Este texto fue confeccionado por encargo de la Fundación Prince Claus, de Holanda, siendo autorizada por el autor su reproducción en idioma castellano en café de las ciudades.
Comunismos tropicales
Sería una visión maniquea concebir la presencia del “comunismo” en América Latina como consecuencia directa del surgimiento de la URSS. Desde el período colonial fueron recurrentes los movimientos de liberación política y económica, en busca de una sociedad igualitaria (Gómez Tovar, Gutiérrez, Vázquez, Utopías Libertarias Americanas.), ajena a la explotación esclavista o capitalista. En 1784 ocurrió en Haití la primera revolución del Hemisferio, al rebelarse la población negra de la isla contra los propietarios de las plantaciones de azúcar. En 1910, la Revolución Mexicana intentó rescatar la dignidad humana de los campesinos indígenas, por siglos sometidos a la servidumbre de los latifundistas. Las ideas progresistas de los ideólogos socialistas europeos, difundidas entre trabajadores, políticos e intelectuales de la región, se consolidaron bajo la influencia de la Revolución de Octubre e impulsaron la formación de los partidos comunistas nacionales: el cubano nació en 1925 (fue fundado por el líder estudiantil Julio Antonio Mella, Carlos Baliño, Alfredo López y Fabio Grobart; este último formó parte del alto escalón del gobierno revolucionario hasta su fallecimiento, América Díaz Acosta et Alt., Panorama Histórico-Literario de Nuestra América 1900-1943).
Sin embargo, las reivindicaciones populares implementadas por los políticos del Continente no resultaban identificadas necesariamente con el comunismo: es el caso de la repartición de tierras y la nacionalización del petróleo en México por Lázaro Cárdenas; de los ferrocarriles ingleses en la Argentina por el General J. D. Perón; de las minas de estaño en Bolivia por Paz Estenssoro; y del cobre en el Chile de Salvador Allende. Fueron medidas de carácter nacionalista, tendientes a limitar la expoliación de los propios recursos por las empresas de los países metropolitanos.
Cuba, una isla esencialmente productora de azúcar, fue esclavista hasta el tercer cuarto del siglo XIX, transformándose, una vez terminado el gobierno colonial español en 1898, en un país independiente sometido a los intereses económicos y políticos de los Estados Unidos. Ellos respaldaron sin tapujos a lo largo del siglo XX, tanto a los políticos corruptos como a los dictadores “tropicales”: Gerardo Machado (1925-1933) y Fulgencio Batista (1952-1958). Actitud que generó un fuerte sentimiento antiimperialista entre obreros, estudiantes e intelectuales, quienes soñaban con una sociedad democrática sin las profundas contradicciones económicas imperantes. No fue casual que el asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba (1953), punto de partida de la lucha armada encabezada por Fidel Castro contra Batista, se realizara en el año del centenario del nacimiento del prócer e intelectual José Martí (1853-1895), ideólogo de la independencia nacional y de la formación de una cultura cubana enraizada en la herencia caribeña y latinoamericana. A su vez, en el “Manifiesto del Moncada” (1953), Fidel enunció los principios esenciales de las leyes sociales y económicas que serían aplicadas una vez derrocada la dictadura, favoreciendo básicamente a obreros y campesinos. Era un programa “martiano”, nacionalista, humanista y democrático, cuyo contenido nadie asumía como “comunista”.
Rusos y yanquis en el Caribe
El estrecho vínculo de Cuba con los Estados Unidos, presente en todos los niveles de la vida social, hacía difícil la difusión de la ideología marxista-leninista proveniente de la URSS. Era un país distante, sin relaciones directas con la cultura cubana; cuyos primeros vínculos los establecieron algunos rusos “blancos” emigrados después de la Revolución de Octubre (Alejo Carpentier, El amor a la ciudad). Sin embargo, los efluvios del arte de vanguardia arribaron a La Habana durante la década de los años veinte. Julio Antonio Mella nadó fuera de la bahía para saludar a los marineros del primer barco soviético que visitó el Caribe, al que no le fue permitido atracar en el puerto. En los artículos que semanalmente publicaba en las revistas Carteles y Social, Alejo Carpentier difundió los contenidos renovadores de los Ballets Rusos de Diaghileff; la música de Stranvisky y la nueva cinematografía de Eisenstein y Dziga-Vertoff: el Acorazado Potemkin y Tres piezas para cuarteto de Stravinsky fueron proyectados y ejecutados en La Habana; así como también, por una compañía de ópera rusa, el Príncipe Igor y Boris Godunov (Alejo Carpentier, Crónicas). En viaje hacia México, pasaron por La Habana Maiakovski y Einsenstein.
Si bien un grupo de intelectuales prestigiosos se apasionaron con el proceso de transformaciones radicales que se vivía en la URSS –Mirta Aguirre, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Carlos Rafael Rodríguez, Alfredo Guevara y otros (Concepción R. Pedrosa Morgado, Imago Ilha: epifanía da “generación de los Ochenta” cubana)–, aunque críticos ante el totalitarismo implantado por Stalin, poca resonancia tuvieron estos acontecimientos entre los arquitectos. En 1930, no se comentó en la revista del Colegio de Arquitectos la presencia de 25 proyectos constructivistas – entre ellos, Melnikov y Leonidov – al concurso al Faro de Colón de la vecina República Dominicana, en el que participaron varios diseñadores locales. Los profesionales cubanos, viajaban constantemente a los Estados Unidos para realizar estudios y visitar las obras principales de ese país, asumidas como ejemplos válidos de la modernidad. Entre los años cuarenta y cincuenta pasaron por La Habana, Harrison y Abramovitz, Richard Neutra, Mies van der Rohe, Walter Gropius, Josef Albers, Welton Beckett, José Luis Sert, Paul Lester Wiener y otros; quienes impartieron conferencias en la Universidad y concretaron algunos proyectos urbanos y arquitectónicos: la sede de la embajada de Estados Unidos, de Harrison y Abramovitz (1952); las oficinas Bacardí en Santiago de Cuba de Mies (1957); la casa Schulthess de Neutra (1958) y el Plan Director de La Habana de Sert, Wiener y Schulz (1955-1958) (R. Segre, Arquitectura antillana del siglo XX). No sorprende entonces que un solo arquitecto, Arquímedes Poveda, de escasa trayectoria profesional, fuese militante político comunista desde 1937. En 1953, nadie acudió a su llamamiento para viajar a Bucarest y participar en el IV Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes.
Una revolución victoriosa
Con la huída de Batista, el 31 de diciembre de 1958, finalizó la desgarradora lucha armada contra la tiranía y el inicio esperanzador de una nueva etapa de la historia de Cuba, anhelada por una sociedad sometida a más de medio siglo de corrupción y explotación de obreros y campesinos. El ideal humanista y democrático martiano estaba al alcance de la mano, sustituidos los políticos tradicionales por los jóvenes de la “Generación del Centenario”, protagonistas de los cambios económicos y sociales radicales que se deseaban llevar a cabo. La euforia inicial – en particular de los estratos adinerados de la población –, se apagó rápidamente al aplicarse las medidas enunciadas por Fidel Castro en el “Manifiesto del Moncada”: limitación de las ganancias de las empresas extranjeras; rebaja de los alquileres de las viviendas; erradicación de los asentamientos marginales; distribución de tierras agrícolas y construcción de cooperativas campesinas, viviendas urbanas, centros de salud, conjuntos escolares, y centros turísticos para la población de escasos recursos. No eran iniciativas “comunistas”, sino la búsqueda de una justicia y solidaridad social; respaldadas por una autonomía económica que nunca habían existido anteriormente en la isla.
Estas nuevas leyes, al afectar los intereses tanto privados como de las empresas norteamericanas, produjeron la inmediata reacción de la burguesía. Comenzaron los sabotajes, ataques terroristas y las medidas de fuerza del gobierno de Estados Unidos: primero suspendió la compra de azúcar; en enero de 1961 rompió las relaciones diplomáticas con Cuba, y en abril, apoyó la fracasada invasión de los emigrados cubanos en Playa Girón. En respuesta, Fidel declaró el carácter “socialista” de la Revolución, iniciándose la organización de la estructura partidaria (Carina Pino-Santos, Cronologia). Posteriormente, en 1962 ocurrió la crisis de Octubre, al verificarse la existencia de cohetes rusos en la isla. En 1963, ya habían sido promulgadas las dos Reformas Agrarias, la Reforma Urbana y la nacionalización de todas las empresas extranjeras. La oposición de Estados Unidos al régimen – que perdurará a lo largo de las siguientes décadas –, promovió el embargo económico; y hasta los años ochenta – en coincidencia con la presencia de las dictaduras militares en el Continente –, obtuvo su aislamiento de los países de América Latina con excepción de México.
Afinidades selectivas: URSS-Cuba
Desde 1960 se reanudaron las interrumpidas relaciones diplomáticas con la URSS. A inicios de ese año, Anastas Mikoyan, Vicepresidente de la URSS visitó Cuba; se presentó en La Habana una exposición de los avances técnicos y científicos, y a finales del año, Fidel asistió a la conferencia de las Naciones Unidas en Nueva York, y recibió en el hotel Teresa de Harlem, la visita de Nikita Jruschov (Hugh Thomas, Cuba or the persuit of freedom). Desde entonces fueron incrementados progresivamente los lazos económicos, políticos, militares e ideológicos entre los dos países, y en el contexto de la Guerra Fría, Cuba se alineó con el bloque socialista europeo. En 1962, se otorgó a Fidel el premio Lenin de la Paz y en 1963 realizó una visita oficial a la URSS.
Al producirse en la década de los años setenta la “institucionalización” política, el modelo ideológico, económico y administrativo soviético fue implantado con rigor en coincidencia con el gobierno de Leonid Brezhnev, quien invirtió cuantiosos recursos para el desarrollo del país. En 1973, Cuba se integró al CAME y al sistema internacional socialista de la división de la producción entre los países miembros. A la isla le correspondió básicamente el abastecimiento de azúcar y níquel, a cambio del petróleo y los productos industriales importados de la URSS y de los países del Este. A partir de la celebración del Primer Congreso del PCC (1975), comenzó a aplicarse el sistema de los Planes Quinquenales de la Economía.
Arquitectos y administradores
Este proceso social y económico no se reflejó mecánica y simétricamente en la arquitectura y el desarrollo cultural cubano. O sea, si existía una ortodoxia ideológica marxista-leninista, que en el arte coincidió con el “realismo socialista”; a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, éste tuvo escaso seguidores en la isla – fue una excepción la multiplicación de monumentos conmemorativos por el territorio – manteniendo Cuba una actitud independiente respecto a la cultura artística predominante en la URSS (José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía). Desde la visita de Fidel al Colegio de Arquitectos en marzo de 1959 para plantear las nuevas tareas que debían acometer los profesionales – cooperativas campesinas, viviendas obreras, centros de educación y salud en la Sierra Maestra, etc. –, los miembros del jet set arquitectónico, opuestos a renunciar al ejercicio privado de la profesión y a los proyectos de temas suntuarios, emigraron hacia los Estados Unidos (Roberto Segre, “Encrucijadas de la arquitectura en Cuba: realismo mágico, realismo socialista y realismo crítico“) ajenos al principio martiano de que “la arquitectura es el espíritu solidario” (Fernando Salinas, “Prólogo: años de nacimiento“).
Ello creó un vacío generacional, ya que los diseñadores que dominaron el escenario de la década de los años cincuenta, con obras de indiscutible calidad estética, formal y espacial, y que ocupaban los cargos directivos en el Colegio de Arquitectos y en la enseñanza universitaria, no habían formado el relevo, en parte debido a la juventud de sus miembros, así como también por el carácter elitista de la profesión. Los pocos recién graduados – que además de su condición de talentosos profesionales, participaron en las acciones contra la tiranía –, decididos a permanecer en la isla y trabajar para el nuevo régimen integrados al Ministerio de la Construcción – Fernando Salinas, Raúl González Romero, Juan Tosca, Ricardo Porro, Andrés Garrudo, Antonio Quintana, Mario Girona, Hugo Dacosta, Vicente Lanz y otros –, no lograban asumir las crecientes demandas de obras y proyectos, además de los cargos docentes y administrativos indispensables para el funcionamiento de la enseñanza y de la producción.
En consecuencia, aconteció la formación acelerada de cuadros técnicos de precario nivel académico; y a la vez, ingenieros, constructores y arquitectos distantes de la práctica proyectual, afrontaron las tareas organizativas y productivas, distanciándose de los fundamentos estéticos de la arquitectura, al privilegiar los aspectos técnicos y económicos, obsesionados por la normalización y tipificación de los componentes constructivos, supuestos símbolos del progreso social y científico. Ellos fueron responsables de la arquitectura mediocre y masiva que surgió a partir de la década de los años setenta, caracterizada por el uso de elementos prefabricados de escasa calidad de diseño.
Influencias recíprocas: estética y construcción
El período comprendido entre 1959 y 1970, correspondió a la etapa más efervescente de la nueva arquitectura cubana. Aunque en términos económicos y tecnológicos se asumieron las experiencias constructivas y de la planificación territorial de la URSS y de otros países del campo socialista – en particular Alemania Democrática, Polonia, Yugoslavia y Checoslovaquia –, no existió una significativa influencia en el diseño o en las formulaciones teóricas. El primer contacto directo entre los arquitectos cubanos y los homólogos del Este europeo ocurrió en el VII Congreso de la UIA (Unión Internacional de Arquitectos) celebrado en La Habana en 1963. En esta ocasión, el arquitecto Reynaldo Estévez – uno de los profesionales más activos en los vínculos con la URSS –, editó las actas del V Congreso de la UIA celebrado en Moscú en 1958 (V Congreso de la UIA. Moscú, 1958), que resumían las realizaciones urbanísticas y arquitectónicas soviéticas de la segunda posguerra.
Sin embargo, cabe suponer que fueron los arquitectos de la URSS quienes admiraron la libertad creadora evidenciada en las obras cubanas, despertando el entusiasmo de Natalia Filipovskaya, autora de un pequeño libro muy ilustrado publicado en Moscú, con ejemplos de la década del cincuenta y primeros años de los sesenta (Natalia Filipovskaya, Arquitectura de la Revolución Cubana). Verifiqué una estrecha relación formal entre el mayor edificio de apartamentos de La Habana – el FOCSA (1956) de Ernesto Gómez Sampera – y el conjunto de bloques de la Avenida Kalinin en Moscú (1967) (Roberto Segre, Arquitectura y urbanismo modernos), obra del equipo dirigido por M. Posojin. También a raíz del Congreso se organizó el concurso para el monumento a la invasión de Playa Girón, obteniendo el primer premio un equipo polaco – obra que nunca se materializó –, cuya expresión brutalista y abstracta poco tenía que ver con las representaciones figurativas realistas erigidas en el mundo socialista (Roberto Segre, Diez años de arquitectura en Cuba revolucionaria), y que sin duda influyó en el Parque de los Mártires Universitarios en La Habana (1967), de Mario Coyula, Emilio Escobar, Sonia Domínguez y Armando Hernández, primera obra conmemorativa de la Revolución.
El rescate del Constructivismo
La primera ayuda significativa de la URSS ocurrió en 1963 a raíz del ciclón Flora que arrasó con campos y poblaciones de las provincias orientales, destruyendo miles de viviendas. Fue obsequiada a Cuba una planta de prefabricación pesada, capaz de producir 1.700 unidades por año, que se instaló en Santiago de Cuba. Allí se construyó el Distrito “José Martí” para 72 mil habitantes, siguiendo las normas de relación servicios-población establecidas en la Unión Soviética (Roberto Segre, La vivienda en Cuba: República y Revolución). Sin embargo, no se aceptó el diseño original de los paneles, poco apropiados al clima tropical. Un equipo de arquitectos cubanos – Fernando Salinas, Enrique De Jongh Julio Dean, Edmundo Azze, Orlando Cárdenas y otros – proyectaron los nuevos modelos semitransparentes que permitían la ventilación cruzada de las habitaciones. O sea, en la década del sesenta resultaba evidente el avance “estético” de la arquitectura cubana, influenciada por el International Style de origen norteamericano, respecto a la tradición monumental aún presente, o al pragmatismo constructivo que prevalecían en la URSS bajo la orientación de Jruschov.
De allí que pocos arquitectos soviéticos participaron en los equipos de apoyo técnico diseminados en la isla, más vinculados a la planificación económica y a los procesos constructivas. Entre las visitas excepcionales, relacionadas con la cultura arquitectónica y el diseño, podemos citar a M. Soloviev, Director del Departamento de Diseño Industrial y a A. Riabushin, Director del Departamento de Teoría e Historia de la Arquitectura, ambos en Moscú. Sólo una decena de profesionales cubanos se formó en la URSS, sin alcanzar posiciones destacadas en su desarrollo profesional en la isla. En las publicaciones locales el interés estuvo dirigido hacia la experiencia constructivista de los años veinte, y el esclarecimiento de las contradicciones que llevaron a su paralización en los treinta con el fin de evitar que el dogmatismo y el burocratismo arquitectónico se repitiesen en Cuba. En 1968, Fernando Salinas promovió la traducción al español del libro italiano de Vittorio de Feo (Vittorio de Feo, La arquitectura en la URSS 1917-1936); e intenté publicar la emotiva autocrítica de A. K. Burov, miembro de la vanguardia de los “años de fuego”, justificando las concesiones realizadas al historicismo académico en las obras realizadas a partir de 1933 (A.K. Burov, Sobre la Arquitectura).
Regionalismos y folklorismos
El proceso de “institucionalización” del país ocurrido después de la fracasada zafra de los diez millones de toneladas de azúcar de 1970, tuvo su repercusión también en la arquitectura. La autonomía proyectual de los arquitectos quedó doblegada por las estrictas normas establecidas por el Ministerio de la Construcción y la definición de rígidas tipologías planimétricas y compositivas para cada uno de los temas desarrollados, asociadas al empleo de elementos constructivos prefabricados. Cada tema poseía su propia configuración funcional y tecnológica: las industrias, las escuelas, las viviendas, los hospitales, los hoteles, etc.. Proliferaron los folletos técnicos y los libros referidos a la prefabricación y la economía de la construcción (Germán Bode Hernández, Hacia la industrialización del sector de la construcción).
A partir de 1975 la revista Arquitectura Cuba integró en sus páginas la arquitectura y el urbanismo soviéticos, en particular sobre aquellas repúblicas de la URSS que habían desarrollado un lenguaje “regionalista”; también influenciado por las ediciones masivas de los libros de Vladimir Khait sobre la obra de Oscar Niemeyer, demostrativos de la libertad creadora de un diseñador “comunista” latinoamericano (Vladimir Lvovitch Khait, Oskar Nimeeier). Un historicismo acontextuado apareció en la sede de la embajada de la URSS en el barrio residencial de Miramar, cuya alta, compleja y maciza torre era más apropiada para Alma Ata o Krasnoiarsk que para La Habana. Lenguaje formalista de escaso contenido conceptual que incidió localmente en la renovación estética de los años ochenta, al impulsarse nuevamente el turismo en Cuba y construirse algunos conjuntos hoteleros en falso vernáculo indígena.
Un campo ascético y moral
Durante la lucha revolucionaria contra Batista, los planteamientos sociales y económicos contenidos en el “Manifiesto del Moncada”, no estuvieron acompañados de propuestas urbanísticas y arquitectónicas concretas. De allí que las iniciativas ejecutadas desde 1959 se fueron adecuando a las definiciones políticas e ideológicas del momento. Sin embargo, hasta la década de los años ochenta perduró el objetivo de privilegiar el desarrollo del campo y de los asentamientos de los trabajadores rurales sobre las estructuras urbanas. Si por una parte Stalin rechazó el utopismo “urbanista” de Sabsovich y “desurbanista” de Miljutin y fortaleció el desarrollo de Moscú como capital de la URSS; la dirección del nuevo gobierno no se identificó con La Habana, ciudad considerada pecaminosa y representativa de los vicios del capitalismo (Roberto Segre, “Sombres et utopies tropicales de La Havane“), asumiendo un criterio de planificación territorial antiurbano (Felipe J. Prestamo, “City planning in revolution: Cuba, 1959-61“). A finales de los años sesenta, los habitantes de la capital expiaron sus pecados trabajando en el hinterland rural del llamado “Plan del Cordón de La Habana”, de escaso éxito productivo. Surgieron en todo el país las cooperativas rurales, pequeños núcleos de viviendas relacionados con la explotación agrícola y ganadera, equipados con los servicios sociales básicos, que sustituyeron los tradicionales bohíos aislados de los campesinos pobres. Era la aplicación de las tesis de Marx y Engels, quienes imaginaban el fin de la contradicción entre los niveles de vida del campo y la ciudad, con el advenimiento del socialismo. Resultó un modelo paradigmático la Comunidad Forestal “Las Terrazas” en la Sierra del Rosario, Provincia de Pinar del Río (1969).
El objetivo principal de la planificación territorial consistió en crear una estructura homogénea de asentamientos habitacionales y productivos, superando los desequilibrios estructurales profundizados a lo largo de cuatro siglos: por ejemplo en 1958, La Habana moderna y desarrollada concentraba el 30 % de una población de alto nivel de vida, en detrimento de las condiciones precarias existentes en el resto del país. La tecnificación de la producción agrícola y el asentamiento de nuevas industrias crearon “polos” urbanos en las áreas rurales, intercomunicados entre sí por un nuevo sistema vial (Sergio Baroni Bassoni, Hacia una cultura del territorio). Se llevaron a cabo importantes obras de infraestructuras, entre las que predominaron las represas de agua, cuya escasez constituía uno de los principales problemas que confrontaba la isla.
La reorganización del territorio significó también la participación comunitaria en las tareas productivas y en la gestión administrativa, creando una conciencia social del desarrollo económico del Estado, no como consecuencia de directivas del poder distante, sino de las decisiones emanadas de los diferentes niveles políticos del país. El rechazo a la ciudad heredada se manifestó en la construcción de un sistema funcional – escuelas, fábricas, hospitales, centros de investigación, hoteles – en un anillo periférico bordeando las capitales provinciales – Santa Clara, Camagüey, Holguín, etcétera. –, representando lo que se llamó “el mito de lo nuevo”; o sea, el modelo urbano que debía sustituir la ciudad tradicional (Roberto Segre, “La Habana siglo XX: espacio dilatado y tiempo contraído”). Propuesta que fracasó ante la carencia de un tejido conectivo que integrase espacialmente las diferentes funciones y permitiese una vitalidad social similar a la existente en el centro histórico. Cabe señalar también la escasa madurez conceptual de los fundamentos ideológicos del modelo, formulado en otro contexto y otro tiempo histórico, que no fueron adaptados a las condicionantes particulares de la realidad cubana.
La utopía del “hombre nuevo”
Sin lugar a dudas, la organización de la educación en la década del setenta logró la expresión urbanística y arquitectónica más importante del sistema “comunista” cubano. A partir de una tecnología constructiva local – el sistema “Girón” – de elementos prefabricados, fueron realizadas centenares de escuelas de diferentes dimensiones, entre 500 y 5.000 alumnos. A partir del programa definido como “la escuela al campo” para la enseñanza secundaria, se organizaron verdaderas “ciudades” de la educación, sumergidas en el territorio agrícola, con el fin de formar el “hombre nuevo” del siglo XXI caracterizado por el Che Guevara (Ernesto Che Guevara, “El socialismo y el hombre en Cuba”). A pesar de las rígidas normas técnicas y tipológicas imperantes, el equipo de arquitectos del Departamento de Construcciones Escolares del Ministerio de la Construcción, dirigido por Josefina Rebellón, logró combinaciones formales, volumétricas, espaciales y cromáticas que identificaban la particularidad de las composiciones libres y asimétricas, las amplias galerías cubiertas y las plazas interiores de las escuelas.
Entre las más significativas citemos la Escuela Vocacional Lenin (1974) de Andrés Garrudo en La Habana; la Escuela Vocacional Máximo Gómez (1976) en Camaguey y la Escuela Volodia del Parque Lenin (1976) de Heriberto Duverger. Esta tipología constructiva fue aplicada en múltiples obras, entre las que sobresalieron los Palacios de los Pioneros; del Parque Lenin (1978) de Néstor Garmendía, y de Tarará (1975) de Humberto Ramírez, ambos en La Habana. A su vez, el modelo de la Secundaria Básica en el Campo se convirtió en un icono arquitectónico representativo de la nueva pedagogía revolucionaria, siendo exportado a varios países de América Latina y el Caribe: Jamaica, República Dominicana, Nicaragua y Perú.
Las viviendas anónimas
Aunque durante cuarenta años el Estado realizó un promedio de diez mil viviendas anuales, este tema fue el menos exitoso en cuanto al diseño arquitectónico y urbanístico. La Habana del Este (1959-61), primera gran iniciativa de un conjunto habitacional, fue realizado a partir del modelo de la Unidad Vecinal norteamericana y de una tipología de edificios similares a los apartamentos burgueses del barrio del Vedado. Ante el supuesto costo excesivo de esta experiencia – apreciación que se demostró errónea, ya que los edificios se mantienen en perfecto estado de conservación, cosa que no ocurrió con las viviendas de la “Microbrigada” (Mario Coyula, “La ciudad rampante. Cuando éramos jóvenes y hermosos“) –, se comenzaron a construir bloques anónimos de cuatro plantas con elementos prefabricados. Tuvieron mayor calidad constructiva y formal los edificios realizados con las piezas de la fábrica soviética de Santiago de Cuba, aunque la rígida distribución urbanística, creó espacios anónimos y deshumanizados. Otros sistemas importados de Yugoslavia – el IMS – y de Canadá – el LH – también poseían una alto nivel de terminaciones y de combinaciones formales, pero adolecían, en los conjuntos construidos, de los defectos compositivos, rígidos y abstractos, repetidos en todos los países socialistas de Europa del Este.
Las propuestas experimentales de Fernando Salinas – el sistema Multiflex –; del venezolano Fruto Vivas; de las unidades ligeras de Hugo Dacosta; y en los años ochenta, de los jóvenes Juan Luis Morales y Rosendo Mesías para colaborar con la autoconstrucción en la ciudad histórica, no fueron asimiladas por el Ministerio de la Construcción. Cuando en 1970 se inició la construcción de bloques artesanales por el sistema de la “Microbrigada” , la participación popular hubiese permitido una variedad de diseños que no fue implementada: la rígida normativa institucional hizo repetir ad infinitum los bloques de apartamentos. Cierta libertad formal quedó implementada en los años ochenta, al llenarse los vacíos de la ciudad tradicional con edificios atípicos, pero la baja calidad constructiva invalidó cualquier propuesta estética. Al promoverse en los años noventa la realización de viviendas para residentes extranjeros en el aristocrático barrio de Miramar, se utilizaron repertorios historicistas, similares a los utilizados en las viviendas de lujo de los países capitalistas (Joseph L. Scarpaci, Roberto Segre, Mario Coyula, Havana. Two Faces of the Antillean Metrópolis).
La creatividad de los años sesenta
La rigidez característica del estado socialista, implícita en las decisiones emanadas desde el poder central, no pudo doblegar la iniciativa individual de los arquitectos de talento, deseosos de expresar creativamente los contenidos humanistas de la ideología marxista-leninista. Afortunadamente, el sistema cubano de dirección de la construcción no poseía las mismas estructuras burocráticas imperantes en la URSS y los países de Europa del Este. Tampoco fueron promovidas por el gobierno construcciones monumentales de sedes partidarias o de la administración pública, al utilizarse los edificios de la década de los años cincuenta, vaciados al desaparecer la empresa privada. Resultó una excepción el edificio del PCC en Sancti Spíritus, integrando la tribuna para los desfiles patrióticos.
A lo largo de estos cuarenta años existieron algunos pocos grados de libertad que permitieron crear obras arquitectónicas paradigmáticas que caracterizaron la personalidad de las sucesivas décadas. En los años sesenta, la carencia de una clara planificación económica y de una estructura piramidal de decisiones, hizo posible algunos ejemplos de innegable valor estético: en La Habana, el conjunto de las Escuelas Nacionales de Arte, de los arquitectos Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi (1961-1965), surgió en el bucólico paisaje del Country Club, y sus formas libres, expresivas e inéditas, resumieron las metáforas culturales – la fusión de los códigos de la modernidad, la tradición colonial y el rescate de la cultura negra –, representativas de la etapa “surrealista” de la Revolución (esta obra, difundida mundialmente, en proceso de restauración, luego de décadas de abandono, todavía atrae la atención de las editoras y revistas especializas de Estados Unidos y Europa; ver John Loomis, Revolution of forms. Cuba´s forgotten Art Schools.). La Ciudad Universitaria “José Antonio Echeverría” (1961-1969), también en las afueras de la capital, realizada por un equipo dirigido por Humberto Alonso y posteriormente por Fernando Salinas, demostró la flexibilidad de un sistema de elementos prefabricados – el lift-slab de origen canadiense –, adaptado a la topografía del terreno y a la diversidad de funciones exigidas por el Instituto Politécnico.
También en el céntrico barrio del Vedado – La Rampa –, se quiso demostrar el nuevo uso social de la tierra urbana, en un espacio que en la etapa anterior era reservado para la presencia de costosos edificios de oficinas o hoteles de lujo. La construcción del Pabellón Cuba (1963) de Juan Campos y la heladería Coppelia (1966) de Mario Girona, monumentalizaron dos espacios públicos dedicados a la recreación cotidiana de los habitantes urbanos. En la provincia oriental de Holguín, el arquitecto Walter Betancourt proyectó la Casa de la Cultura de Velasco (1964-1984) por iniciativa del gobierno local, realizada con la participación comunitaria. En ella utilizó un lenguaje regionalista y sincrético, que integró la formación wrightiana del arquitecto con la herencia campesina y los elementos decorativos indígenas de taínos y siboneyes.
Imaginación vs. masividad
En los años setenta, período caracterizado por el dogmatismo ideológico y la rigidez de las normas constructivas aplicadas en las obras sociales de carácter masivo, los símbolos estuvieron relacionados con la naturaleza recuperada y la significación del “diseño ambiental” como síntesis entre las manifestaciones artísticas, el diseño, la arquitectura y el urbanismo. Antonio Quintana (1919-1993) con un equipo de profesionales realiza el centro recreativo del Parque Lenin (1970), identificado por la espacialidad y transparencia del restaurante “La Ruina” de Joaquín Galbán, quien magnifica y monumentaliza los elementos constructivos prefabricados utilizados en las obras anónimas, otorgándoles una particular significación estética. Luego, Quintana proyecta el ligero y transparente Palacio de las Convenciones (1979) de La Habana, cuyos salones quedan circundados de la exuberante vegetación tropical del lujoso y exclusivo barrio de Cubanacán.
Finalmente, Fernando Salinas (1930-1992) construye la Embajada de Cuba en Ciudad México (1976), obra que sintetiza las búsquedas estéticas y culturales de dos décadas de socialismo: una arquitectura sobria y liviana, metáfora de las escuelas en el campo, caracterizada plásticamente por la presencia de gráficos, escultores y pintores, con obras expresivas de la vanguardia cubana. La fuente “Aguas Territoriales” de Luis Martínez Pedro que preside la entrada, identifica los múltiples tonos turquesa del mar del Caribe que circundan la isla.
El regreso a la ciudad
En los años ochenta ocurrió el rescate de la ciudad tradicional, que había sido abandonada durante casi dos décadas. Al obtener La Habana el reconocimiento de la UNESCO de “Patrimonio Cultural de la Humanidad” (1982), la atención de las intervenciones estatales se orientó hacia la recuperación de los monumentos en los centros históricos: las iniciativas de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad de La Habana, transformaron la imagen decrépita del centro histórico en un espacio de gran vitalidad social, comercial y turística. A su vez, la descentralización de los proyectos, permitió la ejecución de obras atípicas promovidas por los poderes municipales – en La Habana tuvo particular importancia la gestión de Mario Coyula (Mario Coyula, Editor, La Habana que va conmigo) –, facilitando la participación de los arquitectos jóvenes, quienes cuestionaron el anonimato de la arquitectura prefabricada de la década anterior.
Se creó el movimiento de la “Generación de los Ochenta”, constituida por Emilio Castro, Rafael Fornés, Juan Luis Morales, José Antonio Choy, Emma Álvarez Tabío, Eduardo Luis Rodríguez, Teresa Ayuso, Francisco Bedoya y otros. Ellos intervinieron en los vacíos urbanos con obras que resentían la influencia del historicismo contextualista del “posmodernismo”, proveniente del Primer Mundo. Resultó paradigmática de esta etapa el consultorio del médico de la familia en La Habana Vieja (1988) de Eduardo Luis Rodríguez y la gasolinera “Acapulco” en el Vedado, de Heriberto Duverger (1990). Sin embargo, como los procesos históricos sociales y culturales no resultan lineales, en esta década, caracterizada por la apertura ideológica y el apoyo a las manifestaciones artísticas de vanguardia, coexistió un retorno a las expresiones monumentales del “realismo socialista”. En casi todas las provincias fueron erigidos monumentos conmemorativos que asumieron el modelo soviético, ya presente en La Habana en la escultura de Lenin realizada por el artista ruso Kérbel. Citemos el monumento al Che Guevara en Santa Clara y a Antonio Maceo en Santiago de Cuba. Resultaron una excepción el conjunto conmemorativo a la caída en combate de Antonio Maceo en las afueras de La Habana de Fernando Salinas, y la Plaza de la Revolución Mariana Grajales del equipo Rómulo, Villa, Angulo, García Peña (1986) . En los años noventa, el simbolismo de la estatua de Lenin fue sustituido por la figura en bronce de John Lennon, sentando en un parque del Vedado.
Incógnitas y ambigüedades
En los años noventa, la crisis económica producida por la desintegración del mundo socialista y la desaparición de la URSS, paralizó casi totalmente las obras de contenido social. El turismo se convirtió en el motor de la economía y se importaron proyectos extranjeros de carácter comercial y de escasos contenidos culturales y estéticos. Dentro de la precariedad económica del “Período Especial en Tiempos de Paz”, imperante en la última década del siglo XX, sobresalieron los proyectos de José Antonio Choy y su equipo: el hotel Santiago de Cuba (1990) y el Banco Financiero Internacional (2001) en La Habana, obras que intentaron reintegrar a Cuba en el concierto arquitectónico mundial y en el manejo de los códigos de la contemporaneidad, más allá de todo determinismo ideológico. La presencia del dólar como moneda corriente hizo resurgir el tema de los shoppings, abandonado desde la década de los cincuenta, produciéndose edificios banales de corte kitsch.
Ante las incógnitas de un futuro incierto, algunos críticos y arquitectos locales desataron una crítica contestataria de la arquitectura “comunista”, o sea, de las obras masivas construidas entre las décadas de los años sesenta y ochenta, promoviendo el rescate nostálgico – y veladamente ideológico – de las realizaciones de la década de los años cincuenta (Eduardo Luis Rodríguez, The Habana Guide. Modern Architecture 1925-1965). Postura injusta y tergiversadora de la realidad: a lo largo de más de cuatro décadas de socialismo, jamás se rompió el hilo conductor de la cultura arquitectónica cubana – originada en el Movimiento Moderno de la etapa anterior – en las obras paradigmáticas de cada período.
Por otra parte, es lícito afirmar que un estilo “comunista”, de ascendencia soviética, monumental y apologético, nunca existió en Cuba. Pese a las complejas dificultades que afrontó el país desde 1959, no se doblegó la creatividad y originalidad de los profesionales quienes, luchando a contracorriente del pragmatismo hegemónico de los organismos centrales del Estado, buscaron aplicar los principios del humanismo martiano – en antítesis con dogmas y estructuras burocráticas –, manteniendo viva la tradición y la identidad cultural de la arquitectura – estrechamente vinculados a la vanguardia artística (la UNEAC, Unión de Escritores y Artistas de Cuba, jugó un papel fundamental en la defensa del carácter “artístico” de la obra arquitectónica. En 1990, por iniciativa de su presidente, Abel Prieto, el presidente de la Sección de Crítica, Roberto Segre, creó la Sección de Diseño Ambiental, que fue presidida por Fernando Salinas; a esta iniciativa se opuso el Ministerio de la Construcción y la UNAICC, Unión de Arquitectos, Ingenieros y Constructores de Cuba, aduciendo el carácter “elitista” de aquella agrupación) –, representativas de una cubanidad identificada con el sincretismo de su literatura, música y artes plásticas, surgido del mestizaje social, incapaz de ser destruida por los altibajos de los sistemas políticos.
RS
El autor es arquitecto y crítico de arquitectura, graduado en Buenos Aires, ejerció la docencia en La Habana y es actualmente profesor de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidade Federal do Rio de Janeiro.
Ver Medio siglo de arquitectura habanera I y II, su entrevista a Mario Coyula, en los números 32 y 33, respectivamente, de café de las ciudades.
Una buena presentación de las Escuelas Nacionales de Arte, en la página Web de Don Gunning.
Ver la página Web de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana.
Ver otras experiencias de ciudades socialistas (Luanda y Togliatti) en la nota Nuevas ciudades para nuevos habitantes, de Clovis Ultramari, Sylvia Leitão y Zulma Schussel, en el número 30 de café de las ciudades.
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