Ciudades que crecen sin fin: esa es la distopía urbana del siglo veintiuno. Una crisis social y ambiental se presenta como un horizonte posible frente a las tendencias de acelerada urbanización mundial, con sus patrones insostenibles de expansión urbana, consumo de energía y recursos naturales y crecimiento de la población viviendo en la informalidad. Ya no ciudades invivibles –como en las prefiguraciones tempranas de la ciudad industrial– sino un mundo completamente colapsado por la población urbana.
En Metrópolis, esa imagen de ciudad que proponía Fritz Lang en 1927, se sintetizan las proyecciones que dominaron muchos de los discursos sobre la evolución de la sociedad industrial occidental en el siglo veinte; visiones de futuro que adelantaban un escenario trágico de espacios hacinados, polución extrema y colapso de los servicios urbanos, en sociedades alienadas por la lógica de producción fabril y controladas por dispositivos centralizados de poder. Esas proyecciones organizaron en gran medida las políticas territoriales a lo largo de las décadas siguientes y constituyeron el sentido de la planificación urbana como un vector de orden del crecimiento de las ciudades y de la organización social frente a las dinámicas migratorias desde las zonas rurales hacia los grandes centros urbanos. Un campo disciplinar que se mantuvo relativamente sólido hasta los setenta, cuando los cambios en la economía política global repercutieron en los modelos de gestión del territorio y la planificación estratégica se extendió como un paradigma de eficiencia empresarial para administrar los recursos urbanos y consolidar las ciudades como núcleos de inversión de capitales privados.
En 2005, un proyecto liderado por la fundación Alfred Herrhausen Gesellschaft del Deutsche Bank y el programa de ciudades de la Escuela de Estudios Económicos de Londres emergió en torno a una idea simple pero potente: el movimiento de la población hacia las ciudades es imparable e incontrolable. Cuando –según las mediciones del Banco Mundial– en 2007 la cantidad de habitantes en aglomerados urbanos superó, por primera vez, a la rural, el proyecto Urban Age transformó radicalmente los estudios urbanos a partir de esa relectura de los procesos poblacionales en el territorio. Ese punto de la curva donde se invirtió una proporción demográfica binaria fue transformado en un destino ineluctable de urbanización mundial que, desde el discurso de las organizaciones multilaterales, se ha permeado a través de la academia hacia la gestión territorial. Estructurada a lo largo de varios años de análisis de megaciudades como Londres, Shanghai o México, la iniciativa puso en primer plano un doble rol de las ciudades como fuente y, a la vez, solución de los principales problemas globales, ofreciendo diagnósticos y propuestas a través de un modelo tríadico de desarrollo económico, (des)igualdad social e (in)sustentabilidad ambiental. El rol de las ciudades es hoy una frase inevitable para explicar cómo el desarrollo urbano es una llave para resolver problemas de complejidad sistémica -como aumentar el crecimiento económico, reducir la pobreza o mitigar los impactos del cambio climático.
Esta visión, lejos de ser un puro ejercicio conceptual, tuvo impactos disciplinares profundos al cuestionar la capacidad de incidir sobre un proceso masivo y exponencial. La tesis de la era urbana comenzó a enmarcar estudios académicos, encuentros internacionales y planes de gobierno en todo el planeta y se transformó en el postulado dominante para pensar el futuro de las ciudades –que, desde esta perspectiva, es lo mismo que decir el futuro del mundo. Incluso, en el marco de los cambios que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación han introducido en las ciudades en las últimas décadas, algunos autores hablan de cuarta revolución urbana. Cabe preguntarnos si estamos en condiciones de responder con certeza la pregunta que Edward Soja creía demasiado incipiente en el año 2000: ¿las últimas décadas de desarrollo urbano significaron un cambio revolucionario sobre lo que son las ciudades o fueron apenas un giro menor en su larga historia? ¿Cómo pensar esta trayectoria en términos de continuidades y rupturas de lo que conocemos como ciudad neoliberal, el modelo dominante de organización espacial desde hace más de medio siglo? En el contexto de esta discusión que interpela profundamente a los estudios urbanos, la tesis de la era urbana es relevante, ante todo, por los escenarios que plantea en relación a la profundización de la desigualdad territorial en el proceso de urbanización planetaria.
En el marco del capitalismo financierizado, este discurso profundiza los impactos de la mercantilización de las ciudades. El desarrollo urbano –la producción de vivienda, la inversión en infraestructura, la promoción de estrategias ambientales, la provisión de servicios básicos– no sólo se organiza desde la lógica de reproducción de capitales de inversión sino que ese mismo desarrollo queda sujeto a procesos de especulación financiera. Esa profundización se despliega con exaltaciones tanto como con omisiones. En la conceptualización de la era urbana algunas cuestiones como, por ejemplo, cómo dar solución al masivo crecimiento en áreas informales que se dará sobre todo por la explosión demográfica en África, están planteadas como lineamientos centrales para las políticas urbanas nacionales. Sin embargo otras, como las dinámicas de exclusión en el acceso al suelo y la vivienda que derivan de la exacerbación del rol del desarrollo inmobiliario –entendido como la capacidad de las ciudades de producir riqueza– están notablemente ausentes. Pero, además, al privilegiar una hipótesis de desplazamiento individual descoordinado hacia las áreas urbanas, la tesis de la era urbana invisibiliza que el crecimiento de megaciudades está motorizado por procesos de toma de decisión pública y que, por lo tanto, no es un destino incontrolable en tanto emerge de resoluciones políticas.
Frente a un contexto y, sobre todo, a la perspectiva de un devenir dominados por lógicas que producen y reproducen desigualdades territoriales, una pregunta central para explorar es qué significa construir ciudades justas en el contexto de la urbanización planetaria.
Transitar esta pregunta implica, por un lado, revisar cómo se estructura la tesis de la era urbana y qué formas adquiere como discurso dominante en la producción de territorio. ¿Qué supuestos subyacen en esta conceptualización? ¿Qué prácticas e imaginarios promueve? Por el otro, demanda visibilizar discursos que coexisten en sus bordes, proponiendo miradas alternativas, más o menos legitimadas. Se trata de explorar la tensión hegemonía-contrahegemonía que, como recupera Nancy Fraser a partir de Gramsci, organiza bloques: coaliciones de fuerzas sociales dispares que, en un caso, instalan una cosmovisión naturalizando un cierto sentido común que consolida su liderazgo y, en el otro, disputan esa construcción de sentidos reivindicando formas alternativas y diversas.
El análisis de estas construcciones implica dos dimensiones constitutivas de lo urbano y cuyas concepciones son determinantes en la producción y reproducción de desigualdades territoriales: ciudad y ciudadanía. ¿Qué es la ciudad? ¿Para quiénes? Este interrogante es, en última instancia, el disparador para pensar cuáles son hoy las narrativas hegemónicas y disidentes que organizan el proceso de urbanización. La hegemónicas, porque son determinantes en la producción y reproducción de desigualdades espaciales; las disidentes, porque abren ventanas de posibilidad para la transformación.
GGR
La autora es urbanista. Coordinadora del área urbana del Centro de Estudios Metropolitanos (UMET-UNAJ-UNAHUR) e investigadora principal del Centro de estudios del hábitat y la vivienda (UBA).
De su autoría, ver también la nota Ciudad Maravillosa, Ciudad Olímpica, Ciudad Negocio. Megaeventos, transformación urbana y capital inmobiliario, en nuestro número 129.