“Los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza son dos nombres de la misma dignidad”. Eduardo Galeano (2008).
1- Introducción
El siglo XXI ha sido catalogado por Naciones Unidas como el siglo de las ciudades, en atención a la cantidad de población concentrada en las urbes (56% a nivel planetario y 84% en la región), y al peso de la actividad económica urbana (85%) con lo cual se conforman en el asiento principal de la humanidad. Adicionalmente, debido a que la ciudad es una comunidad política que ha adquirido gran protagonismo a nivel mundial, gracias al peso demográfico y a la jerarquía económica; tanto que lo inter-urbano empieza a restarle peso a lo inter-nacional y las instancias de integración multilateral se reconfiguran por el peso gravitatorio de las ciudades.
El protagonismo urbano, en el marco de la globalización de las ciudades, tiene origen en los nodos urbanos de articulación global que se presentan por sobre el de las naciones (Abrahamson, 2004). Hecho que nace históricamente en la relación de las ciudades con los Estados, que tiene larga data, tanto que las ciudades fueron el punto de partida para la formación de los estados nacionales, para luego constituirse en centros del desarrollo económico, social y política de las mismas naciones.
En el contexto actual hay que reconocer que la relación Estado/Ciudad pasa por un nuevo momento gracias a los cambios en los dos polos de esa ecuación. La Reforma del Estado y las nuevas lógicas de urbanización a escala planetaria así lo determinan, mucho más en las ciudades capitales -por ser el asiento principal de los aparatos estatales- que tienden a reconfigurarse. Actualmente, muchas naciones dependen de la conexión global de las ciudades y principalmente de las capitales. Estas relaciones dependen, a su vez, de la funcionalidad, la riqueza, el poder, la producción y, principalmente, del sistema económico post industrial.
Paradójicamente el centralismo político y económico impulsó a las ciudades capitales para que logren convertirse en nodos de articulación global, incluso por sobre las naciones (Cuervo, 2010). Esta condición empujó el crecimiento descontrolado y discontinuo de la mancha urbana, que condujo a la urbanización no sólo de ciudades, sino de regiones urbanas. De allí que las ciudades capitales adquieran nuevos grados de distancia frente al Estado central (autonomía) e inéditos sentidos vitales relacionados con su expansión y el entorno natural (ecología).
En estas transformaciones se inscribe la reivindicación de una mayor autonomía de las ciudades, en general, y de las capitales, en particular; posición demandada frente a los gobiernos nacionales y las corporaciones globales, las cuales tienen una presencia cuasi colonial en ciertos territorios. En América Latina estas demandas aparecen a principios de la década de los años ochenta, a partir del retorno a la democracia, por su expansión por los territorios y por el cambio del modelo de acumulación.
Adicionalmente, la producción de la ciudad genera transformaciones que impactan en su entorno natural. Una de ellas es la mutación de los ciclos vitales de la ciudad, en el marco de sus relaciones con la naturaleza, que tienden a reconfigurar la estructura de su ecosistema (cambio climático). Las poblaciones humanas claramente son interdependientes del mundo natural -no al revés– por lo que sus acciones y omisiones son determinantes. Esta metamorfosis permite identificar su condición esencial como parte ontológica del ser; esto es, de los respectivos estratos de existencia.
Esta doble determinación, autonomía y ecosistema, reconoce a la ciudad en una condición de entidad con vida propia, que debe tener todos los elementos para su sustentabilidad, tanto en términos de recursos sociales como naturales. Ahí está la base para el reconocimiento de su condición de sujeto de derechos.
Para el efecto surgen preguntas que guiarán este trabajo: ¿Las ciudades generan derechos, pero también pueden tenerlos? Y si los tienen, ¿Cuáles deben ser sus contenidos? ¿Ante quién reivindicarlos y hacerlos valederos? Además, ¿las ciudades capitales tienen derechos distintos a los de las otras ciudades dada su proximidad al Estado? ¿Qué ha pasado con las ciudades capitales al calor de los cambios históricos finiseculares?
Intentar responder a estas preguntas supone modificar la base conceptual de los derechos, así como también de la ciudad, predominantemente concebida como un objeto físico o un producto material. Más aún cuando la Teoría del Sujeto de Derecho (Varsi, 2017) empieza a reconocer una pluralidad de orígenes debido a que vive un momento de transición, porque tradicionalmente los sujetos de derechos han sido considerados exclusivamente los seres humanos.
Los Derechos Humanos pusieron, inicialmente, su acento en los Derechos Individuales: la vida, la integridad, la libertad de expresión, la igualdad ante la Ley. Luego, en las entreguerras mundiales, el énfasis estuvo en la función social de las personas, alrededor de los Derechos Sociales: trabajo, salud, educación, seguridad social. Después de la Segunda Guerra Mundial se posicionan en los Derechos Colectivos, que reconocen al medio ambiente, las formas del desarrollo y la paz. Hoy estamos entrando en una nueva generación o tendencia (Ávila Santamaría, 2012), vinculada a la tecnología y la naturaleza. Este proceso muestra que el sujeto de derechos y los derechos han cambiado históricamente por generaciones.
Hoy, la tendencia de la lucha social continúa subrayando la necesidad de tener una nueva visión de los derechos, que supere la concepción tradicional que negaba la posibilidad de que los objetos del mundo material o incluso otros seres vivientes tuvieran derechos ya que eran privativos de las personas. En definitiva, estamos frente a una nueva entrada que va en contra del antropocentrismo, que beneficiará al ser humano.
Bajo esta perspectiva, la ciudad, al ser considerada desde las concepciones hegemónicas como un objeto físico-material-artificial producido, no pudo acceder a la condición de sujeto de derechos. Sin embargo, históricamente se convirtió en objeto de derechos, gracias a los aportes clásicos de Lefebvre (2020) y Harvey (2008), entre otros, que formulan la tesis del Derecho a la Ciudad. Pero aquí se debe solventar una pregunta adicional: ¿Derecho a qué ciudad? Y aquí surge la necesidad de un paso adicional: concebir a la misma ciudad como sujeto de derechos, para que justamente pueda satisfacer los derechos colectivos de la ciudadanía.
Vivimos un cambio de época, que incluso algunos autores denominan cambio civilizatorio, en el que florecen nuevos paradigmas. De allí que en las cartas magnas de nuestros países se empezó a consagrar el Estado Social de Derechos que incorpora -bajo el sentido del nuevo Constitucionalismo y de la lógica de las nuevas generaciones de derechos- los de la naturaleza (Martínez y Acosta, 2017). No podemos dejar de mencionar, entre otros al menos, los consagrados en la Constitución de Ecuador, donde por primera vez la naturaleza se convierte en sujeto de derechos. En su artículo 71 se señala explícitamente que: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (República del Ecuador, 2008: 31). De esta manera, la naturaleza, sólo concebida como objeto de derechos, adquiere la cualidad de sujeto de derechos; con lo cual se conquistan los “derechos de la naturaleza”, abriéndose la posibilidad de que otros estratos también lo sean.
Sin duda, es un importante antecedente para que la ciudad también pueda acceder a esta condición de sujeto de derechos, así en plural. En tanto sus cursos vitales, funciones y evoluciones son parte constitutiva para que la vida de la mayor parte de la población del planeta lo haga en condiciones de vivir bien y no bajo la búsqueda de la rentabilidad del capital.
Asimismo, se desarrollan concepciones de la ciudad que la humanizan o ciudadanizan (civitismo) (Carrión y Cepeda, 2020), tanto que su definición social toma preeminencia sobre su concepción físico material. De modo que la sociedad urbana, como sujeto histórico -urbanitas o comunidad-, adopta la forma de ciudadanía (civitas) para darle coherencia a su existencia. Con esto la ciudad es comprendida menos desde el suelo (estructura urbana), los edificios (funciones urbanas) o las infraestructuras (base material de la ciudad) (urbs) y más desde lo que es: una comunidad política (polis).
Para ello se desarrollará este artículo introductorio con una estructura expositiva con los siguientes apartados: uno primero de carácter metodológico, que busca entender de donde proviene el derecho de la ciudad (origen); el segundo, referido a los contenidos que tendría el derecho de la ciudad; el tercero, al proceso histórico del derecho en el caso de las ciudades capitales de América Latina.
Es oportuno mencionar que los derechos de la ciudad tienen un enfoque urbano sustentado en conceptos jurídicos pero adscrito a su lógica intrínseca proveniente de su naturaleza política; es decir, de su condición de polis como comunidad política.
2- El doble origen del derecho DE la ciudad
La historia de la conquista de derechos ha sido siempre conflictiva, tanto que la obtención de cada uno de ellos ha sido resultado de importantes procesos de lucha entre los actores que los formulan y sus detractores. Han sido un poderoso mecanismo de democratización de las sociedades, como también de garantía para la concentración del poder político y económico. Allí están los casos de los derechos a la libre empresa, libre comercio o a la propiedad, que más bien son regresivos respecto, por ejemplo, de los de la vida, del trabajo o de la vivienda.
Los derechos humanos surgieron de conquistas sociales, como ha ocurrido en cada momento de la historia con todos los derechos, desde la primera a la cuarta generación (Campoy Cervera et al., 2005), en los que hoy se han inscrito también los de la naturaleza y los de la ciudad. Los pueblos indígenas, los no propietarios, las mujeres y los niños fueron considerados, en su momento, como sujetos sin derechos. Y ahora no es la excepción para que la ciudad adquiera esa condición; esto es, que conquiste el Derecho DE la ciudad, como derecho colectivo, en tanto se trata de un bien común.
El Derecho de la Ciudad, con la lógica disruptiva que tiene, transforma a la ciudad entendida como objeto de derechos (derecho a la ciudad) a sujeto de derechos (derecho de la ciudad). Esta transición es parte del proceso de democratización de las sociedades, que tienden a lograr que la justicia espacial sea parte de la justicia social. De allí surgen las siguientes preguntas. ¿En dónde se origina esta mutación política y jurídica? ¿Cómo entender que la ciudad tenga derechos si no es una persona?
Para responderlas sostenemos tres justificaciones. La primera, superar el antropocentrismo en la concepción de los derechos, como ocurrió cuando se reconocieron los de la naturaleza, produciendo una ruptura epistemológica en el sentido de extenderlos más allá de las personas individuales o colectivas, para su beneficio. La segunda, la naturaleza como la ciudad tienen ciclos vitales, en tanto es un organismo que se produce bajo una lógica eco-sistémica; o sea, de la relación de una comunidad con su entorno ambiental. Y la tercera, que sus ciclos de desarrollo vital deben contar con mecanismos propios; esto es, lograr su propia capacidad de autorregularse y gobernarse (autonomía).
Erróneamente, la ciudad ha sido considerada únicamente desde la perspectiva espacial (urbs), cuando en realidad opera como un ecosistema constituido a partir de la relación dialéctica de la sociedad y el espacio (Secchi, 2004), producida a lo largo de la historia. Así tenemos que, en la época clásica griega, Aristóteles la concibió en los siguientes términos: Puesto que vemos que toda ciudad-Estado es una cierta comunidad y que toda comunidad se constituye en busca de algún bien, resulta claro que todas las comunidades están orientadas hacia algún bien, y especialmente hacia el supremo entre todos los bienes se orienta aquella que es suprema entre todas las comunidades y abarca a todas las otras. Esta es la que se llama ciudad-Estado y comunidad política (1252a; 1-7).
En definitiva, la ciudad es una comunidad política (polis) nacida de los nexos conyugales (hogar), domésticos (casa), aldeanos (comunidad) y ciudadanos (espacio público) (civitas) bajo un fin específico: la vida buena o el vivir bien. Es decir, es el lugar común o ayuntamiento (urbs), donde coinciden al mismo tiempo la casa, la aldea y el espacio público para formar la comunidad política con la finalidad de producir “la ciudad feliz y virtuosa”.
Con la modernidad, y desde el primer tercio del siglo XX, toman cuerpo aquellas concepciones originadas en consideraciones demográficas, personificando la ciudad como un asentamiento con cierta cantidad mínima de población concentrada, pero sin definir el número y menos el área. Por eso, hay países como EEUU en que la ciudad se define a partir de 2.500 personas, Argentina de 2.000 y Canadá de 1.000. Pero no solo ello, también del tamaño de la concentración de población se definen los tipos de ciudades; esto es, el rango-tamaño construye una jerarquía urbana, como, por ejemplo, ciudades grandes, intermedias o pequeñas. Al no existir un criterio generalizado del tamaño o la densidad mínimas, se han añadido variables económicas como las de la población económicamente activa por sectores (PEA): primario es rural, y secundario y terciario urbano. Es, entonces, un asentamiento poblacional; es decir, un “lugar en que se establece alguien o algo” o, lo que es lo mismo, su existencia proviene de la cierta cantidad de población concentrada en ella. Entonces el lugar se define por quien lo ocupa, para producirla: la población, según tamaño y condiciones económicas.
La escuela de Chicago va más allá, Gideon Sjoberg (1988) considera que: “una ciudad es una comunidad de considerable magnitud y de elevada densidad de población, que alberga en su seno una gran variedad de trabajadores especializados, no agrícolas, amén de una elite cultural, intelectual”.
La ciudad, así concebida, es una comunidad, pero no cualquiera: debe ser grande en números absolutos y densidad, pero además diferenciarse del mundo rural en términos laborales (no agrícolas) y del contenido de su actividad principalmente intelectual. Esto es, que haya una división del trabajo en el territorio que diferencia lo urbano de lo rural, por oposición. Louis Wirth (2001:112) retoma la idea que una ciudad puede definirse “como un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos”. Pero le añade un fuerte componente cultural, cuando considera que la ciudad es un modo de vida particular. En este caso es un lugar definido según el tamaño y heterogeneidad de sus habitantes, así como de un contenido cultural importante: la forma de vida. Elementos que la convierten en el hábitat: “espacio construido en el que vive el hombre” (hábitat, según el DRAE, es “Lugar de condiciones apropiadas para que viva un organismo, especie o comunidad animal o vegetal. Espacio construido en el que vive el hombre”).
Pero también la ciudad se define como un superorganismo vivo: con un corazón que es el centro, sus arterias las vías, sus pulmones los parques. Un organismo que cuenta con memoria, que se transforma incluso en materia y energía, a pesar de ser un ecosistema artificial que tiene un comportamiento como un ecosistema natural. Según Sergio Perera (2015) para entender a la ciudad como un organismo vivo se debe considerar su condición de sujeto de derechos, con tres componentes de sostenibilidad: económica (equidad), ecológica (equilibrio) y social (justicia). Así, la ciudad es una simbiosis entre lo natural y lo artificial y cumple un ciclo vital bajo una normativa de sostenibilidad.
Estas concepciones cobran más peso cuando sabemos que en América Latina la mayoría de la población produce y reproduce su vida en la ciudad y, al hacerlo la humaniza. Esto supone el respeto a su espacio vital-ciudad, construido socialmente, en el marco de la relación unívoca de lo social y lo ambiental, porque la ciudad no existe independiente de la sociedad que la crea y produce, como también de la naturaleza en la que se inscribe. De allí que nunca más certera la afirmación de Erik Swyngedouw (2006: 80), cuando dice: Las cuestiones de justicia no pueden ser vistas independientemente de la condición urbana. No sólo porque la mayoría de la población mundial vive en ciudades, sino, sobre todo, porque la ciudad condensa las múltiples tensiones y contradicciones de la vida moderna.
De esta manera, la comunidad (sociedad) y el territorio (lugar) son una unidad indisoluble o un ecosistema interactivo; cuando uno de sus componentes falla el desequilibrio se instala, incluso, en términos intergeneracionales. Así, por ejemplo, la problemática del cambio climático pone en riesgo la sostenibilidad de la naturaleza (ecocidio), la agorafobia instala la vulnerabilidad de la propia ciudad (urbicidio) y el centralismo del Estado le impide solventar sus problemas (colonialismo estatal).
La sociedad ha construido un portafolio de derechos y dentro de ellos los de la naturaleza (Constitución de Ecuador 2008), que también empieza a ser considerada sujeta de derechos (justicia ambiental). Esto daría lugar a que los principios en los que se han fundamentado puedan ser aplicados a la ciudad (justicia espacial). Con eso, además, las condiciones vitales de la ciudad y de la humanidad se funden, conduciendo a que todo lo que vive tenga -por razón de su condición esencial- una cualidad intrínseca o manera de ser, lo cual le otorga un valor ontológico.
De allí que cada uno de sus estratos puede tener sus propios derechos, que para el caso que nos ocupa, la ciudad, y siguiendo a Edward Soja (2016: 101), se puede fundamentar adicionalmente en tres elementos:
- La espacialidad ontológica del ser (todos somos seres tanto sociales y temporales como espaciales).
- La producción social de la espacialidad (el espacio se produce socialmente y, por lo tanto, puede cambiarse socialmente).
- La dialéctica socio-espacial (lo espacial da forma a lo social en la misma medida en que lo social da forma a lo espacial).
Así como la naturaleza no pudo ser considerada simplemente un objeto físico-material inerte, carente de vida, la urbe tampoco puede ser distinguida de igual manera. Este salto cualitativo, para que la ciudad tenga derechos, generará un ecosistema sano para que la mayoría de la población mundial pueda vivir mejor, reconociendo la necesidad de protección y sustentabilidad de la ciudad. Si el sujeto de derechos muta de su condición humana original a la de todo organismo vital, la ciudad puede adquirir esta cualidad, como lo hizo la naturaleza. De esta manera se convierte en un organismo directamente relacionado con la naturaleza, que no debe sobreaprovechar sus recursos (extractivismo urbano) para no afectarse mutuamente.
Para que sus derechos existan deben ser reconocidos y legitimados por la ciudadanía y los Estados, instaurados en el territorio a partir de lo que se conoce como la justicia espacial. Esto es, que el espacio no sea comprendido solo como depositario de un proceso de localización de la justicia (derecho A la ciudad), sino también como un sujeto que adquiere, históricamente, derechos (derecho De la ciudad), con lo cual estos derechos no pueden separarse el uno del otro (Secchi, 2015; Soja, 2016). Cuando esta realidad se funda, el Estado desde sus distintos niveles y la sociedad desde sus organizaciones deberán convertirse en sus garantes.
Si la ciudadanía adquiere el derecho A la ciudad -como ya ocurre en algunos contextos constitucionales: el derecho a la ciudad ha ganado terreno en las sociedades latinoamericanas, primero desde la perspectiva institucional, cuando se ha logrado consagrarlo en las constituciones de Brasil (1988), Ecuador (2008) y Ciudad de México (2018) pero también internacionalmente dentro de La Nueva Agenda Urbana (2016) y la Carta de la Coalición Internacional del Hábitat (2012)-, esto significa, por un lado, que la tierra y el medio ambiente adquieren una función social explícita, una relación de la sociedad con el ecosistema que la rodea de forma unívoca. Y, por otro lado, lo imprescindible: que la urbe tenga la capacidad de autorregularse, para lo cual requiere contar con recursos, competencias y políticas propias. Es decir, con suficiente autonomía, porque de lo contrario terminará restringiéndose la posibilidad de satisfacer el derecho a la ciudad.
Los derechos A la ciudad son derechos humanos, como también lo son los derechos De la ciudad. De esta manera, si se vulneran cualquiera de ellos, tanto a la ciudad como a la naturaleza, se violan los derechos colectivos de la ciudadanía en su conjunto. Más aún cuando la ciudad y la naturaleza son indispensables para el desarrollo de la vida humana. Una dinámica que, progresivamente, ha ido afectándose, porque las ciudades están perdiendo muchas de sus virtudes, condiciones, cualidades y características vitales, configurando incluso lo que se ha llegado en denominar urbicidio o muerte de la ciudad (Carrión, 2014); con lo cual, todos los derechos son vulnerados (hoy son un sistema interconectado).
A medida que aumentan los problemas urbanos no solo las leyes convencionales no están a la altura del desafío sino que son, cada vez más, parte del problema. En consecuencia, ha aumentado la convicción de la necesidad de transformar radicalmente la manera en que jurídicamente concebimos y tratamos a la ciudad. Es más, se hace necesario contar con una entidad defensora de la ciudad, tal como existen en los derechos humanos, para que velen por sus condiciones vitales (quizás dos ejemplos que podrían extenderse al planteamiento hecho: en lo local está Buenos Aires, que tiene el Ministerio Público de la Defensa CABA; desde lo nacional, está el caso de Brasil, que logró establecer el Ministerio de las Ciudades, con el Estatuto de la Ciudad. Estos dos ejemplos a pesar de garantizar principalmente el derecho de los ciudadanos, deberían asumir dentro de sus atribuciones la defensa del derecho De la ciudad propiamente dicho). Así, el Estado debe obligarse a recuperar, proteger, conservar y desarrollar la ciudad en el sentido del buen vivir.
El derecho de la ciudad procede, entre otras cosas, porque su producción y consumo de carácter colectivo le otorga la cualidad de bien común, que puede -como de hecho así ocurre- configurar su condición de derecho colectivo. Lo es adicionalmente, porque allí vive la mayoría de la población del mundo, dotándola de su esencia social, porque es parte vertebral del sistema de las relaciones entre los seres vivos y el medio ambiente. Y porque su erosión afecta al planeta en su conjunto.
Esta conjunción de elementos configura la posibilidad de considerar a la ciudad como sujeto de derechos y que su vulnerabilidad puede conducir al fin de su existencia, la muerte de la ciudad.
3- ¿Cuál es el contenido del derecho de la ciudad?
El derecho De la ciudad y el derecho A la ciudad se ensamblan, para constituir una convivencia armónica del Estado y el medio ambiente (sistema ecológico), con la finalidad de alcanzar el sumak kawsay (Constitucio?n ecuatoriana) o el vivir bien aristotélico mencionado. Esto supone comprender que los dos tipos de derechos señalados -que tienen orígenes distintos- son parte de los colectivos. Una situación de este tipo comporta la necesidad de distinguir dos ámbitos interrelacionados: el primero tiene un origen antropocéntrico y el segundo proviene de la reconceptualización de los derechos.
El derecho A la ciudad ha tenido un desarrollo considerable, tanto en su evolución conceptual como en su reivindicación social. Sin embargo tiene una doble limitación general, basada en la falta de establecer el derecho De la ciudad: por un lado, cuenta con restricciones para desenvolverse equilibradamente dentro del sistema ecológico, constituido por las comunidades y su entorno, obstaculizando las posibilidades de la justicia ambiental y espacial; por otro, el gobierno de la ciudad tiene baja capacidad autonómica, por el peso del mercado y del centralismo estatal, lo cual le dificulta la capacidad de implantar la justicia espacial y la democracia local.
Por tanto, el contenido fundamental se concentra alrededor de dos entradas: coexistencia con el entorno natural y autonomía respecto de recursos y competencias. La primera entrada a los derechos de la ciudad proviene de la instalación política del tema ambiental, desde fines del siglo pasado a nivel mundial. Está estrechamente vinculada a la problemática de la ciudad -como ecosistema-, de donde provienen problemas complejos que rompen los balances y equilibrios ambientales, sociales y económicos, producto de los llamados modelos extractivistas del desarrollo urbano (Navatta, 2019). Una condición como esta requiere de un proyecto de desarrollo sostenible, que no contamine, ni destruya y caliente el clima, pensando en las generaciones futuras. Por eso el derecho de la ciudad se encamina a restablecer la estabilidad del ecosistema para darle habitabilidad a la población urbana y para no hipotecar el futuro, restaurando la armonía con la naturaleza.
El derecho DE la ciudad busca defender y acrecentar los sistemas de vida, así como los ciclos y los ritmos socio ambientales de la ciudad, en el contexto de las justicias espacial y ambiental, que deben garantizarlos. Es un ecosistema conformado por comunidades y naturaleza (sistema ecológico), que requiere de este derecho para lograr el autogobierno de los ciclos socio ambientales.
La segunda proviene de la necesidad de contar con un régimen autonómico sustentado en: democracia real (representativa, directa, próxima), competencias suficientes y recursos que satisfagan los procesos del derecho a la ciudad. En otras palabras, que haya un proceso real de descentralización que conduzca a que, como sostiene Ada Colau, “Los municipios tienen que tener más poder para que los ciudadanos tengan más poder”. En América Latina, como hemos mencionado más arriba, el proceso comenzó en la década de 1980, con la búsqueda de una mayor descentralización del Estado. Se inició con la democratización de las sociedades locales, y luego con marcos institucionales propios para cada ciudad capital. De esta manera, se inicia con la representación de los intereses de los territorios que luego impulsan nuevas demandas de las ciudades, a la par que adquieren más protagonismo. Simultáneamente, con el retorno de la democracia se fortalecieron los regímenes republicanos sustentados en el equilibrio de poderes entre las funciones clásicas; ejecutivo, legislativo y judicial, que tendieron a reproducirse en los niveles subnacionales. Pero también produjeron importantes transferencias de competencias y recursos económicos, que prefiguran las condiciones primarias del autogobierno.
4- ¿Desde cuándo el derecho de la ciudad empieza a ejercerse en la capital?
La urbanización en América Latina ha tenido un ritmo de crecimiento muy acelerado desde 1950. Para entonces el 41% de la población estaba concentrada en ciudades, mientras que en 1990 llegó al 71%, lo cual la convirtió en la región más urbanizada del planeta. En el siguiente período, desde 1990 hasta el año 2020, el proceso se ralentiza, sobre todo debido a la reducción del crecimiento vegetativo de la población y a la disminución de la migración campo ciudad. Tan es así que la urbanización pasó al 81% en el año 2020, un ritmo interanual bastante inferior.
Respecto del número de las ciudades más grandes -su primacía viene desde las épocas coloniales y su aceleración desde la postguerra con el capitalismo comercial- en 1950 eran solo 5 las que tenían más de un millón de habitantes, mientras que en el año 1990 llegaron a 31; es decir, que en este período se incrementaron por 6. En el momento más reciente, 1990 -2020, ya se contabilizan 76, lo cual es un poco más del doble.
Si en el primer periodo, cuarenta años (1950-1990), el incremento de la población urbana fue de 30 puntos porcentuales y el número de ciudades millonarias se multiplicaron por seis, en el segundo (1990-2020) de 30 años, el incremento del número de habitantes fue solo de 10 puntos y la cantidad de ciudades grandes solo del doble. Estos datos nos muestran que el despegue de la urbanización se produjo desde 1950 hasta fin de siglo y que su disminución se inicia en las últimas tres décadas de este siglo, aunque todavía con una leve tendencia de crecimiento. Lo más evidente no ha sido el ritmo de crecimiento -que sigue, pero atemperado- sino el cambio de la lógica de urbanización: se pasa, de una ciudad central dispuesta en un territorio y bajo un Estado, a una región urbana inscrita en un sistema urbano global estructurado en un marco pluri estatal.
Dentro de las ciudades más grandes de la región se encuentran las capitales que, además, son las de mayor tamaño en cada uno de sus países, con excepción de Brasil que trasladó en 1960 su capital de Río de Janeiro a Brasilia. Las ciudades capitales concentran más de un quinto de la población urbana de América Latina (20.8%), un porcentaje bastante alto dado el pequeño número de ciudades capitales, 21 de un universo de 16.500 ciudades latinoamericanas. De esta manera, la primacía urbana se concentra en las ciudades capitales, que se vuelven el centro de actividades económicas, políticas y sociales de punta; expresión de la búsqueda de autonomía y autosostenibilidad.
La constante estadística se refuerza con el importante aumento de la primacía de la capital, del protagonismo frente a las naciones y de la relación interurbana en el ámbito global. Así tenemos, si se mide el aumento de la población relativa de las capitales respecto a la población nacional, que el promedio regional pasa del 14.4% en 1990 a 16.7% en 2020, como se observa en el Tabla 1. Es decir, las ciudades capitales siguen creciendo a un ritmo superior al promedio de la población nacional.
Tabla 1. Participación relativa de la población de la ciudad capital en el país (Región Urbana)
|
||||||
N° |
País |
Ciudad capital (región urbana) |
1990-1992 |
2000-2002 |
2010-2012 |
2019-2020 |
América del Sur |
||||||
1 |
Argentina |
A.M. Buenos Aires |
33.0% |
38.2% |
37.0% |
38.7% |
2 |
Bolivia |
A.M. La Paz |
28.0% |
28.4% |
26.9% |
25.3% |
3 |
Brasil |
Brasilia D.F. |
1.1% |
1.2% |
1.3% |
2.2% |
4 |
Chile |
G. Santiago |
35.6% |
35.9% |
34.4% |
42.8% |
5 |
Colombia |
A.M. Bogotá |
14.4% |
13.5% |
17.8% |
21.3% |
6 |
Ecuador |
D. M. Quito |
13.1% |
15.1% |
15.5% |
16.0% |
7 |
Paraguay |
G. Asunción |
11.9% |
36.3% |
36.9% |
39.2% |
8 |
Perú |
Departamento Lima |
28.4% |
27.3% |
31.0% |
32.3% |
9 |
Uruguay |
Á.M. Montevideo |
43.2% |
40.9% |
53.7% |
55.7% |
10 |
Venezuela |
D.M. Caracas |
10.6% |
8.0% |
7.7% |
9.9% |
|
12.0% |
12.8% |
13.5% |
15.0% |
||
México y América Central |
||||||
1 |
Costa Rica |
AM San José |
40.6% |
54.6% |
52.8% |
62.5% |
3 |
El Salvador |
Á.M. San Salvador |
28.3% |
27.3% |
28.7% |
33.9% |
4 |
Guatemala |
Á.M. Guatemala |
16.5% |
21.3% |
21.8% |
21.2% |
5 |
Honduras |
Á.M. Tegucigalpa |
11.8% |
12.9% |
13.9% |
12.7% |
6 |
México |
Z.M Ciudad de México |
18.5% |
18.9% |
17.9% |
17.3% |
7 |
Nicaragua |
Á.M. Managua |
42.3% |
36.8% |
34.5% |
35.7% |
8 |
Panamá |
Á.M. Panamá |
40.5% |
42.1% |
43.1% |
48.9% |
|
14.2% |
14.9% |
15.2% |
20.8% |
||
El Caribe |
||||||
1 |
Cuba |
La Habana |
20.5% |
19.8% |
19.1% |
18.7% |
2 |
Haití |
Puerto Príncipe |
7.8% |
7.9% |
9.1% |
10.2% |
3 |
República Dominicana |
Gran Santo Domingo |
30.5% |
31.9% |
25.2% |
22.5% |
|
15.7% |
16.4% |
16.4% |
17.1% |
||
|
|
|
|
|
|
|
|
|
Totales |
14.4% |
15.1% |
15.3% |
16.7% |
Fuente: Elaboración propia con base en poblaciones de países.
Vemos, además, que la evolución de la población de las ciudades capitales en los últimos 30 años ocurre cuando la condición de capitalidad-autonomía empieza a delinearse. Se observa que la tendencia de crecimiento poblacional de estas ciudades se mantiene, aunque de forma heterogénea. Los datos promedio de la región muestran una tendencia incremental general, pero cuando se acercan a las subregiones y capitales se da un comportamiento dispar. La tasa de urbanización en toda América Latina es de 82,9% para 2020; sin embargo, por subregiones la tasa más baja está en El Caribe con 73,2%, la intermedia en Centro América con 78.4% y la más alta en América del Sur con 85,8% (Ebanks, 1993).
Si miramos el comportamiento de las ciudades capitales, Centroamérica y México tienen el mayor crecimiento demográfico en relación a la población de sus países, con 6,6% en el período 1990 – 2020 que, además, tiene el porcentaje más alto de población concentrada en la capital respecto del país, 20,8% en esta última década. El Caribe cuenta con el incremento más bajo de la población de sus capitales, con el 4% en la etapa, y un promedio de la población de sus capitales de 17,1% en 2020. Y, finalmente, América del Sur tiene la población relativa más baja de las capitales respecto a sus países, con el 15% en 2020 e intermedia con un crecimiento en esta fase del 3%. En cuanto a las ciudades capitales de toda la región, el 23% de ellas decrece en población, mientras el 77 % aumenta en esta fase.
En América del Sur, el caso de Caracas es interesante porque entre 1990-2010 tuvo una caída pequeña de población relativa, pero desde este siglo se suma a la tendencia general de la región. La excepción que confirma la regla está compuesta por las capitales de las áreas metropolitanas de La Paz (El Alto), Ciudad de México, Managua, La Habana y Santo Domingo, que tienen una tendencia histórica de descenso desde 1990. Como contrapartida se tiene una alta concentración poblacional en algunas ciudades capitales, que se expresa bajo la forma macrocefálica, como lo testimonian Buenos Aires en Argentina, Santiago en Chile, Montevideo en Uruguay, Asunción en Paraguay, San José en Costa Rica y Ciudad de Panamá en Panamá.
Sin duda que esta tendencia al crecimiento poblacional en la mayoría de las ciudades capitales de América Latina les otorga un mayor protagonismo nacional e internacional. Desde ese momento las ciudades capitales empiezan a vivir una realidad que termina por definirlas como diferentes a las otras urbes. Y eso porque tres componentes claves hacen su presencia simultánea: primero, la desregulación estatal de la economía que induce a las privatizaciones. Segundo, los procesos de descentralización que le otorgan a los municipios más competencias y más recursos económicos. Y tercero, el retorno y ampliación de la democracia por los territorios.
Estos elementos modifican la relación de las ciudades capitales con el Estado, tanto que la tradicional lógica cuasi colonial de su presencia en el territorio -esto es, la capitalidad– las lleva a demandar autonomía como derecho fundamental DE la ciudad. El cuestionamiento a la capitalidad nace con la elección popular de las autoridades locales, de manera generalizada en la región, lo cual trae consigo una representación de la sociedad local en los gobiernos municipales y la construcción de un conjunto de rasgos identitarios propios. De esta manera, se produce un fortalecimiento de las demandas de la ciudad capital ante el gobierno central, así como se provoca una descentralización del conflicto nacional hacia los territorios, y la ciudad capital empieza a operar con una relativa distancia respecto del Estado central.
Simultáneamente, los procesos de privatización debilitan a los Estados en las ciudades capitales e introducen la tensión principal de la ciudad en América Latina: que se representa democráticamente en su administración municipal, pero que gobierna en un marco donde el mercado tiene un peso considerable. Así y de esta manera, el derecho A la ciudad cobra sentido social y político, porque por la vía de la soberanía del consumidor crecen las desigualdades y la población mayoritaria se queda fuera de la oferta pública y privada de servicios e infraestructuras. Pero también, y de forma sincrónica, el derecho DE la ciudad se posiciona con fuerza reivindicando una mayor autonomía política, económica y administrativa, para el territorio y su población.
En 1985 solo 7 países de la región elegían autoridades locales. Diez años después todas son electas popular y democráticamente. Es un cambio sustancial, porque los territorios nacionales adquieren una connotación política de gran diversidad, por la representación que logran los gobiernos locales y por el nuevo escenario del procesamiento de las demandas (descentralización del conflicto). Un ejemplo interesante: cuando la autoridad era delegada de una instancia nacional no se ponía a consideración de la ciudadanía lo que se quería hacer en la ciudad (programa de gobierno de la ciudad), por tanto, era imposible representar los intereses locales. De allí que el solo hecho de que en las campañas electorales se discutan los proyectos de ciudad y luego, en el ejercicio del gobierno de la ciudad, se tenga que representar los intereses de la población urbana, ha sido un cambio trascendental. Más aún, con la obligatoria rendición de cuentas, los programas de gobierno deben ser aplicables y evaluados, o corren riesgo de revocatoria de mandato de la autoridad electa.
Este hecho marcó una representación de las demandas locales de forma diversificada y escalonada: en el nivel local las referidas a las competencias de los servicios e infraestructuras urbanas; y a nivel nacional los temas del empleo, la justicia, la economía. Esto ha conducido a una lógica de gobierno multiescalar, no exenta de conflictos intergubernamentales, donde la cuestión interestatal define apremios entre lo local y lo nacional: mientras la lógica del gobierno nacional busca fortalecer su poder central, los gobiernos locales demandan un equilibrio vertical (nacional/sub nacional) y territorial. En esa dinámica de conflicto las ciudades capitales adquieren identidad política, pero en disputa, haciéndose opositoras, hecho que no existía cuando la autoridad local era delegada desde el gobierno central.
En el Gráfico 1 se puede observar cómo, al inicio de la década de los años 1990, se presenta un equilibrio político entre los gobiernos de la ciudad capital y el gobierno nacional, cuestión que para inicios del siglo XXI se modifica drásticamente. Los gobiernos locales empiezan a adquirir una representación autónoma, distinta e incluso opositora al nivel nacional, conduciendo a que los signos políticos de los dos niveles sean políticamente diferentes.
Gráfico 1. Sintonía política entre gobierno nacional y el de la ciudad capital
Fuente: Elaboración propia con base en información oficial de alcaldes y presidentes de 18 países, se omiten Haití y Cuba.
Si en 1990 el 55% de los gobiernos de las ciudades capitales eran antigobiernistas, para el año 2000 se llega al 83%, un salto considerable. Luego, en 2010, se regresa a lo ocurrido en 1990 gracias a la presencia del denominado giro a la izquierda, que logra configurar un fuerte proyecto de alcance nacional que tiende al control de las capitales (Carrión, 2016). El peso del retorno de lo público hace que la capital, como asiento central de esta política, tenga un crecimiento económico y demográfico importante. Sin embargo, a partir de mediados de la década del 2010 esta iniciativa tiende a replegarse, produciendo nuevamente el fortalecimiento de la diferencia de los signos políticos en los dos niveles. Hay que resaltar que esta variante política se caracteriza por: el 28% de los gobiernos de las ciudades capitales siempre han sido distintos; el 38% en tres períodos; y el 22% en dos períodos. Lo cual muestra claramente la tendencia opositora de los gobiernos de las capitales con respecto a los nacionales.
Una vez constituidos los gobiernos locales empieza un proceso de reivindicación de la autonomía de la ciudad capital, en la perspectiva del fortalecimiento del autogobierno y del derecho DE la ciudad. Allí se ubican las demandas por mayores competencias, recursos económicos y democracia, que terminan por delimitar y constituir un verdadero gobierno local de la ciudad capital, con un nivel importante de autonomía, que tendencialmente va en la línea de su fortalecimiento. De esta manera la comunidad política, que es la ciudad, comienza a llenarse de contenido, porque la ciudadanía tiende a representarse en su gobierno para decidir, con recursos y competencias propias, su destino. Para que ello ocurra, la descentralización ha sido clave, porque con ello se hizo factible responder parcialmente las demandas sociales.
De todas maneras, se debe resaltar que el proceso de descentralización suponía que las ciudades con mayor protagonismo -es decir las capitales- debían dejar de crecer en beneficio de las pequeñas e intermedias. Sin embargo, esto no ocurrió, porque la propuesta de autonomía se inscribió en la relación de lo nacional y lo local, sin considerar los términos territoriales. Así, por ejemplo, los municipios recibieron más recursos que antes, pero, por los criterios usados, las ciudades más grandes siguieron creciendo porque las transferencias las beneficiaron. En general, la descentralización fiscal partió de un reparto porcentual de los ingresos del presupuesto nacional -y no de la transferencia de la base tributaria- según los criterios de cantidad de población, necesidades básicas insatisfechas, eficiencia administrativa de cada localidad, y su especialización, lo que en la práctica condujo a una realidad regresiva en lo territorial y clientelar al interior del Estado.
Las condiciones políticas de contar con autoridades electas popularmente (descentralización política), de poseer atribuciones más amplias (descentralización administrativa) y del incremento de recursos económicos (descentralización fiscal) conducen al diseño de marcos jurídicos propios desde la década de los ‘90. Ahí están los casos iniciales de Bogotá (1991), Quito (1993), Buenos Aires (1994), Ciudad de México (2000) y Caracas (1999), entre otros. Posteriormente, a partir de la primera década del presente siglo, se profundiza el proceso con Lima y Montevideo en 2014, Ciudad de México con su Constitución de 2017 y Quito con el debate del Estatuto de Autonomía (2020), aún por aprobarse. En esta segunda fase entra la conformación de unidades administrativas descentralizadas o desconcentradas dentro de las capitales, lo cual hace que la autonomía se replantee.
También es necesario comprender que la propia ciudad capital ha cambiado desde fines del siglo pasado, cuando era una ciudad nuclear, un territorio y un Estado; para ahora tener una región urbana inscrita en un sistema urbano global y bajo una lógica pluriestatal. En esta nueva lógica de urbanización, la autonomía de las ciudades capitales se diversifica y muta en relación a la presencia variada de los Estados (autonomía estatal) y de las empresas privadas globales (autonomía global); así como de su nueva presencia al interior de las ciudades (autonomía intraurbana). En otras palabras, se conforma una autonomía yuxtapuesta, proveniente de una lógica institucional multinivel, propia de un territorio multiescalar.
De allí que la base material de la ciudad se modifica, así como la condición de ciudadanía de la población, por la proximidad y distancia frente a los distintos poderes del Estado y de las empresas globales (plataformas). Con ello, y en esta relación, se redefinen sus derechos y deberes. Por eso la búsqueda del autogobierno se convierte en un elemento decisor del derecho DE la ciudad, el cual debe ocurrir en el marco del ecosistema en el que se inscribe.
Los gobiernos de las ciudades deben considerar la manera en que tratan a su entorno, partiendo de que debe ser considerado un sujeto de derechos. Si las temperaturas aumentan -cambio climático- mucho tiene que ver el modelo de desarrollo urbano que estamos impulsando, lo cual está provocando que los niveles del mar suban, que aparezcan nuevas enfermedades (zoonóticas), que la contaminación crezca, que ciertas especies estén en vías de extinción, entre muchos otros fenómenos, y que han puesto en cuestión la sostenibilidad y el equilibrio de los sistemas urbanos.
Esto ha dado lugar a que colectivos ciudadanos demanden nuevas formas de tratamiento a los ecosistemas urbanos, bajo una lógica sostenible, de tal manera que compagine el derecho A la ciudad, con el derecho DE la ciudad.
FC y PC
Fernando Carrión Mena es Arquitecto de la Universidad Central del Ecuador y Maestro en Desarrollo Urbano Regional en el Colegio de México. Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales sede Ecuador. Académico del Departamento de Estudios Políticos FLACSO-Ecuador. Ex Concejal del Distrito Metropolitano de Quito y Presidente de la Organización Latinoamericana y del Caribe de Centros Históricos, OLACCHI. Ha publicado numerosos libros, entre ellos en café de las ciudades: Luchas urbanas alrededor del fútbol, Fernando, Carrión Mena y María José Rodríguez (2014); El giro a la izquierda, Fernando Carrión Mena (2015); y Ciudades para cambiar la vida, Jordi Borja, Fernando Carrión y Marcelo Corti (2016).
Paulina Cepeda es académica e investigadora del Departamento de Estudios Políticos de FLACSO Ecuador.
De su autoría conjunta ver también las notas Ciudades de plataforma: ¿nuevo paradigma urbano? El viraje hacia la teleciudad, en nuestro número 189, y La Uberización de las ciudades. Ciudades de plataforma (II) en nuestro número 195. Ver también La ciudad del vecindario es doméstica, fragmento del libro Quito: la ciudad que se disuelve – COVID 19
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