N. de la R.: El texto de esta nota reproduce el capítulo noveno (Conclusión) de Campos, fábricas y talleres (P. Kropotkin. Bromley. Kent., 1898, traducido del inglés por Fermín Salvochea), Se reproduce en consideración de su reciente cita en Blanco Nocturno, de Ricardo Piglia (Anagrama, Barcelona, 2010), novela sobre la cual volveremos en un próximo número por sus aportes literarios a una visión del modelo territorial y productivo pampeano.
Los lectores que hayan tenido la paciencia de seguir los hechos en este libro, especialmente los que hayan fijado en ellos una detenida atención, se habrán probablemente convencido del inmenso poder que el hombre ha adquirido sobre las fuerzas productoras de la Naturaleza en el último medio siglo. Y comparando los adelantos indicados en esta obra con el estado actual de la producción, algunos, confío, se harán las preguntas siguientes, las cuales, en adelante, serán el objeto principal de una economía política científica. ¿Son verdaderamente económicos los medios que ahora se usan para satisfacer las necesidades humanas bajo el presente sistema de división permanente de funciones y producción mercantilizada? ¿Conducen realmente a economizar fuerzas humanas, o no son más que restos dispendiosos de un pasado que, sumergido en la oscuridad, la ignorancia y la opresión, nunca se hizo cargo del valor social y económico del ser humano?
En el dominio de la agricultura puede considerarse como probado que, si una pequeña parte del tiempo que ahora dedica al cultivo en cada país o región, se emplease en mejoras permanentes del suelo, bien meditadas y ejecutadas socialmente, la duración del trabajo que después se necesite para producir el pan anual para una familia compuesta, por término medio, de cinco individuos, sería menos de quince días al año, y el trabajo necesario para tal objeto sería beneficioso y agradable para toda persona sana del país.
Se ha probado que, siguiendo el sistema de la horticultura intensiva -en parte bajo vidrio- legumbres, verduras y frutas pueden producirse en tal cantidad, que todos las tendrían en gran abundancia tan sólo con dedicar a su cultivo las horas que cada uno le dedica voluntariamente a trabajar al aire libre, después de haber pasado la mayor parte del día en la fábrica, la mina o el estudio. Con tal que, por supuesto, esto no fuera la obra del individuo aislado, sino la acción combinada y metódica de los productos agrupados.
Se ha probado también -y los que deseen verlo por sí mismos pueden hacerlo fácilmente calculando el verdadero gasto de trabajo empleado últimamente en la edificación de casas para obreros, tanto por los particulares como por los municipios, que en una combinación acertada del trabajo, veinte o veinticuatro meses de labor individual bastarían para asegurar a perpetuidad a una familia de cinco personas un departamento o casa provista de todas las comodidades que la moderna higiene y el buen gusto pudiera desear.
Y se ha demostrado igualmente, por medio de experimentos actuales que, adaptando métodos de educación, preconizan desde hace largo tiempo y aplicados parcialmente en algunas partes, es muy fácil dar a niños de una mediana inteligencia, antes de que lleguen a la edad de catorce o quince años, un amplio y general conocimiento de la Naturaleza, así como de las sociedades humanas; familiarizar su entendimiento, tanto con buenos métodos, lo mismo de la investigación científica que de trabajo técnico, e inspirar sus corazones en un profundo sentimiento de solidaridad humana y de justicia. Y que es facilísimo el inculcar durante los cuatro o cinco años siguientes un razonado conocimiento científico de las leyes de la Naturaleza, así como razonada y práctico a la vez, del sistema técnico, para poder satisfacer las necesidades naturales del hombre. Lejos de ser inferior al joven «especializado», producto de nuestras universidades, el ser humano completo, educado en el uso de su cerebro y de sus brazos, lo aventaja, por el contrario, bajo todos conceptos, especialmente como iniciador e inventador, lo mismo en la ciencia que en el arte.
Todo esto se ha probado; es la adquisición del tiempo en que vivimos; adquisición hecha a pesar de los innumerables obstáculos arrojados siempre en el camino de todo pensamiento elevado. Es la obra de los oscuros cultivadores del terruño, de cuyas manos, Estados ambiciosos, propietarios territoriales e intermediarios, arrebatan el producto de su trabajo, aun antes de que esté en sazón; y es la obra también de obreros intelectuales que, muy a menudo, caen aplastados bajo el peso de la Iglesia, del Estado, de la competencia comercial, de la inercia del entendimiento y de las preocupación de todas clases.
Y hoy, en presencia de todas estas conquistas, ¿Cuál es el verdadero estado de cosas?
Estas cifras pueden encontrarse, por ejemplo en la relación contenida en «La novena Memoria anual del comisario del trabajo de los estados Unidos para el año 1893: Asociación de Edificaciones y Empréstitos». Las nuevas décimas partes del total de la población de países exportadores de grano, como Rusia, la mitad de la misma en otros, como Francia, que se alimenta de su suelo, labran la tierra, en gran mayoría, casi como lo hacían los esclavos de la antigüedad; sólo para obtener una cosecha mezquina de un terreno, porque los impuestos, la renta y la usura los tienen siempre al borde de la miseria negra.
Al fin de este siglo, pueblos enteros aran con el mismo arado que sus antecesores mediovales, viven en la misma incertidumbre respecto al mañana, negándoseles igualmente con empeño la educación también; y si quieren reclamar su derecho a la vida, tienen que marchar con sus mujeres y sus pequeñuelos contra las bayonetas de sus propios hijos, como hicieron sus abuelos ciento y trescientos años ha.
En países desarrollados industrialmente, un par de meses de trabajo, o aun mucho menos de eso, sería suficiente para producir a una familia una buena y variada alimentación vegetal y animal. Y, sin embargo, las investigaciones de Ángel (en Berlín) y sus partidarios, muestran que la familia del trabajador tiene que gastar la mitad, por lo menos de su salario anual; esto es, dar seis meses de trabajo, y conferencia más, para proporcionarse el alimento. ¡Y de qué clase! ¿Acaso no es el pan, y algunas grasa, el principal alimento de más de la mitad de los niños ingleses?
Un mes de trabajo anual bastaría para proveer al obrero de una morada saludable, y no obstante tiene que gastar de 25 a 40 % de su salario anual; esto es, de tres a cinco meses del tiempo que trabaja al año, para tener una habitación que, en la mayoría de los casos, es insalubre y demasiado reducida; la cual nunca llegará a ser suya, a pesar de que a la edad de cuarenta y cinco o cincuenta años tienen la seguridad de que será despedido de la fábrica, porque para entonces el trabajo que él hacía lo ejecutará una máquina y un niño.
Todos sabemos que el joven debería, por lo menos, estar familiarizado con las fuerzas de la naturaleza que algún día tendrá que utilizar; que necesitaría estar preparado a ver sin prevención el constante progreso de la ciencia y el arte; que le convendría estudiar ciencias y aprender un oficio. Todo el mundo estará conforme por lo menos en esto, pero en la práctica, ¿qué es lo que se hace? Desde la edad de diez años, y aun de nueve, mandamos al niño a empujar una vagoneta en una mina, o atar con la agilidad de un monito los dos extremos del hilo roto en la hilandera. Desde la edad de trece, obligamos a la muchacha, que todavía no es más que una criatura, a trabajar como una «mujer» en el telar de mano, o a consumirse en el ambiente envenenado y caliginoso de una fábrica de algodón, o a perder la salud en las mortíferas salas de una alfarería del condado de Stafford. En cuanto a los que han tenido la relativa buena suerte de recibir alguna más educación, fatigamos su inteligencia con un trabajo excesivo, les privamos concientemente de toda educación, les privamos concientemente de toda posibilidad de hacerse productores, y bajo un sistema de educación cuyo objetivo es la «utilidad», y los medios la «especialización», hacemos trabajar hasta el aniquilamiento a los pobres maestros que toman a pecho su labor.
¡Qué torrentes de inútiles sufrimientos derraman sobre el mundo esos pueblos que se llaman civilizados! Cuando volvemos la vista a los siglos pasados y vemos en ellos los mismo sufrimientos, podemos disculparlos, suponiendo que entonces, tal vez eran inevitables a causa de la ignorancia que en aquella época prevalecía: pero hoy el genio del hombre, estimulado por nuestro moderno renacimiento, ha indicado ya el nuevo camino que hay que seguir.
Durante miles y miles de años, la producción del alimento era una carga, casi un castigo para la humanidad. Pero ya eso no es necesario. Si ustedes mismos hacen el suelo, y en parte la temperatura y la humanidad que cada cosecha requiere, verán que la producción del alimento anual de una familia, en condiciones racionales de cultivo, necesitan tan poco trabajo, que casi puede hacerse como un mero cambio de ejercicio. Si los ocupan en labrar con ayuda de nuestros vecinos, en vez de levantar altas tapias para ocultarlos a su vista; si utilizaran lo que ya nos ha enseñado la experiencia y llaman a nuestra ayuda a los inventos de la ciencia y el arte, que jamás dejan de responder el llamamiento (mirad, si no, lo que se ha hecho en el ramo de la guerra), os permitirá extraer del suelo un alimento rico y variado. Admiraran la cantidad de conocimientos útiles que los hijos adquirirán al lado de sus padres, el rápido crecimiento de su inteligencia y la facilidad con que se harán cargo de las leyes de la Naturaleza animada e inanimada.
Tengan las fábricas y los talleres cerca de las huertas y tierras de labor, y trabajen unas y otras alternativamente. No me refiero a esos vastos establecimientos donde se funden los metales en grande escala y que deben situarse en lugares determinados, sino a la innumerable variedad de talleres y fábricas que son necesarios para satisfacer la infinita diversidad de gustos de los pueblos civilizados. No a esas fábricas en las que los niños pierden hasta su apariencia de seres humanos en la atmósfera de un infierno industrial, sino a aquellas ventiladas, higiénicas, y, por consecuencia, económicas, en las cuales la vida humana se tiene en más valor que las máquinas o el deseo de aumentar las utilidades, y cuyos modelos, aunque limitados, se van ya encontrando en varias partes: fábricas y talleres, hacia los que los hombres, las mujeres y los niños no se verán arrastrados por el hambre, sino atraídos por el deseo de encontrar una ocupación en armonía por el deseo de encontrar una ocupación en armonía con inclinaciones, y en donde, ayudados por el motor y la máquina, elegirán el ramo de actividad que más les satisfaga.
Que estas fábricas y talleres se construyen, no para hacer negocio vendiendo cosas inútiles y nocivas a los esclavizados africanos, sino para satisfacer alas necesidades desatinadas de millones de europeos; y entonces los maravillará el ver con que facilidad y en qué poco tiempo pueden cubrirse nuestras exigencia de vestidos y de miles de artículos de lujo, desde el momento en que la producción se encamine a satisfacer verdaderas necesidades y no a engordar a los accionistas con crecidos dividendos, o a derramar el oro en el bolsillo de los iniciadores o directores en grande. Pronto se sentirán interesados en ese trabajo, y tendrán ocasión de admirar en nuestros hijos su vivo deseo de conocer la Naturaleza y sus fuerzas, sus insistentes preguntas respecto al poder de la maquinaria, y la rapidez con que se desarrolla en ellos su genio inventivo.
Tal es el porvenir, ya posible, ya realizable; tal es el presente, ya condenado y próximo a desaparecer. Y lo que nos impide volverle la espalda a este presente y marchar hacia el porvenir, o al menos dar los primeros pasos hacia él, no es la «deficiencia científica», sino, lo primero, nuestra estúpida ambición -la del hombre que mató la gallina que ponía huevos de oro;- después, nuestra inercia mental, esa cobardía del entendimiento tan cuidadosamente amamantada en tiempos pasados.
Durante siglos, la ciencia y los llamados conocimientos de la vida práctica le han dicho al hombre: «Conviene seas rico para poder satisfacer tus necesidades materiales; pero el único medio de alcanzarlo es el de educar de tal modo tu inteligencia y tus aptitudes, que permitan obligarlo a otros hombres esclavos, siervos o asalariados, a producir esa riqueza para ti». No hay más remedio que elegir: o te conformas con formar parte de los campesinos o de los artesanos, que por muchos que los economistas y moralistas les prometan para el otro mundo están ahora condenados periódicamente a morirse de hambre después de cada mala cosecha o durante sus enfermedades, y a ser ametrallados por sus propios hijos en el momento que pierdan la paciencia, o tienes que desenvolver tus facultades de manera que llegues a ser un jefe militar, o una de esas personas que se convierten en rueda de la máquina gubernamental del Estado, o que especulan con sus semejantes en el comercio o en la industria.
Durante muchos siglos no ha habido otra alternativa, y los hombres han seguido ese consejo, sin encontrar en él la felicidad ni para ellos ni para sus hijos, o para aquellos a quienes han pretendido preservar de mayores infortunios. Pero la civilización moderna tiene otra cosa que ofrecer a los hombres pensadores. Les dice que para ser ricos no necesitan quitarles el pan de la boca a los demás, sino que lo más racional sería establecer una sociedad en la que los hombres, con el trabajo de sus brazos y de su inteligencia, y ayudados por las máquinas ya inventadas y por inventar creasen ellos mismos toda la riqueza imaginable. No serían las ciencias y las artes las que se quedasen retrasadas si la producción se dirigiese por tal vía. Guiadas por la observación, el análisis y la experiencia, responderían a todas las exigencias posibles. Reducirían el tiempo que se necesitase para producir de toda hasta donde se quisiere, a fin de dejar a cada uno, varón o hembra, todo el tiempo libre que pudiera desear. No estaría en sus manos, seguramente, garantizar la felicidad, porque ésta depende tanto, o tal vez más del individuo mismo que del medio en que vive. Pero, al menos, garantizarán la que puede encontrarse en el completo y variado ejercicio de las distintas facultades del ser humano, en un trabajo que no necesitaría ser exagerado, y en la conciencia de que cada uno no procuraría basar su propia felicidad sobre la miseria de sus semejantes. Estos son los horizontes que estas investigaciones abren ante las inteligencias desprovistas de toda preocupación.
PK
Piotr Alexeiévich Kropotkin (1842-1921) fue geógrafo, naturalista, sociólogo y teórico del anarquismo. Nació en Moscú en una familia aristocrática y fue dedicado a la carrera militar y destinado a Siberia donde contribuyó a la exploración del territorio y su fauna, analizó la sociedad campesina y las condiciones de la vida carcelaria y adoptó las ideas anarquistas. Viajó por Europa y Asia, vivió exiliado en Inglaterra y Francia y regresó a Rusia al estallar la Revolución, adoptando posturas críticas al programa bolchevique.
Fuente del texto: Kolectivo Conciencia Libertaria.
Sobre Blanco Nocturno y Ricardo Piglia, ver la nota del pasado 9 de septiembre en El Mundo.
Otras visiones históricas de modelos urbanos y territoriales:
Número 69 I Cultura y Política de las ciudades
Teoría general de la ciudad perfecta I Fragmentos de la Política aristotélica I Aristóteles
Número 80 | Política de las ciudades (I)
La formación de la ciudad en La República | “La construirán, por lo visto, nuestras necesidades” | Platón