En el corazón de la ciudad de México se encuentra uno de sus barrios más populares y peligrosos. Por su mercado circula gran parte de la mercancía ilegal de la ciudad; sin embargo, en sus calles, el paseante encontrará esa “verdadera fiesta de los sentidos” que caracteriza a la ciudad más grande del mundo.
Hay una advertencia que no deja de dar vueltas en mi cabeza y que como un boomerang me insta a colgarme de un pesero y lanzarme nuevamente a la aventura: “No vayas a Tepito”, como si el paseante no deseara, por un momento, salirse del mapa hotelero y clavarse en las mismísimas entrañas de la cultura citadina. Avanzo velozmente y en zigzag mientras cuelgo la mirada perdida en la paradojal arquitectura. El chofer toca el claxon frente a la multitud que se agolpa a un lado de los elotes y las patitas de pollo y la maquina ruge las primeras notas desafinadas de Ennio Morricone en Godfather,mientras un hermoso Brando acariciaba el gato.
Ubicados antiguamente en las afueras de Tenochtitlán y con la fuerte prohibición por parte de los aztecas de comerciar en Tlatelolco, los pobladores de esta zona optaron por crear su propio circuito comercial, que sería frecuentado asiduamente por contrabandistas y ladrones. Este mercado es el que mas resistió los embistes de la “prolija” modernidad. En la actualidad y a lo largo de toda la Colonia Morelos se pueden contemplar los antiguos mesones, hoy devenidos grandes vecindades.
Hundido en el gentío y el intercambio, me pierdo en los interminables pasillos de pantallas planas y chicharrón, de paraguas a lunares y tacos de cecina. De repente, en medio del bullicio un hombre grita “carnal” a otro, cruzando raudamente la marcha carnavalesca; una monja se hinca ante un disco de Juan Gabriel, mientras, al unísono, Supertramp y Nicola Di Bari arman el fondo musical a un muñeco del Santo, a un Chubaca y a un Plesiosauro.
Subo hacia el norte por la calle Aztecas rumbo a Fray Bartolomé de las Casas, lugar donde antiguamente se erigía un templo pequeño que los indígenas llamaban Teocultepitón y del cual derivó el nombre del barrio. A medida que nos adentramos se percibe la densidad de los productos y de las miradas: la zona convive con la constante paradoja de ser considerada una de las más inseguras y donde todos consiguen de todo y a buen precio. A mi izquierda cruzo el Callejón Tenochtitlán. Las casas de antigüedades se confunden con las particulares, con los depósitos y pasillos, con la calle que desaparece como tal y los carritos llevando y trayendo mercadería. La gigantesca industria de la copia, en los anaqueles y en las mesas, denota lo absurdo que generalmente tiene eso de la moda. Un muchacho hace sonar su viejo acordeón al lado de un Louis Vuitton. Copia de copia, las famosas y muchas veces inaccesibles marcas tienen su refrito a unos pocos pesos. Sucede que el paseante, sin ir a buscar algo en particular, tomará conciencia en unos pocos metros de cuantos productos carece; Tepito pone de cabeza aquel tópico de Baudrillard de que el deseo funciona triangulado: miles y miles confluyen diariamente, se agolpan frente a las tiendas, demandan mejor precio…
Vago hacia el norte de nuestra apasionada Babilonia. En estas latitudes, mi querido lector, el mundo realmente es un gran mercado. La plaza Fray Bartolomé de las Casas, los zapatos y tenis apilados, el cielo que se filtra entre las lonas. Muchos de los productos robados siguen encontrando su destino aquí; por ello, el habitante del barrio ha sufrido durante años una desafortunada estigmatización que, finalmente, termina replegándolo al ghetto. Al caer la tarde, el proceso de desmantelamiento resulta de una destreza encomiable y a medida que la mercadería vuelve a sus cajas, aparecen las casas de la colonia y la vida doméstica. La gente se ha ido y los hijos de los comerciantes juegan sin restricciones. Una señora lava su comal. La basura del día se junta en la esquina. Lentamente se comenta la suerte de cada uno. Los productos se guardan en depósitos o en las mismas vecindades. Un hombre patea un balón en la calle vacía…Aquí todo parece estar hecho de excesos y exageraciones y, como todos los grandes mercados del mundo, es monstruoso por donde se lo vea. Quizás sea ese descontrol, ese constante desliz a lo improbable lo que lo hace singular. Camino hacía la estación del metro exhausto por el día logrado y recuerdo a Bruno Schulz y a sus tiendas color canela, mientras suena a lo lejos el silbato de los camotes.
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El autor nació en Buenos Aires en 1973. Es viajero, actor, escritor. Desde 2003 vive en la Ciudad de México DF y escribe para diversas publicaciones. En 2005 crea La Compañía del Tango Nómada. Contactos: [email protected]
Sobre el DF ver también la nota Espectros de la ciudad de México, de Juan Villoro, en el número 36 de café de las ciudades, y la crónica de la película En el hoyo, en este mismo número.
Breve glosario de expresiones locales mexicanas:Camotes: batatas. Es habitual que circulen vendedores ambulantes de camotes asados, que llevan un carrito con un silbato de sonido muy particular, similar al de la locomotora de un tren).
Carnal: hermano.
Chubaca: personaje peludo, copiloto de Han Solo en La Guerra de las Galaxias.
Colonia: barrio.
Comal: maravilloso utensilio, similar a una plancha de cocina, donde se asa la comida. Se utiliza mucho en la cocina callejera, donde habitualmente las señoras asan las tortillas y asan carne y otros ingredientes para tacos, quesadillas, sopes, etc.
Elotes: choclos. Comida callejera popular, generalmente asada o hervida, con chile y limón.
Pesero: ómnibus de transporte público. Colectivo.
Tacos de cecina: comida popular consistente en tortillas, generalmente de maíz, rellenas con carne.
Tenis: zapatillas.
Tenochtitlán: gran ciudad de los Mexicas, sobre la que los conquistadores fundaron la Ciudad de México.
Tlatelolco: antigua ciudad prehispánica, hoy barrio popular de la Ciudad de México, que sufrió mucho el terrible terremoto de 1985 y fue escenario de la masacre de estudiantes en el año 1968.
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