio), cree en la no violencia y en la resistencia moral, cree que los atentados solo sirven para justificar la opresión contra su pueblo. Pero se enamora del hombre equivocado, en el momento equivocado. Su presencia, su ideología, contradicen la matriz violenta y atroz del acto en curso. El rol de Suha es doblemente revulsivo: desde la legitimidad que le da el pasado familiar cuestiona tanto la lógica del terror como la sumisión femenina en su sociedad.
La película de Hany Abu-Assad ha sido cuestionada a uno y otro lado de la frontera: se la ha acusado de hacer apología del terrorismo, pero también de cuestionar la lógica de la resistencia palestina. No exenta de cierta pretensión didáctica, Paradise now trasciende sin embargo la simplificación propagandística y se inscribe en la tradición del mejor cine político, estableciendo un vínculo convincente entre la tragedia colectiva y las tragedias individuales de sus protagonistas.
Sobre Eyal Weizman, ver las entrevistas en Cabinet Magazine y en netartreview.
Sobre el conflicto palestino, ver la nota Los muros de la vergüenza, en el número 14 de café de las ciudades.
Otra visión de los conflictos contemporáneos, en este caso en la televisión, es la que presenta 24, la serie del canal Fox. Ver la reseña El ojo global en el número 31 de café de las ciudades