Las series que produce la televisión estadounidense son hoy mucho más interesantes que el cine que genera la gran industria. Con los actuales medios de reproducción, además, está disponible el placer de ver temporadas completas en cortos períodos de tiempo, sin publicidades molestas y sin ajustarse a horarios preestablecidos.
Tras recibir varios consejos de gente cuya opinión respetamos, nos dimos un festival particular al pie de la estufa con las cinco temporadas disponibles de Mad Men.
El nombre de la serie alude al nombre que se autoasignaron los publicitarios neoyorquinos de las décadas del ´50 y el ´60, cuyas oficinas se habían concentrado por esas cuestiones de la economía de aglomeración en el entorno de la Madison Av., en el Midtown de Manhattan. La acción trascurre en esa época, entre los días finales de la presidencia de Eisenhower y los días previos al hippismo. Ya Daniel Bell había escrito su influyente The End of Ideology (luego completada por The Cultural Contradictions of Capitalism y The Coming of Post-Industrial Society) explicando las contradicciones entre un sistema de producción que necesitaba gente que pasara la mitad del día trabajando y viajando entre su casa y el trabajo, y la otra mitad consumiendo lo que habían producido. El resultado: una mezcla imposible de ética calvinista y lujuria hedonista… Las cuentas no cerraban y, crisis del petróleo y reaganomics de por medio, el último tercio del siglo XX cambiaría las reglas del juego.
Pero eso entonces no se sabía.
Lo primero que llama la atención en Mad Men es la profunda incorrección personal y política de esos tipos… Fuman sin culpa, beben hasta en la oficina (o sobre todo en la oficina), denigran a las mujeres, ningunean a los negros y no registran la existencia de homosexuales (o cuando lo son, lo ocultan tras un casamiento). Antes que supiéramos que el cigarrillo mata, que la droga mata, que el sexo mata. Después de la guerra pero antes del sida. Y cuando nos acostumbramos o re-acostumbramos a esa que fue nuestra prehistoria, lo que aparece es la extrema desorientación de esa gente ante los cambios que estaba experimentando su sociedad.
No es que no los percibieran: su tarea es justamente “darse cuenta” de lo que está pasando para influir sobre las conductas masivas, a la manera del karate, siguiendo la fuerza de los cambios. No importa demasiado, tampoco, que no los compartan. El personaje principal, Don Draper, se tapa los oídos cuando escucha a los Beatles y solo va al recital de los Rolling Stones porque el CEO de mayonesas Heinz sueña con una versión propia de Time is on my side (desopilante canturreo “Heinz, Heinz, Heinz, is on my side, yes, it is”). Roger Sterling, una especie de Isidoro Cañones neoyorquino, tiene en su despacho lo mejor del diseño moderno pero lo considera ininteligible. Y Bertram Cooper compra una obra del expresionismo abstracto solo porque piensa que en unos meses multiplicará su valor.
Lo que inquieta es el poder que en esos tiempos van adquiriendo, preanunciando el rol que luego tendrían las actividades terciarias avanzadas de organización y control de la producción en la Ciudad Global. Lo que inquieta (aunque la simpatía con los personajes nos lleve naturalmente a alegrarnos) es por ejemplo que Draper resuelva el problema de Lucky Strike ante los cuestionamientos médicos al tabaco con una obviedad: “it`s toasted”, es tostado.
Peggy Olson, la chica de Brooklyn que entra a la agencia como secretaria, se abre camino poniendo en crisis su propia vida, porque hasta con su propio cuerpo puede demostrar la especificidad del punto de vista femenino que puede aportar a la “creatividad”. Peter Campbell, el chico de Manhattan heredero de una familia terrateniente que en realidad ya no tiene tierras, puede advertir a los más maduros que Elvis anuncia a Kennedy y que los negros están comenzando a constituirse en un mercado. Mientras tanto, los grandes capitostes de la industria y el empresariado transitan otra realidad, donde lo que importa es acceder a las putas de lujo o donde los sueños son como el de Conrad Hilton, que quiere abrir un hotel en la Luna.
En conjunto, los personajes de la agencia componen una suerte de tribu que haría las delicias de un Durkheim, una tribu que reitera casi con exactitud los mismos patrones de relación y conducta aunque sus miembros no estén enterados de lo que le ocurre a los otros. Las mujeres ocultan a sus hijos y ocultan también sus habilidades hasta que pueden sacarlas a luz, todos tienen alguna cuenta pendiente con sus padres, los jefes se casan con sus secretarias. Aunque estén en contacto con todo el universo, los miembros de la tribu parecen profesar una extraña conducta endogámica en el corazón de la sociedad contemporánea.
Draper es el prototipo del héroe americano, un “self made man” al extremo que necesita ocultar su pasado como Dick Whitman, un bastardo del midwest “muerto” en Corea (avanzando la serie, algo parecido pasa con la propia agencia Sterling & Cooper, vaciada en un fin de semana y remplazada por Sterling, Cooper, Draper & Pryce en un ramalazo del schumpeteriano “vendaval perenne de la destrucción creativa”). Es el hombre más seductor y exitoso que pueda imaginarse, pero también el más solitario.
Pero en la propia fuerza que necesita para sostener su apuesta naufragan sus afectos: su hermano, su matrimonio con Betty (un personaje extraordinario, siempre en una cuerda floja entre la esposa perfecta y la psicópata en potencia; con algún guiño a Dostoievsky, Betty parece inferir del asesinato del presidente de los Estados Unidos que todo es posible, incluso separarse de su esposo) y hasta su pobre socio Lane Pryce: no hay lugar para los débiles en el sueño americano. En ese contexto, una pregunta banal puede ser un involuntario cuestionamiento filosófico para Don Draper: “¿Quién es usted?”, como le pregunta afablemente un vecino en una ronda de Halloween, “Me pregunto si estás solo”, como lo aborda una chica en un after-office.
Lo que inquieta y seduce a la vez, es que todos los clichés de la cultura norteamericana se despliegan ante nosotros, uno a uno a lo largo de la serie y con ellos los nuestros (“Disfruta lo mejor que América tiene para ofrecer”, reza un imperceptible cartel en la presentación). Tal vez por eso ver Mad Men, acurrucados en nuestros hogares de comienzo de éste nuestro nuevo siglo, es tener el íntimo placer de visitar los orígenes de nuestra sociedad de consumo. Somos voyeurs de nuestro pasado cultural, lo que nos permite disecar los valores de la sociedad occidental del capitalismo avanzado en su estado primitivo.
El mundo material, ese que nos rodea, y la publicidad como aparato de coacción aparecen en Mad Men en el cruce de tiempo y lugar –los ´60, Nueva York– justo donde se establece el acuerdo que reúne el diseño para la sociedad de masas con nuestros deseos más profundos. Los objetos de consumo aparecen así, una y otra vez, en su doble condición de producción y de concreción del deseo. Objetos que, corridos de la necesidad práctica, del uso, adquieren todo el peso del valor simbólico. Un deseo fugaz, como la propaganda, un mundo artificial plagado de objetos que en los ´60 parecía ser sueño eterno (imperdible la escena del picnic familiar con una Betty Draper impecable tirando la basura en un bucólico paisaje de la periferia), pero que ya empieza a mostrar sus fisuras. Y esas fisuras no se ven precisamente en el mundo material, que la serie muestra muy bien a medida que avanza la década, cada vez más pulcro, más luminoso, mas design, sino precisamente en la corrupción interna de sus personajes, en su profunda insatisfacción. En este sentido, la serie evoca algunas películas: es imposible no recordar la obra de Jaques Tati (Mi Tío, Playtime) viendo a Don Draper recortado sobre la trama de metal y vidrio de los rascacielos, o mucho más acá, esa ácida crítica al american dream de Belleza Americana, donde Don parece haber caído definitivamente de su piso neoyorquino, como lo sugiere la excelente presentación de la serie, y Betty ya está definitivamente abrumada por la emancipación, envuelta en el desconcierto y la frustración del fin de época.
La contradicción entre la ciudad y el suburbio es recurrente en la historia de Mad Men. Betty Draper llega a verlo como un infierno al que odia, incluyendo a sus habitantes (aunque la oposición del vecindario a un proyecto de infraestructura hídrica le da la oportunidad de encontrar un hombre con el cual formar otro matrimonio). Don, por el contrario, aprovecha su separación para establecerse en los rascacielos de Manhattan, a los que ve como un oasis cuando regresa con su nueva esposa Megan de una cena en lo de los Campbell, en el “country”. El propio Campbell debe aprender a manejar cuando se va de Manhattan y encuentra al regreso de un “commuting” en tren la oportunidad de una aventura tortuosa, otro desvío en la sinuosa ruta del “modo de vida americano”.
CR y CIP
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo Urbanofobias (I) en el número 70, El Muro de La Horqueta (c/ Lucila Martínez A.) en el número 79, y Turín y la Mole en el número 105. Carola Inés Posic es comunicadora especializada en temas urbanos. Es corresponsal en Córdoba de café de las ciudades: ver la presentación del número 104 y la sección POSICiones Cordobesas. En autoría conjunta, ver sus crónicas ruteras:
Número 106 | Arquitectura de las ciudades
Salamone Tour | Ruteras (I) | Carmelo Ricot y Carola Inés Posic
Número 110 I Cultura de las ciudades (I)
Cruz Diez I Ruteras (II) I Por Carmelo Ricot y Carola Inés Posic
Ver el sitio de Mad Men en la Web.
Sobre la Ciudad Global, ver entre otras notas en café de las ciudades:
Número 10 | Tendencias
Saskia Sassen: una visita guiada a la Ciudad Global | Dispersión, centralidad, nuevos movimientos políticos, culturas alternativas, y una pregunta: ¿de quién es la ciudad? | Saskia Sassen
Número 11 | Tendencias
“La mundialización como nosotros la queremos” | Recomendaciones para las ciudades globales del Mercosur. | Norberto Iglesias
Número 15 | Política
“Tendencia no es destino” | Ciudadanía global e innovación en La Ciudad Conquistada, de Jordi Borja. | Marcelo Corti
Número 36 | Política de las ciudades (I)
Ciudadanía, democracia informal y disputas territoriales | Saskia Sassen y la presencia de lo local en lo global. | Federico Lisica
Número 60 | Economía y Cultura de las ciudades
Inflexiones urbanas y ciudades globales | Evidencias y jerarquías | Fábio Duarte y Clovis Ultramari
Otra serie televisiva en café de las ciudades:
Número 31 | Cultura de las ciudades
24, el ojo global | Paranoia neoconservadora, real time y crisis de las matrices espaciales en la serie de FOX. | Por Carmelo Ricot