N. de la R.: Esta nota es un anticipo del libro Experiencias con la tesis, compilado por Pablo Schamber y Patricia Schettini, de próxima publicación por café de las ciudades.
La invitación a reflexionar sobre la escritura de la propia tesis de doctorado constituye un desafío y un riesgo: el hermoso desafío de trasmitir un oficio, pues de eso se trata al fin al cabo la investigación social, de un oficio; y, a la vez, el riesgo retrospectivo que implica narrar una experiencia pasada (casi 15 años me separan de la elaboración de la tesis) otorgándole una racionalidad y una coherencia de las que con certeza el proceso careció. Como me lo hizo notar una amiga después de leer un primer borrador de este texto, aunque generalmente se presente siguiendo un orden lógico, la tesis se parece a la vida, ambas tensadas por los (des)encuentros entre lo proyectado y lo realizado, lo conocido y lo novedoso, lo previsto y lo contingente, lo deseado y lo efectivamente sucedido.
En lo que sigue en estas breves notas, quizás a modo de compensación, me impongo a mí mismo (e invito a hacer lo mismo al potencial lector o lectora) no perder de vista que el propósito de estas páginas es narrar un oficio, un metier, un lento aprender a hacer que tiene inevitablemente mucho de ensayo y error, de la lenta e intrincada incorporación de un saber hacer tácito, implícito, que se despliega en un estado de conciencia práctica sobre el cual, al menos idealmente, se espera (o se presume) tener algún tipo de control reflexivo. De esta manera, tener presente la naturaleza práctica de la escritura debiera ser un antídoto o una advertencia contra el riesgo retrospectivo y el efecto lineal del texto, los cuales pueden llegar a sugerir una racionalidad teleológica que el propio proceso de escritura de mi tesis (lleno de idas y vueltas, de comienzos en falso, de abandonos relativos y suspensiones angustiantes, de reelaboraciones, reorganizaciones y recalibraciones) no tuvo.
Cuando se quiere producir conocimiento en torno a un problema de investigación, debemos desplazarnos de la pregunta típica de la cultura escolástica y universitaria ‘¿qué dice (el texto)?’ hacia la pregunta de investigación ‘¿cómo está hecho?’
Hay verdades de Perogrullo que no por serlo dejan de ser verdad. A escribir se aprende (bien, mal, más o menos) escribiendo. Y también —agrego—, leyendo. Siempre me hice una imagen de nuestro oficio como un diálogo nunca plenamente articulado de lecturas y escrituras, propias y ajenas, un constante ir y venir —y así retroalimentar conflictivamente— lecturas que se vuelven escrituras (toma de notas, sistematización de datos, estados del arte) y escrituras que solo existen en tanto se actualizan y son apropiadas por medio de la lectura. Diría entonces que, para escribir una tesis, primero y durante su hechura hay que leer materiales diversos, entre ellos otras tesis. O al menos a mí me sirvió leer esos materiales (esas escrituras) para mi propia experiencia de escritura de la tesis.
También me gustaría señalar un aprendizaje fundamental sobre la práctica de la lectura. A inicios del doctorado tuve la inmensa fortuna de conocer a Elizabeth Jelin, con quien desde esos años me une un vínculo afectivo profundo y desde entonces comparto diversos espacios de diálogo y colaboración. De Shevy —como le gusta que la llamen— aprendí un modo de leer ciencias sociales. Lo pondré del siguiente modo (no sé si Shevy me lo enseñó así o fui yo que lo aprendí de esta manera): cuando se quiere producir conocimiento en torno a un problema de investigación, debemos desplazarnos de la pregunta típica de la cultura escolástica y universitaria “¿qué dice (el texto)?” hacia la pregunta de investigación “¿cómo está hecho?”.
Este aprendizaje me acompaña desde entonces. Los textos están hechos. Este carácter artefactual implica al menos dos cuestiones distintas y complementarias, ambas centrales para la elaboración de una tesis. Por un lado, que podemos leer los textos de otras personas con la pregunta acerca de las operaciones metodológicas y analíticas (no siempre explicitadas en el texto) en las que descansan sus argumentos: ya no —o no solamente— “¿qué dice un/a autor/a?”, sino fundamentalmente “¿qué hizo el/la autor/a?” para sostener sus argumentos. Por el otro, que podemos leer esos mismos textos con la atención puesta en la arquitectura narrativa y conceptual por medio de la cual se despliegan los argumentos: aquí, de nuevo, ya no se trata —o no solamente— de “¿qué dice?”, sino también de “¿cómo lo dice?”. Este modo de leer propone, en definitiva, un acercamiento menos ingenuo y reverencial a los textos que, asumiendo la no correspondencia entre el orden de la investigación y el orden de la argumentación, explora ambas instancias del texto (qué se hizo y cómo lo dice) y permite aprehender dimensiones metodológicas y narrativas fundamentales para el despliegue de la propia investigación.
Buscaba distanciarme de las etnografías urbanas que, de manera persistente desde la Escuela de Chicago en adelante, se circunscribían al barrio en el que residían sus interlocutores/as. Evitar la ‘tentación de aldea’
De lo que vengo sosteniendo se desprende que la escritura constituye, entonces, la instancia de articulación material del pensamiento: una materialidad donde se entrelazan figura y fondo, forma y contenido. Quiero enfatizar esta cualidad material y práctica de la escritura y del pensamiento. Contra la tradición idealista de la investigación científica en la que muchas y muchos fuimos educados desde la escuela, la elaboración de una tesis nos enfrenta a la evidencia irrefutable que la escritura no llega al final. No se tienen unas ideas y unos datos para los cuales la escritura es solo un medio más o menos cristalino en la que estos se expresan, sino que las ideas y los datos toman forma (se objetivan, diría) en la propia práctica de la escritura: el registro de las observaciones de campo, la desgrabación y transcripción de entrevistas, la realización del visionado de una cartografía o un video, la elaboración de un estado del arte, la descripción de un lugar, un actor o una situación, la formulación de una hipótesis, el análisis de un relato, la conformación de una matriz de datos… Todas estas operaciones (y muchas otras) están atravesadas de principio a fin por la práctica de la escritura y si las enumero se debe a que las llevé a cabo para mi propia tesis. El pensamiento, reitero, toma forma, adquiere existencia material transmisible, en la práctica de la escritura. Y también, muchas veces, este pensamiento objetivado adquiere cierta rigidez (volveré sobre este punto al final), evidente en la dificultad o la resistencia que muchas veces tenemos para modificar, para tachar e incluso para eliminar pasajes enteros.
Ahora bien, no toda práctica de escritura conduce a una tesis; al contrario, más allá de la variabilidad y flexibilidad en sus formas actuales, la tesis es un género específico de escritura, que supone un acuerdo con un auditorio particular al que el texto está destinado en primer lugar (instituciones educativas, director/a, jurados, especialistas, etc.). Escribir la tesis genera angustia al vacío, debido a las propias exigencias del género y a la envergadura del proceso en el que uno está involucrado. Rápidamente comprendí que, contra la que algunas personas suelen sugerir, tres o cuatro ponencias en congresos o artículos publicados no hacen una tesis. La tesis doctoral es una obra de largo aliento, en su extensión y, fundamentalmente, en su objeto. Y esto radica en que la tesis como texto debe contener una tesis como argumento. Se trata, en definitiva, de elaborar la tesis de la tesis… y para este propósito, como vengo sosteniendo, la escritura es una dimensión constitutiva.
En mi caso, venía trabajando desde la antropología en una etnografía de la experiencia urbana de habitantes de espacios segregados de la periferia de la ciudad de La Plata. Pretendía conocer en profundidad una experiencia social y, a la vez, buscaba distanciarme de las etnografías urbanas que, de manera persistente desde la Escuela de Chicago en adelante, se circunscribían al barrio en el que residían sus interlocutores/as. Evitar la “tentación de aldea” para, en cambio, —la referencia está en algún pasaje de Víctor Hugo— comprender la ciudad de otra manera desde sus suburbios. Se trataba simultáneamente de desnaturalizar la ciudad en la que vivía y hacía trabajo de campo como así también dar cuenta de la experiencia urbana de habitantes de la periferia discutiendo las ideas habituales sobre segregación. Ahora bien, cualquier lector o lectora atenta se dará cuenta de que, como vengo diciendo, no supe “todo esto” en su actual forma hasta que terminé de escribirlo. Y no antes de hacerlo.
Después de muchos inicios truncos y frustrantes, comprendí que mi tesis —como texto y como argumento— empezaba a tomar forma cuando, por medio de una paráfrasis de una expresión que Michel Foucault tomó de una pintura de Magritte (“esto no es una pipa”), decidí —quizás debería decir “descubrí”— que comenzaría con un capítulo denominado “Esto no es una ciudad”. Además de ser un indicio de cómo se despliega el proceso de producción de conocimiento como empresa colectiva de lecturas y escrituras acumulativamente conflictivas, la epifanía (pues eso fue para mí, una revelación) esto no es una ciudad refiere en mi tesis al plan fundacional de La Plata elaborado en 1882 por el Departamento de Ingenieros de la provincia de Buenos Aires. La ciudad no es su plano, a pesar de que muchas veces aquella se confunda con éste. El plano debía ser pensado en su productividad política, tanto en las formas en que orienta el proceso urbano de la ciudad, como también en lo que no muestra, especialmente la experiencia de personas que, durante el trabajo de campo, y remitiendo de manera más o menos explícita al plano fundacional de La Plata, sostenían que vivían afuera de la ciudad.
Estas dos ideas —una, producto del diálogo con cierta tradición letrada; la otra, un emergente del trabajo de campo— organizaron el propósito de mi tesis: comprender la experiencia urbana de quienes “viven afuera” de lo que la representación oficial delimita como “la ciudad”, como una vía para discutir tanto lo que entendemos por ciudad como los modos en que se expresan las dinámicas de segregación social en el espacio urbano.
Mientras se iba delineando una tesis como argumento, aun no tenía una tesis como texto. Para esto último necesitaba lo que aquí llamaré un relato: una estructura narrativa compuesta por estaciones o mojones (capítulos) que cumplieran una doble condición: por un lado, que fueran textos relativamente autocontenidos, es decir, textos con un foco claro, que pudieran leerse de manera autónoma; y, por el otro, que fueran textos que constituyeran una parte del todo y estuvieran conectados y dialogaran entre sí, alimentando y sosteniendo el argumento general.
Entre las lecturas y las escrituras que la elaboración de una tesis involucra, media el proceso de corrección, de relectura y de reescritura, que implican operaciones de selección, jerarquización, tachadura e incluso destrucción
La posibilidad de bosquejar este relato o narrativa como guía para la escritura y como camino para desplegar un argumento es central para una tesis. Para esto es tan importante lo que uno desea hacer como aquello que busca evitar. En mi caso, cuando aún no tenía claro cómo iba a organizar la tesis, sabía que deseaba evitar la estructura estandarizada donde hay un “capítulo teórico”, un “capítulo metodológico” y una serie de “capítulos sustantivos”, los cuales generalmente ser organizan siguiendo el tipo de técnica o el tipo de fuente predominante en cada uno de ellos (aquel capítulo en el que se analizan documentos, el otro en el que se trabaja con las entrevistas, etc.). Nuevamente, para esto y para todo lo demás, es fundamental leer y encontrar “modelos” de cómo se pueden hacer las cosas, así como también darle tiempo a la maduración de los datos disponibles, por medio de su sistematización, la lectura detenida y el análisis reiterado y recursivo.
Después de varias alternativas, el índice de la tesis se organizó en tres secciones que “nutrían” el objeto principal: la experiencia urbana de vivir afuera. Antes que capítulos sustantivos fueron capítulos analíticos que, formulando lecturas complementarias a materiales empíricos diversos, se detenían en tres operaciones constitutivas de la experiencia urbana: representar, donde se procedió a distinguir mapa y territorio (“esto no es una ciudad”) y se analizaron las “cartografías discrepantes” que estaban ancladas en experiencias diferenciales de la ciudad; habitar, centrado en el “vivir afuera”, donde se describen las “experiencias comunes” de habitar la periferia así como los figuraciones diferenciales de poder en ese lugar; y transitar, donde se delinearon los circuitos cotidianos de las y los habitantes de la periferia, los cuales no se circunscribían al espacio barrial y abrían la posibilidad de pensar los procesos de segregación no vinculados de modo exclusivo al espacio residencial.
Más allá de los argumentos específicos de la tesis, los cuales pueden leerse en otro lugar, volviendo a la cuestión de la escritura de la tesis que nos atañe en aquí y a modo de cierre, me gustaría señalar que entre las lecturas y las escrituras que la elaboración de una tesis involucra, media el proceso de corrección, de relectura y de reescritura, que implican operaciones de selección, jerarquización, tachadura e incluso destrucción. No todo lo que se leyó y lo que se escribió para la tesis debe ir a la tesis. Además de alertarnos contra perspectivas economicistas de producción de conocimiento que buscan obtener el máximo de utilidad de todo lo realizado (“si lo leí y lo fiché, en algún lado de la tesis lo tengo que poner”, “si hice esta entrevista, en algún pasaje la voy a citar”), desconociendo el carácter necesariamente abierto y no teleológico de la investigación que puede implicar recorrer caminos que pueden no llevar a ningún lugar, así como también el lento trabajo artesanal de la escritura por medio de la cual el pensamiento toma una determinada forma, sugiero que conviene estar predispuesto a ceñirse al argumento, a la tesis de la tesis, y movilizar, organizar, seleccionar, jerarquizar e incluso eliminar ideas, lecturas y datos en relación con el problema que la investigación quiere abordar y eventualmente resolver.
Julio Cortázar decía algo así como que la escritura debía ser como una tela de araña, que todo era una cuestión de tensión y que, por lo mismo, el trabajo de corrección (y, más concretamente, la supresión, la tachadura) tenía un lugar clave en el proceso de escritura. La moraleja es clara: para que un texto aspire a ser como una tela de araña —tanto en la ficción como en la ciencia— urge que no queden muchos hilos colgando.
RS
El autor es Doctor en Ciencias Sociales y Licenciado en Antropología. Su trabajo se desarrolla en IDAES, Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (UNSAM), Universidad Nacional de la Plata y CONICET.
Sobre el tema, ver también El placer de la tesis, prólogo al libro Cómo no hacer una tesis, de Clovis Ultramari, publicado por café de las ciudades.
Ver Representar, habitar, transitar. Una antropología de la experiencia urbana en la ciudad de La Plata, tesis de doctorado de Ramiro Segura, en el repositorio digital de la UNGS.