Los poemas elegidos para esta nota fueron tomados en su mayor parte de la selección realizada por Anamari Gomís para materialdelectura.unam.mx (recomendamos especialmente su nota introductoria sobre el autor).
De 20 poemas para ser leídos en el tranvía:
Biarritz
El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los “croupiers” ofician, los ojos bizcos de tanto ver pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar.
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de “foxtrot”.
Biarritz, octubre, 1920
Río de Janeiro
La ciudad imita en cartón, una ciudad de pórfido.
Caravanas de montañas acampan en los alrededores.
El “Pan de Azúcar” basta para almibarar toda la bahía…
El “Pan de Azúcar” y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar una sombrilla de papel.
Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando están arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero en la azotea.
El sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan hasta para abrocharse la bragueta.
¡Siete veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!
Hay viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se tragan los chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de las manos hechas de coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.
Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez minutos.
Río de Janeiro, noviembre, 1920.
Nocturno
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! —grillo afónico que nos mete en el oído—. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! —único grillo que le conviene a la ciudad—.
Buenos Aires, noviembre, 1921
Otro nocturno
La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de “apache”, que fuman un cigarrillo en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar! ¡Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.
París, julio, 1921
De Calcomanías:
Calle de las sierpes
A D. Ramón Gómez de la Sema
Una corriente de brazos y de espaldas
nos encauza
y nos hace desembocar
bajo los abanicos,
las pipas,
los anteojos enormes
colgados en medio de la calle;
únicos testimonios de una raza
desaparecida de gigantes.
Sentados al borde de las sillas,
cual si fueran a dar un brinco
y ponerse a bailar,
los parroquianos de los cafés
aplauden la actividad del camarero,
mientras los limpiabotas les lustran los zapatos
hasta que pueda leerse
el anuncio de la corrida del domingo.
Con sus caras de mascarón de proa,
el habano hace las veces de bauprés,
los hacendados penetran
en los despachos de bebidas,
a muletear los argumentos
como si entraran a matar;
y acodados en los mostradores,
que simulan barreras,
brindan a la concurrencia
el miura disecado
que asoma la cabeza en la pared.
Ceñidos en sus capas, como toreros,
los curas entran en las peluquerías
a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez,
y cuando salen a la calle
ya tienen una barba de tres días.
En los invernáculos
edificados por los círculos,
la pereza se da como en ninguna parte
y los socios la ingieren
con churros o con horchata,
para encallar en los sillones
sus abulias y sus laxitudes de fantoches.
Cada doscientos cuarenta y siete hombres,
trescientos doce curas
y doscientos noventa y tres soldados,
pasa una mujer.
Sevilla, abril, 1923
Siesta
Un zumbido de moscas anestesia la aldea.
El sol unta con fósforo el frente de las casas,
y en el cauce reseco de las calles que sueñan
deambula un blanco espectro vestido de caballo.
Penden de los balcones racimos de glicinas
que agravan el aliento sepulcral de los patios
al insinuar la duda de que acaso estén muertos
los hombres y los niños que duermen en el suelo.
La bondad soñolienta que trasudan las cosas
se expresa en las pupilas de un burro que trabaja
y en las ubres de madre de las cabras que pasan
con un son de cencerros que, al diluirse en la tarde,
no se sabe si aún suena o ya es sólo un recuerdo…
¡Es tan real el paisaje que parece fingido!
Andalucía, 1923
Tánger
A D. Alfonso Maseras
La hélice deja de latir;
así las casas no se vuelan,
como una bandada de gaviotas.
Erizadas de manos y de brazos
que emergen de unas mangas enormes,
las barcas de los nativos nos abordan
para que, en alaridos de gorila,
ellos irrumpan en cubierta
y emprendan con fardos y valijas
un partido de “rugby”.
Sobre el muelle de desembarco,
que, desde lejos,
es un parral rebosante de uvas negras,
los hombres, al hablar,
hacen los mismos gestos
que si tocaran un “jazz-band”,
y cuando quedan en silencio
provocan la tentación
de echarles una moneda en la tetilla
y hundirles de una trompada el esternón.
Calles que suben,
titubean,
se adelgazan
para poder pasar,
se agachan bajo las casas,
se detienen a tomar sol,
se dan de narices
contra los clavos de las puertas
que les cierran el paso.
¡Calles que muerden los pies
a cuantos no los tienen achatados
por las travesías del desierto!
A caballo en los lomos de sus mamás,
los chicos les taconean la verija
para que no se dejen alcanzar
por los burros que pasan
con las ancas ensangrentadas
de palos y de erres.
Cada ochocientos metros
de mal olor
nos hace “flotar”
de un “upper-cut”.
Fantasmas en zapatillas,
que nos miran con sus ojos desnudos,
las mujeres
entran en zaguanes tan frescos y azulados
que los hubiera firmado Fray Angélico,
se detienen ante las tiendas,
donde los mercaderes,
como en un relicario,
ensayan posturas budescas
entre las nubes tormentosas
de sus pipas de “kiff”.
Con dos ombligos en los ojos
y una telaraña en los sobacos,
los pordioseros petrifican
una mueca de momia;
ululan lamentaciones
con sus labios de perro,
o una quejumbre de “cante hondo”;
inciensan de tragedia las calles
al reproducir sobre los muros
votivas actitudes de estela.
En el pequeño zoco,
las diligencias automóviles,
¡guardabarros con olor a desierto!,
ábrense paso entre una multitud
que negocia en todas las lenguas de Babel,
arroja y abaraja los vocablos
como si fueran clavas,
se los arranca de la boca
como si se extrajera los molares.
Impermeables a cuanto las rodea,
las inglesas pasean en los burros,
sin tan siquiera emocionarse
ante el gesto con que los vendedores
abren sus dos alas de alfombras:
gesto de mariposa enferma
que no puede volar.
Chaquets de cucaracha,
sonrisas bíblicas,
dedos de ave de rapiña,
los judíos realizan la paradoja de vender
el dinero con que los otros compran;
y cargados de leña y de jorobas
los dromedarios arriban
con una escupida de desprecio
hacia esa humanidad que gesticula
hasta con las orejas,
vende hasta las uñas de los pies.
¡Barrio de panaderos
que estudian para diablo!
¡Barrio de zapateros
que al rematar cada puntada
levantan los brazos
en un simulacro de naufragio!
¡Barrio de peluqueros
que mondan las cabezas como papas
y extraen a cada cliente
un vasito de “sherry-brandy” del cogote.
Desde lo alto de los alminares
los almuédanos,
al ver caer el Sol,
instan a lavarse los pies
a los fieles, que acuden
con las cabezas vendadas
cual si los hubieran trepanado.
Y de noche,
cuando la vida de la ciudad
trepa las escaleras de gallinero
de los café-conciertos,
el ritmo entrecortado
de las flautas y del tambor
hieratiza las posturas egipcias
con que los hombres recuéstanse en los muros,
donde penden alfanjes de zarzuela
y el Kaiser abraza en las litografías al Sultán…
En tanto que, al resplandor lunar,
las palmeras que emergen de los techos
semejan arañas fabulosas
colgadas del cielo raso de la noche.
Tánger, mayo, 1923
De En la masmédula:
Aridandantemente
Sigo
solo
me sigo
y en otro absorto otro beodo lodo baldío
por neuroyertos rumbos horas opio desfondes
me persigo
junto a tan tantas otras bellas concas corolas erolocas entre fugaces muertes sin memoria
y a tantos otros otros grasos ceros costrudos que me
opan
mientras sigo y me sigo
y me recontrasigo
de un extremo a otro estero
aridandantemente
sin estar ya conmigo ni ser un otro otro
Noche Tótem
Son los trasfondos otros de la in extremis médium
que es la noche al entreabrir los huesos
las mitoformas otras
aliardidas presencias semimorfas
sotopausas sosoplos
de la enllagada libido posesa
que es la noche sin vendas
son las grislumbres otras tras esmeriles párpados
videntes
los atónitos yesos de lo inmóvil ante el refluido herido
interrogante
que es la noche ya lívida
son las cribadas voces
las suburbanas sangres de la ausencia de remansos
omóplatos
las agrinsomnes dragas hambrientas del ahora con su
limo de nada
los idos pasos otros de la incorpórea ubicua también
otra escarbando lo incierto
que puede ser la muerte con su demente célibe muleta
y es la noche
y deserta
OG
Oliverio Girondo (Buenos Aires, 1891-1967) fue poeta. Tuvo contactos directos con la vanguardia europea y en Argentina frecuentó las revistas Proa y Martín Fierro. Digamos que integraba el “grupo de Florida”. Publicó Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Persuasión de los días (1942), Campo nuestro (1946) y En la masmédula (1953). Nos gusta la tesis que reproduce Anamari Gomís en Material de lectura: el nombre de Oliveira en la Rayuela de Cortazar es un homenaje a Oliverio (al margen de eso, también creemos que la Maga es un homenaje velado a Alejandra Pizarnik). Fue esposo y compañero intelectual de Norah Lange.
Ver también Norah Lange, la mirada transversal. O como reunir una biblioteca, por Carola Inés Posic en nuestro número 111/2.