“Goce estético”
El goce estético, en el desinterés kantiano, se disfraza hasta hacerse irreconocible. Lo que la conciencia común y una estética complaciente entienden por goce estético, tomando el modelo del goce real, probablemente no exista. El sujeto empírico sólo participa, en la experiencia artística telle quelle, de forma limitada y modificada, disminuyendo cuanto mayor sea el rango de las obras. Quien goza de ellas de forma demasiado concreta es un hombre trivial; las palabras como deleite de los oídos le extraviaron. Pero si se extirpase hasta la última huella del goce, la pregunta de para qué existen en definitiva las obras de arte nos pondría en apuros. Tanto menos se goza de las obras de arte cuanto más se entiende de ellas. Anteriormente, la forma tradicional de comportarse con las obras de arte, forma del todo punto pertinente, era la admiración: son así en sí mismas, no para el que las contempla. Lo que de ellas le aparecía y le extasiaba era su verdad, lo mismo que en la forma de los tipos kafkianos, en quienes la verdad prevalece a cualquier otro aspecto. No eran ningún estimulante de orden superior. La relación con el arte no era de incorporación, sino, al contrario, de desaparición del contemplador en la cosa misma; este es el caso de las obras modernas, que le conducen como a veces las locomotoras en el film. Si se pregunta a un músico si la música produce alegría, es más probable que diga, como en el chiste americano de los violoncelistas gesticulantes bajo la batuta de Toscanini: I just hate music. Para quién tiene aquella relación genuina con el arte, en la que él mismo desaparece, nunca es objeto; para él sería insoportable la privación del arte; para él sus manifestaciones individuales no son una fuente de placer. Es innegable que nadie se ocuparía del arte, si, como dicen los burgueses, no le fuera nada en ello, sin embargo tampoco es verdad que sería un inventario: he oído esta tarde la Novena Sinfonía, he tenido tales placeres. Tal idiotez se considera ahora como sano sentido común. El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética; al revés sería mejor. La conciencia cosificada reclama para su esfera, como compensación de lo que se les escatima a los hombres en la inmediatez sensorial, algo que no tiene su lugar en esa esfera. Mientras que la obra de arte aparentemente atrae físicamente al consumidor por la atracción sensorial, en realidad lo aleja: como mercancía que le pertenece y que siempre teme perder. La falsa relación con el arte está hermanada con la angustia por la propiedad. La concepción fetichista de la obra de arte como una propiedad que se puede tener y que puede destruirse por la reflexión, corresponde exactamente con el bien utilizable en la economía psicológica. Si el arte es según su propio concepto algo devenido, entonces también lo será su cualidad de medio para el goce. La magia y el animismo, formas predecesoras de las obras de arte y que no habían llegado todavía a su autonomía al formar parte de la praxis ritual, no se prestaban a ser gozadas, ni siquiera como formas sacras. La espiritualización de las obras de arte estimuló el rencor de los excluidos de la cultura e inició el género del arte para el consumo y, por otro lado, la repulsión que este tipo de arte levantaba en los artistas los impulsó hacia una espiritualización cada vez más desconsiderada. Ninguna estatua griega ha sido una pin-up. La simpatía moderna por lo muy antiguo y exótico no debería ser explicada más que de esta forma: ante los objetos naturales en cuanto deseables los artistas responden con la abstracción. Por lo demás, Hegel no olvidó en la construcción del «arte simbólico» esa cualidad no sensual de lo antiguo. El momento de placer que ofrece la obra de arte, una protesta contra el universal carácter de mediación de las mercancías, tiene también un cierto carácter de mediación: quien desaparece en la obra de arte queda así dispensado de la miseria de una vida siempre demasiado mezquina. Tal placer puede crecer hasta la embriaguez y el pobre concepto del goce tampoco vale para explicar este estado; que sería más ajustado para quitarle a uno el deseo del goce. Es notable, además, que una estética, que siempre insiste en la sensación subjetiva como fundamento de toda belleza, nunca haya analizado seriamente esa sensación. Sus descripciones eran inexcusablemente casi banales, tal vez porque el planteamiento subjetivo oculta de antemano que sobre la experiencia artística solo en relación a la cosa puede decirse algo sólido, no sobre el goce del aficionado. El concepto del goce artístico fue un mal compromiso entre la esencia y la antisocial de la obra de arte. Aun cuando el arte no sirve para la cuestión de la autoconservación (la conciencia burguesa nunca se lo ha perdonado del todo), por lo menos tiene que hacerse valer mediante una especie de valor de uso que es la imitación del placer sensual. Del mismo modo que se falsea el placer sensual, también se falsea aquella satisfacción corporal que los representantes estéticos del placer sensual no proporcionan. Se hipostasia la idea de que quien sea incapaz de una diferenciación sensible, quien no pueda distinguir un sonido hermoso de un sonido sin nervio, ni un color luminoso de otro apagado, difícilmente será capaz de experiencia artística. Es verdad que esta experiencia percibe agudamente las diferencias sensibles como de configuración de la obra de arte, pero el placer que la acompaña es sólo algo cercenado. El peso del placer sensual en el arte varía; en períodos, como el Renacimiento, que siguen a uno ascético, era especialmente vivo y un órgano de liberación (también en el impresionismo, en tanto que antivictorianismo); a veces, la tristeza de la criatura se manifestaba como contenido metafísico cuando el estímulo erótico impregnaba las formas. Sin embargo, aunque ese momento tenga una fuerza de retorno poderosa, conserva algo de infantil si aparece en el arte literalmente, intacto. Sólo en el recuerdo y en el anhelo, y no imitado o como efecto inmediato, es absorbido por el arte. La alergia a lo burdamente sensual aleja finalmente a tales, en los que lo placentero y la forma podrían comunicarse inmediatamente; quizá no sea ésta la última causa por la que fue abandonado el impresionismo.
(…) he oído esta tarde la Novena Sinfonía, he tenido tales placeres. Tal idiotez se considera ahora como sano sentido común. El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética; al revés sería mejor.
Novedad, utopía, negatividad
La relación con lo nuevo tiene su modelo en el niño que busca en el piano un acorde nunca escuchado, intacto. Pero el acorde ya existía; las posibilidades de combinación son limitadas; propiamente, todo está ya en el teclado. Lo nuevo es el anhelo de lo nuevo, pero apenas lo nuevo mismo: de esto adolece todo lo nuevo. Lo que se siente a sí mismo como utopía es algo negativo frente a lo existente, y está sometido a lo existente. De las antinomias de hoy, es central la de que el arte tiene que ser y quiere ser utopía, y tanto más decididamente cuanto más el nexo funcional real obstaculiza la utopía; pero que no debe ser utopía si no quiere traicionar a la utopía en la apariencia y el consuelo. Si se cumpliera la utopía del arte, habría llegado el final temporal del arte. Hegel fue el primero en darse cuenta de que esto está incluido en su concepto. Que no se cumpliera la profecía de Hegel tiene su fundamento paradójico en su optimismo histórico. Hegel traicionó a la utopía al construir lo existente como si fuera la utopía, la idea absoluta. Contra la doctrina hegeliana de que el espíritu del mundo está más allá de la figura del arte, se afirma su otra doctrina que sitúa al arte en la existencia contradictoria que pervive contra toda filosofía afirmativa. Esto lo demuestra la arquitectura: si ella quisiera entregarse a la fantasía desenfrenada, por hastío ante las formas funcionales y su acomodación total, caería de inmediato en lo kitsch. Igual que la teoría, el arte tampoco es capaz de concretar la utopía; ni siquiera negativamente. En tanto que criptograma, lo nuevo es la imagen del ocaso; sólo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía. En esa imagen se reúnen todos los estigmas de lo repugnante y abominable en el arte moderno. Mediante la renuncia irrevocable a la apariencia de reconciliación, el arte moderno se aferra a ésta en medio de lo irreconciliado, consciencia correcta de una época en que la posibilidad real de la utopía (el que, de acuerdo con la situación de las fuerzas productivas, la Tierra pudiera ser el paraíso aquí y ahora, inmediatamente) se une en una cumbre extrema con la posibilidad de la catástrofe total. En la imagen de la catástrofe (que no es una copia, sino las claves de su potencial) reaparece el rasgo mágico de los tiempos más remotos del arte bajo el hechizo total; como si el arte quisiera evitar la catástrofe conjurando su imagen. El tabú sobre el final de la historia es la única legitimación de aquello mediante lo cual lo nuevo se compromete en la política y, en la práctica, de su aparición como fin en sí mismo.
TWA
Theodor Adorno (1903-1969) fue un filósofo y sociólogo alemán. Junto a Mark Horkheimer revivieron la Escuela de Frankfurt y su teoría crítica, luego de regresar de su exilio tras la caída del régimen nazi. Juntos escribieron también la influyente Dialéctica de la Ilustración. Adorno fue también musicólogo; estuvo vinculado entre otros a Arnold Schönberg y Alban Berg, de quien fue alumno (ese campo de su actuación dio pie a una de las teorías conspirativas más desopilantes del neofascismo: un ideólogo bolsonarista brasileño le atribuye haber escrito varias letras de canciones de los Beatles).
La Teoría estética fue su obra póstuma, publicada en 1970. En esta nota hemos utilizado la traducción de Jorge Navarro Pérez para Ediciones Akal, Madrid, 2004; modificatoria de la versión de Fernando Riaza, Taurus Ediciones, Madrid, 1971 (se aceptan los términos de la licencia creativecommons 3.0 que afecta a ese trabajo).
En la trascripción de estos dos fragmentos hemos respetado la particular estructura de la redacción original, sin división en párrafos separados. Hemos realizado unas pocas modificaciones de la versión de Navarro Pérez: remplazamos “ciudadano medio” por “burgués” y “telos histórico” por “fin de la historia”, siguiendo la versión de Riaza.
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