En itálica, justificado el renglón a la derecha, antes del tramposo inicio “A mí tan luego hablarme del finado Francisco Real”, el Hombre de la esquina rosada de Jorge Luis Borges presenta la escueta dedicatoria “A Enrique Amorim”. No se agotan ahí los méritos literarios de este uruguayo del Salto. Su primo lejano y casi ciego –con el que habrán discurrido sobre la carga de Masoller y otras épicas del norte oriental– lo describió como gran tipo aunque no muy buen escritor, pero el comienzo de La carreta desmiente la afirmación borgeana:
Matacabayo había encarado los principales actos de su vida como quien enciende un cigarrillo cara al viento: la primera vez, sin grandes precauciones; la segunda, con cierto cuidado y la tercera –el fósforo no debía apagarse–, de espaldas al viento y protegido por ambas manos.
Llegaba la tercera oportunidad.
La casa Chalet Las Nubes, que construyó en su Salto natal en 1932, una suerte de Ville Saboye con patio interno que hasta generó alguna duda sobre alguna posible mano escondida de Le Corbusier en la gestación del proyecto.
Vivió entre los años de 1900 y 1960 (así, con prolija decimalidad) y esa vida fue, cuanto menos, interesante, incluyendo cofradías literarias de uno y otro lado del Atlántico (Quiroga, el ya citado Borges, García Lorca), una encubierta bigamia, el apreciable reconocimiento de una hija extramarital, ciertos indicios de sexualidad no binaria y una doble militancia dandy-comunista que anticipa lo mejor de la izquierda caviar.
Aquí rescatamos una de sus proezas artísticas, ajena al campo de la literatura pero inconfundible señal de lo que alguien podría llamar talento innato: la casa Chalet Las Nubes, que construyó en su Salto natal en 1932, una suerte de Ville Saboye con patio interno que hasta generó alguna duda sobre alguna posible mano escondida de Le Corbusier en la gestación del proyecto. No la hubo, la casa es producto exclusivo de la imaginación de sus dueños, Amorim y su esposa Esther Haedo.
El racionalismo referencial explica pero no agota la descripción del proyecto. Ubicada en medio de un gran jardín, la frontalidad de la fachada parece señalar hacia un bosque más salvaje y claustrofóbico en el lado opuesto a la entrada. La casa se apoya en columnas redondas, más gordas que los pilotis corbusianos y con capiteles de impronta industrial. La planta baja libre se focaliza en la proyección de un patio cuadrado de íntimas dimensiones sobre el que vuelcan los ambientes de la planta alta; lo surca una falsa rampa escalonada que introduce la direccionalidad vertical en una espacialidad marcadamente horizontal (también confrontada por palmeras y araucarias). Las ventanas convencionales de marcos de madera con cortinas de enrollar podrían estar en cualquier otra construcción de la época.
La frontalidad de la fachada parece señalar hacia un bosque más salvaje y claustrofóbico en el lado opuesto a la entrada. La casa se apoya en columnas redondas, más gordas que los pilotis corbusianos y con capiteles de impronta industrial
El Chalet Las Nubes no es la versión provinciana de una modernidad ajena ni la presunción rastacuera de un niño rico y cultivado. Wittgenstein se inspiró en su amigo Loos para proyectar una casa que la construyó con rigor psicópata; Victoria Ocampo se resignó a una interpretación mediada por el academicismo de Bustillo. Amorim se animó a ser arquitecto en la periferia de la periferia y dejó una casa dignísima y poética.
La casa de Amorim fue declarada monumento histórico nacional uruguayo en 1973 y actualmente es la sede de la Sociedad de Arquitectos del Uruguay en Salto.
MC
En Las Nubes hay mucha información sobre la casa, sobre Enrique Amorim y sobre Esther Haedo.