Las interpretaciones políticas, sociales y culturales del fútbol (y mucho peor, los intentos de apropiación) suelen ser mala política, pobre ciencia social, discutible cultura y, lo peor de todo, ignorancia supina sobre el fútbol. Se salvan de esto muy pocos, en general genios como Camus o Fontanarrosa.
De ahí esta aclaración previa: las palabras que siguen se aplican a las ciudades, a una en particular, pero no pretenden invadir el campo –la cancha– del fútbol, que como bien se ha dicho, no es un tema de vida o muerte sino algo más importante.
Hay coincidencia en que la final del Mundial 2022 fue la más emocionante, la más épica y en definitiva la mejor en la historia. El festejo del domingo 18 de diciembre a la tarde en Argentina se desarrolló según los patrones convencionales del espacio público en nuestras ciudades. Un código no escrito pero asimilado por la población dice que esas cosas se festejan en el Obelisco de Buenos Aires (la Plaza de Mayo es para reclamos o apoyos políticos, ya desde 1810), en la ex Plaza Vélez Sarsfield de Córdoba, en el Teatro Municipal de Bahía Blanca, etc. El domingo se exacerbaron las cantidades de gente y el festejo se extendió a cada subcentro barrial o metropolitano, pero en esencia se mantuvo el código.
Pero el festejo del martes, tras la llegada de la Selección campeona y sus héroes, aportó algo nuevo, que pareciera confirmar esa ley materialista dialéctica de la transformación de la cantidad en calidad. Cuatro o cinco millones de personas, el 25 % de la población de una megaciudad como el AMBA, salieron a las calles, avenidas y autopistas que unen el predio de la Selección en Ezeiza (simbólicamente cerca del mayor aeropuerto argentino) con el Obelisco porteño e improvisaron una miríada de performances que incluyeron exhibiciones acrobáticas, relecturas, parkour, intervenciones, coreografías y hasta una inesperada deriva de ligero símil situacionista cuando el vehículo que transportaba a los campeones debió interrumpir su marcha.
Pero el festejo del martes, tras la llegada de la Selección campeona y sus héroes, aportó algo nuevo, que pareciera confirmar esa ley materialista dialéctica de la transformación de la cantidad en calidad.
No hay mucha conclusión que sacar de esto, salvo la circunstancia única e irrepetible (o en el mejor de los casos, repetible dentro de 4 años, y/u 8, y/o 12…) de un trastrocamiento de todos los parámetros que definen el espacio público de Buenos Aires y la incorporación efectiva del conurbano bonaerense a la mecánica simbólica de la celebración urbana (medio siglo después de los dos regresos de Perón que incorporaron Ezeiza y la autopista Ricchieri al circuito simbólico argentino).
Y por supuesto, una nueva confirmación de que las ciudades son irremplazables para albergar, procesar, representar y condensar el hecho social de estar juntos. El arte de la ciudad es vivir juntos, “con ese fin fue fundada, construida, organizada” sostenía Jean-Luc Nancy, que murió hace un año y se perdió la Messiada.
El arte de la ciudad es vivir juntos, “con ese fin fue fundada, construida, organizada” sostenía Jean-Luc Nancy, que murió hace un año y se perdió la Messiada.
MC
Sobre el tema, ver también “Y no tienen un ágora donde cambiar pareceres”. Ulises en tierra de los Cíclopes, en nuestro número 184, y El acoso a la fiesta, en nuestro número 18.