Los candidatos y candidatas que se presentan en las próximas elecciones primarias son una muestra clara del escaso interés que las cuestiones estrictamente urbanas generan en la política de la Ciudad de Buenos Aires. No sabría decir si es un sentimiento de inferioridad o soberbia lo que lleva a la ciudadanía porteña a aceptar que su política sea vista solamente como un trampolín hacia escenarios nacionales. Pero un análisis más amplio, que incluya la reflexión cultural sobre la capital argentina, nos muestra una orfandad llamativa de producción intelectual sobre la Reina del Plata. ¿Cuánto hace que no aparece una lectura global de la ciudad como la que en su momento aportaron, con las limitaciones del caso, Martínez Estrada en La cabeza de Goliat o Sebreli en Buenos Aires: vida cotidiana y alienación? Por eso resulta interesante la lectura de un reciente artículo del sociólogo Horacio González, director de la Biblioteca Nacional y referente del grupo de reflexión Carta Abierta, alineado con el peronismo gobernante y en particular con la actual Presidente Cristina Fernández y su antecesor y esposo Néstor Kirchner. Metrópolis, el texto en cuestión, fue publicado por Página 12 el pasado 16 de julio y es una estimulante mezcla de reflexiones sobre temas de la actualidad porteña con un intento más ambicioso de identificar el destino posible de la gran metrópolis argentina. Sin embargo, como intentaré mostrar en estos comentarios que siguen, la mirada de González parece estar condicionada por un pesimismo militante sobre la condición general de la ciudad de la que escribe.
El texto de González arranca muy fuerte: “La vida se hizo penosa en la ciudad de Buenos Aires”. Cabría preguntarse cuándo se hizo penosa, que tan penosa y cuanto más o menos penosa que en otros lugares de la Argentina. Obviamente, lo penoso o alegre de una vida no depende solo del sitio donde esta se lleva sino también de muchos otros factores, entre los cuales no es el menos importante la pertenencia de clase y el status social. González elige para confirmar su postulado una situación cuya penosidad no puede eludirse, el barrio Carlos Mugica de Retiro. Tiene además la honestidad intelectual de describirlo desde afuera, desde la mirada del viajero que llega a la Terminal de Ómnibus. Y lo describe muy bien, sintetizando en pocas frases la casi totalidad de los “atributos” de la villa argentina y latinoamericana: la aparente fragilidad constructiva, “las tradiciones generacionales, los flujos de llegada, el tipo de organización, el trabajo social de entidades públicas y la existencia de cadenas de ilegalidad”; a mi gusto, no hubiera estado de más alguna reflexión sobre el porqué, perdidos por perdidos en una vida penosa, sus habitantes han preferido la pena en el Barrio Mugica a la que podrían soportar en una periferia de Rosario, Formosa o, para no ir más lejos, Lomas de Zamora o Tigre.
De Retiro, González se mueve unas cuadras (como “caminante o automovilista”) a la 9 de Julio, donde queda absorto por la “destrucción del viejo paseo público en nombre de un pensamiento mecánico”, el Metrobus, que asocia a la Metrópolis de Fritz Lang (de paso, es la primera referencia al concepto que da título a su escrito y así lo impregna de connotaciones inquietantes). A mi juicio, González exagera tanto la nostalgia de un paseo público que la 9 de Julio nunca fue (el tratamiento de los canteros es muy reciente, del 2006) como las maldades del Metrobus (una versión berreta del BRT, mal planificado y mal ejecutado, pero en modo alguno lo peor que le pasó a Buenos Aires, y ni siquiera lo peor que le hizo el actual gobierno). Me señala un amigo con quien comparto estas reflexiones que la 9 de Julio fue un gran paseo público en las fiestas del Bicentenario, en 2010. Es cierto, y también lo es en cada festejo deportivo o movilización política que la utiliza. Pero nada del Metrobus impide que se vuelva a hacer un festejo semejante. Es manifiesto el uso que los gobiernos nacional y citadino hacen de la gran avenida-río de Buenos Aires como un campo de disputa de sentido, primero con las chicanas entre stands en el Obelisco vs. reapertura del Colón, luego con los carteles de Evita, Sábato y más tarde el Papa Francisco imponiendo sus mensajes desde los edificios públicos, ahora con las discusiones de copetín sobre el Metrobus. No es de extrañar entonces el sobrevuelo de González sobe el tema. “¡Pobre 9 de Julio! El tiempo de esta Gran Avenida es otro: era un tiempo basado en un aire que tiene rango de amable sudestada y no de ineficaces pragmatismos, además de inconsultos”, dice más adelante mezclando peras con manzanas. Es más inteligente cuando apela a la “lenta acumulación sedimentaria” que caracteriza a la apropiación popular de la ciudad: “La Avenida 9 de Julio, cuyo obelisco fue criticado por los porteños viejos por su aire geometrizante, su punta insípida y trivial, su alusión inocentemente pornográfica, tardó años en ser absorbido por la Ciudad. Podemos definir una ciudad, entonces, como un mecanismo de absorción, lento y gradual”. Mecanismo que considera incluso para las bicisendas: “cuestan ser aceptadas sin que dejen de ser una futura buena idea” (aquí cabría preguntarse: si serán una buena idea en el futuro, ¿por qué no lo son ahora?).
La prosa de González vuelve una y otra vez a ese tono desencantado que recuerda, paradojas de la intelectualidad política, al de Martínez Estrada. “Se está gestando un ensayo general de ciudad antagónica a los hombres”, la cita de Manzi al comparar las “gastronomías de la globalización” con el Ouro Preto o el La Paz, “Todo ha muerto, ya lo sé”, y una contradicción asombrosa para un intelectual militante: “La Ciudad está sin gobierno, y ésta no es una frase política”. ¿Decir que “la ciudad está sin gobierno” no es político? “Tiene señalética”, dice en alusión a los nuevos carteles indicadores de los nombres de calles, “pero no señales que digan que hay una razón política que la conduce”. Esto es otra cosa, y está bien.
En la lectura general de la Buenos Aires 2013 y en algunas visiones estratégicas de una ciudad futura (aun cuando pareciera dudar de ese futuro) es donde González es más afortunado. “Digo que una ciudad es un equilibrio entre su orden demográfico, su productividad de servicios y su democracia habitacional”, por ejemplo, es una proposición interesante para pensar, como también es interesante y propositivo (aunque muy general) decir que “Su Plan no consiste en aniquilar su paisajística, zonificar imitando a Tokio o a Amsterdam, sino convertirse en una ciudad latinoamericana moderna y cosmopolita, sin fronteras políticas con la circundante región metropolitana, más allá de las que indique el trazado administrativo correspondiente” (aquí hay que volver a señalar que las fronteras, aunque sean “administrativas”, son siempre políticas).
Es en estos fragmentos es donde González parece acercarse a la que debiera ser la misión de un intelectual que piensa la ciudad, señalar lo que pueden ser los principios de un programa cultural y político: “cuidar el patrimonio heredado de las elites urbanizadoras entre 1880 y 1930”, tejer hilos internos “entre el Bafici y Villa 31, entre su red de museos y sus formas culturales vivas”. Pero lo estimulante de estas iluminaciones se ahoga en el vaso de agua de la vaguedad (“hay que pensarla [a Buenos Aires] sin sus banales símbolos de clase”, pero ¿cuáles son los “banales símbolos de clase” de Buenos Aires?) o la nostalgia de te canasta por los viejos vagones de madera de la Línea A del Subte (los usuarios que conozco de esa línea están encantados con los “nuevos” vagones chinos y su aire acondicionado… ¡vean con que poco se puede ganar rédito político en esta ciudad!).
El horror de González a las frases cortas (que comparto) lo lleva a componer una frase de difícil lectura, que supongo manifiesta una opción por el transporte público: “Derrocar el carácter de paseo público de la Avenida 9 de Julio” (“Dale Juana con la canasta”, diría el Bustos Domecq bioy-borgeano) “lo que ya implicaba un racionalismo urbano junto al edificio Comega y su antecedente, el agraciado Kavanagh, implica el modesto sadismo de quienes no se animan a hacer planeamiento urbano sobre el automóvil individual, y el consiguiente desequilibrio que en los derechos de circulación se introducen sobre el territorio que debe ser regido por la imprescindible producción colectiva de transporte público”. Por suerte, el González más útil vuelve enseguida con una referencia a lo económico de lo urbano: “es necesario contemplar la Ciudad con otras consideraciones no meramente reproductivas (lo que lleva a verlas como objetos rentísticos o impositivos), sino generadoras de ciudadanías heterogéneas e interconectadas por un saber urbano que no está mal llamar utópico, alimentado por la idea de plaza pública no cercada, circulación descentralizada, respeto paisajístico, apego patrimonial colectivo y justicia distributiva de la renta urbana. Una investigación rigurosa sobre la renta urbana debe ser precedida por el cálculo proveniente de asignaciones de derechos colectivos fundados en el urbanismo democrático, respecto del uso de las estructuras y equipamientos públicos. Los regímenes impositivos no pueden desaprovechar las experiencias participativas, la ley debe considerar como no foraneidad la de los usuarios de los servicios que no habitan en ella”.
Esto está claro y el texto podría terminar acá; por desgracia, pareciera que González se siente en la obligación de postular un programa político más específico, aunque en forma de pregunta: “Si en un tiempo muy próximo no habrá que tratar otra vez la mudanza de la capital”. Más allá de la presumible risa de Alfonsín en su sepultura, ¿el traslado de la Capital debe ser visto como una fantasía de equilibrio territorial o como despecho político hacia una ciudad que no vota como le gustaría a Gonzalez? “Sería el kairós, el supremo momento de Buenos Aires, con su otro nombre y trasladando muchas de sus funciones. La oportunidad de remover los obstáculos que ella misma se ha inferido. País adentro. Con otros acuíferos, nuevas estatuas depositarias de múltiples historias y la esperanza urbana renovada”. González imagina la disolución de la porteñidad como antesala de la esperanza, en una Buenos Aires donde los acuerdos de la realpolitik PRO-FPV dejan poco espacio a la construcción política de una ciudad futura (¡y para terminar de bajonearse, la alternativa que asoma es Lilita Carrió!).
MC
Sobre el Barrio Carlos Mugica de Retiro, ver también entre otras notas en café de las ciudades:
Número 110 | Proyectos de las ciudades (I)
Barrio 31 Carlos Mugica | Fernández Castro, Cravino, Trajtengartz y Epstein exploran las posibilidades y límites del proyecto urbano | Marcelo Corti
La crítica más fundamentada y rigurosa que hemos encontrado del Metrobús de la 9 de Julio es la realizada por Francisco Ortiz y Norberto Spirtu para el Laboratorio de Políticas Públicas.
Un buen análisis, pensado desde la movilidad, a diferencia de la crítica filoautomovilística que ensaya el M2 de Página 12.
Sobre las disputas de sentido por la Avenida 9 de Julio, ver también la Terquedad de Sabato y Evita en el Cartel de Buenos Aires en el número 108 de café de las ciudades.
Sobre la insoportable banalidad de la política porteña de estos tiempos ver por ejemplo como la mejor Beatriz Sarlo demuele impiadosamente a Gabriela Michetti en De eso no se habla, publicada en La Nación del pasado 30 de julio. Y sobre el persistente abandono de la Ciudad por el kirchnerismo, la Terquedad Ricotista (elecciones, música popular, tierra urbana y dilemas políticos en una entrevista con Carmelo Ricot) en el número 106 de café de las ciudades.