El jardín -es un decir, ya que en realidad no es exactamente un jardín- no es muy grande. No creo que haya más de doce o quince pasos en el sendero entre la parrilla circular próxima a la casa y los Aloe Vera que marcan la entrada desde el mar, y bastante menos en sentido transversal. A pesar de esto, aquí ocurren eventos que paso a relatar y que ponen en consideración tanto la idea de dimensión como la de lugar.
-Más allá de los Aloe Vera se extiende un médano cubierto de olivillo silvestre, y luego la costanera y al fin el mar. En este caso, el Atlántico Sur. Digamos Atlántico simplemente, porque la única costa a tropezar si avanzamos rectamente es el Continente Antártico.
Son doce pasos, seis mil kilómetros y luego, justo ahí, el Polo Sur.
Desde la costanera, la vegetación que cubre el médano silvestre impide ver de qué trata el jardín. A este médano, a diferencia del jardín y no por desidia como sospechan los vecinos sino por propia decisión, lo hemos mantenido virgen de intervenciones. Quizás gracias a esto, a su manera ha prosperado: no solo mantiene intacto el plateado olivillo original, sino que en él crecen al azar varios pinos marítimos, descendientes naturales de los plantados por Avelino Martínez allá por el ´39.
Más atrás se mantiene vivo un ejemplar de Retama Darviniana o Neoesparton Darwinii, el mismo que llamó la atención del joven Darwin en 1832 por carecer de hojas. Este ejemplar es una de las excepcionalidades del planeta, ya que solo prospera dentro de este área de un kilometro de ancho por diez de largo, además, lógicamente, del ejemplar cuidado en el Jardín Botánico de Londres.
-¿Y de que trata el jardín?
El jardín, es zona de combate; digamos, es un territorio donde día a día se pierden o ganan pequeñas o grandes batallas, donde hay bajas y donde los sobrevivientes llevan con orgullo las marcas de la lucha. A pesar de esto, cuando observamos el jardín en reposo, éste no transmite ninguna inquietud. Decimos reposo porque en caso de las ocasionales tormentas, si bien escasas siempre posibles, sean Sudestadas o Pamperos, éstas liberan como enfurecidos elefantes una carga inaudita de energía que sabe cesar tan abruptamente como se inicia. Si bien el presenciarlas no tranquiliza el espíritu, una vez pasadas nos asombra como la vida menuda, desde mariposas a pequeñas aves, reanuda sus actividades como si nada.
No es fácil percibir al jardín como un todo, ya que éste no solo abarca las diferentes especies de árboles, arbustos y pasturas, sino también un componente invisible como es el vacío delimitado por aquellas. El vacío cobra, a lo largo del día, una suerte de realidad propia en dimensión, densidad, forma, temperatura y también movimiento. Por supuesto, en la sola forma y dimensión del espacio ya Hay Algo. Quizás una oportunidad de hacer posible y visible cierto tipo de experiencia.
El jardín es un contenedor potencial de acontecimientos. Entre ellos, las acciones de lo que llamamos “La Fauna Local”, que terminan confirmando que en la forma y dimensión del espacio, Hay Algo.
De la sola forma y dimensión del jardín depende, por ejemplo, el movimiento del aire, dato importante ya que la traza del sendero coincide con el rumbo de vientos Norte – Sur
En el bamboleo entre los sostenidos vientos cálidos del norte y las asmáticas ráfagas del sur se juega la respiración del lugar. Ese bamboleo hace equilibrio sobre los escasos pero notables momentos de pura calma, y cuando las siempre inquietas hojas de los álamos se inmovilizan congelando una escena fija, algo ocurre que modifica la percepción del paso del tiempo. Estas calmas suelen anticipar la llegada de grandes tormentas. Allí todo se torna suspenso, ominosa sensación de inevitable desenlace preanunciado por la febril actividad en las tres especies de hormigas que aquí conviven y en los gritos jubilosos de los horneros.
Naturalmente, un jardín es solo eso: aire, vegetación y fauna. Sin embargo, hay algo más.
No es fácil percibir un jardín, pero tampoco lo es ver realmente un solo árbol. Ver entendiendo. Cualquier árbol con su iteración escalar de relaciones todo – parte propone al ojo un desafío insuperable que termina, por ignorancia o pereza, envasando estas complejidades en una mancha verde y borrosa.
Y si esto ocurre con la forma, ¿qué menos podrá ocurrir con el aire que este encierra, o sea su perfecta contraforma? ¿O como entender los delicados procesos fisicoquímicos de intercambio del árbol con el ambiente?
A mi madre siempre le sorprendió la falta de respeto de la gente con las plantas. Ella deslizaba al pasar su mano delicada sobre las plantas oficiando de otoño al retirar de a una las hojas y ramitas secas.
Tres fuerzas organizan la zona de combate; el movimiento del sol, el movimiento del aire, nuestras intervenciones. El sol brinda las condiciones de energía y visibilidad, el viento marca los límites y nosotros hacemos lo que podemos.
Hace 27 años, cuando llegamos a este sitio, este era en gran parte un médano desnudo, y entonces todo, incluidos el mar y nosotros, éramos 27 años más jóvenes.
El mar puede ser joven pero sin duda que no así su fondo. El fondo de este mar es asombrosamente antiguo y completamente sembrado por relictos y restos fósiles de otras Eras. Son estos restos, pequeños fragmentos de huesos de toxodones, megaterios y gliptodontes, los que el mar devuelve incesante a la playa tras cada marea alta.
Como si quisiera sacarse esos restos de encima. Como olvidarse.
Yo había logrado cierta habilidad, recorriendo la playa, en detectar fragmentos de hueso que coleccionaba, habilidad que trasmití a su debido tiempo a la pequeña Dina. Misteriosamente, esa habilidad que ella ganó, yo la perdí y el mismo día que ella avistó su primer hueso yo encontré mi último fósil. Tocar fósiles es tocar algo que vivió aquí 20.000 años antes.
Otro registro del paso del tiempo es la elevación de más de un metro del terreno en el comienzo del sendero, ganancia del balance entre los vientos sur y norte; los primeros expulsando arena de la playa y los otros regresándola.
Al forestar hemos descubierto que hay lugares malditos, donde lo que se planta, a su debido tiempo, en forma indefectible perece. Puede ocurrir que la planta crezca rozagante durante cinco años y de pronto, ZAS, cae fulminada. No hay en esos lugares nada que los diferencie de los aptos: es el azar del campo minado. Un viejo jardinero, ya fallecido, consultado sobre por qué aquí sí y aquí no, contestó que para él, así como hay ríos y arroyos en la tierra, en el cielo también. Estos ríos son invisibles y regulan los crecimientos y desapariciones.
Así como desde la costanera no vemos el jardín, desde el jardín solo tenemos algunas vistas fragmentarias del mar; vemos por ejemplo en el horizonte las siluetas de los grandes cargueros en busca del grano para Brasil o China. Pero más que una imagen retiniana el mar es, en su sístole y diástole, el pulso poderoso de un enorme metrónomo que nos regula el fluir del tiempo.
El sendero, al conectar el mar con la casa parte el jardín en dos; a estribor y babor del mismo se disponen los árboles según la lógica de la infantería en el siglo XVII, a saber las primeras líneas conforman “la carne de cañón” y son los que sufren el primer embate de la sudestada. Esta es recibida en el médano silvestre por el olivillo petiso, que la peina por abajo, luego hay una línea achaparrada de acacias longifolias, que la impulsan aun más alto para ser en definitiva atrapada por un pino marítimo y dos acacias.
Se trata de tres plantas veteranas a las que les tocó reemplazar a otras caídas con honor, y llevan con orgullo las huellas de su convicción. La longifolia y el tamarisco son plantas oportunistas que carecen de un pensamiento acabado sobre su forma final. Pueden tanto achaparrarse y avanzar en horizontal, como erguirse cual roble. En este caso las veteranas se emperraron en esto ultimo, aunque las condiciones del lugar las obligan a respetar el ángulo de incidencia de la sudestada.
Es recién en la tercera fila donde, por fin, primero un transparente, luego un tamarisco, y más atrás dos pinos aprovechan el esfuerzo de las primeras líneas para elevarse rectamente hacia el cielo. Todo el conjunto de estribor visto de lejos es como una cuña dibujada por un viento desfondado, desbocado e inacabable.
A babor del sendero ocurre algo similar, rematando en una gran acacia de más de 30 años. El dispositivo final, resultado del armonioso y obligado acople de especie con especie, si bien no ofrece una muralla impenetrable a los vientos, logra crear un remanso verde con luz propia, claramente diferenciado del fulgor que calcina la costa.
Este remanso tiene una proyección aérea y otra subterránea. De estas extensiones dan cuenta tanto golondrinas y murciélagos como topos y hormigas.
Las primeras, girando en torno a la vertical del centro del jardín, dibujan a 30 o 50 metros de altura sobre el mismo su perímetro interno, mientras que el Murci, tras la puesta del sol, hace lo mismo pero a dos o tres metros de altura
A veinte centímetros, pero bajo la arena, el topo, bautizado José María (o Maria José) en razón tanto de su sexo indescifrable como su de habilidad en correr hacia atrás, conformó una línea subterránea paralela al sendero que va desde la casa al Aloe Vera. Sobre esta línea, José María abre y cierra sus puertas de arena por donde, tras perpetrar sus incursiones de bandidaje, encanuta una a una las hierbas de pasto velozmente cortadas.
Dijimos que un componente principal del jardín era el vacío, y este es horadado por los vuelos que lo recorren. Cada ave arma su red y cada red tiene un ritmo y un tiempo. Así, el aletear atropellado de las palomas de monte, los alborotos de los menage a trois de las torcazas, el vuelo geométrico con bordado fino de los colibríes, el vuelo kamikaze y rasante de las calandrias, las delicadas acrobacias de las golondrinas, el caminar compadrón de los horneros, el vuelo bandido del benteveo, los saltos a resortes del palomo en celo y allá en lo alto, en busca de las térmicas, el surfeo de chimangos y gaviotas cocineras. Aclaro que no mencione aun a gorriones, chingolos, ratonas, tordos, monjitas, tórtolas y cinco colores, entre otros, aunque cada uno de ellos a su modo y con sus propias características han surcado y surcan el vacío del jardín.
Sin embargo, no debemos pensar que estas especies conviven simultáneamente todo el tiempo. Por periodos apreciables, el jardín parece estar -y está- vacío. Pero, a lo largo del verano, período de amores y crianzas -y no solo para la fauna local- las especies mencionadas en algún momento lo visitan.
También a lo largo de estos años hemos visto especies residentes y especies de paso, especies visibles y especies invisibles. De estas últimas, como en ciertas definiciones en Física, sabemos que existen solo por sus efectos.
Aquí en primer lugar esta la mítica Comadreja que siempre estuvo, aunque nunca fue avistada, no así sus nidos, o sus crías, o sus restos. En segundo lugar, unas ranitas verdes de ojos naranjas que solo son conocidas por su canto metálico, anunciador de lluvias.
A su vez, algunas aves, pasando de especie a individuo lograron un nombre propio como Capitán Silver, una hermosa gaviota cocinera coja de pata derecha, o Chil un joven chimango pedigüeño, o Corbatita un peleador colibrí nativo.
La muerte declina ese pasaje, porque si la especie parece inmortal, el individuo no y Silver hace tiempo que se ausentó.
En realidad, el jardín es un espacio ceremonial, donde acontecimientos dispersos devienen eventos.
Al final, uno espera que madres y padres, sean expertos o inexpertos, tengan verdadero éxito en la crianza de sus pichones y puedan entonces regresar el verano que viene a atender la nueva nidada.
O que, si se trata de golondrinas, estas puedan anidar con éxito, tal como vienen haciéndolo puntualmente, en el interior de los tubos veletas que con Osvaldo Bidinost montamos por los `90 en la azotea de la casa. Las golondrinas enseguida se percataron que al coincidir el tubo con el rumbo del viento, los pinchones tienen garantizado viento de frente para su vuelo de bautizo. Se trata de que, alimentados y cuidados, estos pichones queden alistados para el increíble vuelo de 10.435 kilómetros a Capristano, realizado a 2.000 metros de altura para que, cuando llegue el momento en que los agite la misteriosa necesidad de regresar a este pequeño jardín, aquí podamos estar preparados para recibirlos.
LEC
Enero de 2012
El autor es Arquitecto (UNLP) y docente. Ha obtenido numerosos premios en concursos nacionales. Es Director del Grupo de Estudios en Planeamiento Urbano (UTN).
De su autoría, ver también en café de las ciudades:
Número 94 | Proyectos de las ciudades (II)
La ciudad de las artes o las artes de la ciudad | Diez proposiciones sobre Bahía Blanca | Luís Elio Caporossi
Número 95 | La mirada del flâneur
Sueños del Bocha | Formas, explicaciones y olvidos | Luis Elio Caporossi
Número 98 | Arquitectura de las ciudades (II)
Los caminos de la vanguardia argentina | Amancio, Wladimiro (y Breuer…) de la utopía a la realidad | Luis Elio Caporossi
Número 101 | La mirada del flâneur
Hiperrealismos | Batallas ganadas, guerras perdidas | Luis Elio Caporossi
Número 107 | Política y movilidad de las ciudades
Dispositivos de muerte | La responsabilidad por las políticas viales en la Argentina | Luis Elio Caporossi