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Imagina que una bomba ha caído sobre la ciudad. Imagina que esa bomba ha inhabilitado todos los aparatos de refinada tecnología, y que la onda expansiva le ha levantado la piel a los edificios. Imagina que escasea la ropa, la comida, la pintura, la gasolina, la luz, el agua, la prensa, el jabón, el aceite. Imagina que no existen las vallas publicitarias, ni los logotipos corporativos, ni los cochazos perfectamente equipados, ni los teléfonos móviles. Imagina que el tiempo se ha detenido, y que todo el mundo vive materialmente del pasado. Que los coches tienen más de cincuenta años, que sólo arrancan siguiendo un procedimiento complicado que merece tacto, y que les falta la pintura y la parte de dentro de las puertas. Imagina viejas casas coloniales de paredes desconchadas, rodeadas de palmeras y bancos de piedra, en cuyo interior se han organizado hospitales. Imagina a los pacientes por allí caminando con el brazo en cabestrillo, y a jóvenes médicos tomándose un descanso bajo el sol. Entre los balcones oxidados de las viviendas comunales, ropa secándose al aire salado del mar. En cada cuadra, niños jugando al béisbol.
Imagínatelo.
Las olas rompen en el paseo marítimo refrescando a las parejas que se hablan al oído, y viejos autobuses traídos de Extremadura, Cataluña o Amsterdam circulan repletos de representantes de todas las razas del mundo. Imagina que en cada portal de cada casa, un grupo de veteranos de una revolución lejana, con la piel marcada por el sol y la experiencia, juegan al dominó fumando cigarrillos negros sin filtro. Las mulatas de ojos verdes hablan cantando, y las señoras mayores llaman a sus nietos a cenar, mientras los jóvenes negocian en las esquinas.
Imagina todo eso metido en una isla bloqueada, en colores cálidos y con música de percusión de fondo.
En estado de congelación
En una vieja casa habanera de techos altos y largos pasillos, tomo café con una familia. La chica habla de lo que Él hace, de lo que Él habla. “¡Y luego Él dice que los funcionarios de Cuba son los más honrados!“, “¡Él, que una vez estuvo hablando durante catorce horas seguidas y acabó tirando los papeles del discurso y diciendo palabrotas, de lo loco que se puso!“.
Hay un sentimiento de impotencia colectiva, generado por un extraño tipo de pobreza.
Todos los nacidos en Cuba van a ir al colegio, y a tener la oportunidad de licenciarse en la universidad independientemente de los recursos de sus familias. Si te pones enfermo, tienes atención médica de calidad. La tasa de mortalidad infantil de Cuba sólo se puede comparar, en el continente americano, con la de Canadá. El ochenta por ciento de los cubanos son propietarios de su casa y, según las Naciones Unidas, Cuba es el único país de América Latina donde no existe la desnutrición.
Pero está el salario.
El salario medio cubano es de 15 dólares mensuales, pero los precios se han disparado para que el país se sacie del turismo, principal fuente de divisas.
Salarios africanos, precios europeos.
Eso deja al cubano maniatado. Vive sano, vive educado, pero ahí se acaba todo. El país es de los turistas.
Cuba lleva muchas décadas condenada a la soledad por su insolencia. Antes, los rusos, en el tablero de ajedrez que fue el mundo en la guerra fría, sostenían económicamente la revolución cubana. Ellos les compraban la producción de azúcar a precio justo, les daban petróleo barato, armas para el ejército, tecnología para la industria y útiles para el hogar. Luego la Unión Soviética se hizo pedazos, Estados Unidos recrudeció la asfixia, y Cuba tuvo que apretarse el cinturón.
“Buff, en los noventa la cosa se puso muy mal. Se puso fea fea“, declara un estudiante de informática. Es lo que se conoce como periodo especial, el día en que los cubanos vieron cómo desaparecían ocho de cada diez autobuses, cómo el PIB se reducía a la mitad, y cómo, en suma, naufragaba un sistema de vida. Cortes de luz, cortes de agua, escasez de medicamentos, escasez de ropa, de comida, de tecnología. “Todo se fue al carajo“.
La revolución, en la autarquía, se hizo la pregunta de cómo sobrevivir. Y así fue como recurrió al turismo. La industria turística se multiplicó por diez en los primeros años noventa, deformando los principios socialistas hasta convertir al cubano en un extranjero en su propio país.
Si en occidente la sociedad ha estallado en pequeñas partículas llamadas “consumidores”, el tejido social cubano se ha transformado en una cota de malla. De un lado está la vida en la calle, motivada por cosas como el buen tiempo o la afición a la música, que genera un espacio de naturaleza abierta, comunal, participativa. Y de otro, las consecuencias de la revolución socialista: todas las capas sociales se educan juntas; tanto el hijo del campesino como el hijo del profesional, van a formarse codo con codo, en la escuela, y ambos tendrán las mismas oportunidades de acudir a la universidad. La cultura del deporte, los actos de masas, los carteles, todo va encaminado a forjar un entramado social de unidad y objetivos comunes. No obstante, las necesidades de los últimos años han hecho mella sobre estos principios, desarrollando la picaresca como medio para salir adelante.
Otro instrumento desarrollado para la cohesión, por ejemplo, son los Comités de Defensa de la Revolución, órganos de participación vecinal que anidan en cada cuadra (manzana, bloque de pisos), a lo largo y ancho del país. Los CDR nacieron en septiembre de 1960, en plena escalada de agresividad con Estados Unidos, para organizar tareas vecinales de limpieza o reparación, funciones ideológicas (graffiti revolucionario), campañas de alfabetización o vacunación casa por casa, y para la “vigilancia revolucionaria”; los “cederistas” montan guardias por el barrio, y el 1º de Mayo organizan la movilización ciudadana, para que a nadie se le olvide acudir a la Plaza. Son asambleas participativas ligadas al poder. Una comunidad de vecinos politizada.
Los CDR, sin embargo, no están armados; pero sí la Policía Nacional Revolucionaria, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (el ejército) y el Cuerpo de Seguridad del Estado.
El PNR está formado por policías imberbes que se reparten en parejas en casi cada esquina. En La Habana se ríen de ellos, porque muchos vienen del interior y ni siquiera conocen el nombre de las calles que patrullan. “¿Sabes por qué van en parejas? Porque así suman el 12° grado“.
Del CSE nadie se ríe. Ellos van de incógnito y tienen cuarenta y siete años de experiencia en temas de espionaje. Dicen que es el mejor servicio secreto del mundo.
El poder lo justifica como medida de defensa frente al imperialismo. Pero el imperialismo es real. Cuba ha sido atacada con bombas y contraguerrillas financiadas desde afuera, desde los primeros meses de la revolución. Cuba ha sido invadida militarmente por la potencia más poderosa del mundo. Ningún banco le concede préstamos a Cuba. Cuba tiene que manejar su asfixiado comercio exterior con dinero en efectivo. Pocos se atreven a vender o a comprar a Cuba. Los barcos se lo piensan dos veces antes de atracar en puertos cubanos, por miedo a ser sancionados por el país que maneja los hilos de la economía mundial. Cuba ha sufrido ataques biológicos como la peste porcina de los años setenta. Cuba fue expulsada de la Organización de Estados Americanos, y aislada diplomática y económicamente por los países vecinos. La única ayuda para Cuba venía del puerto de Crimea, en Ucrania, a decenas de miles de kilómetros de distancia. Cuando desaparecieron sus únicos amigos, los precios del azúcar se desplomaron por arte de magia. Casi todos los países de América Latina tienen una lista de violaciones de los derechos humanos mayor que la de Cuba, pero la opinión pública mundial sólo opina sobre Cuba. Embajadas cubanas han sido atacadas. En 1979, un terrorista anticastrista entrenado por la CIA, reventó un avión lleno de cubanos, dejando un saldo de setenta y tres muertos. En 1997, bombas en varios hoteles de La Habana.
El cineasta norteamericano Oliver Stone, que dirigió dos documentales sobre la persona de Castro, opina: “¿Qué derechos tienen los disidentes políticos en Guatemala, o en El Salvador, donde te cortan la lengua si protestas y los arzobispos son ejecutados, o en otros países latinoamericanos donde Estados Unidos ha torpedeado la democracia e impuesto juntas militares afines a sus intereses? (…) ¿Qué pasaría si abriera las puertas? Que al día siguiente estaría la CIA publicando periódicos y controlando la televisión, comprando a la gente con dólares y procurando deshacerse de él con las mismas tácticas burdas que utiliza en el resto el planeta, ya sea en Centroamérica, en Afganistán o en el golfo Pérsico. Ya lo dice Fidel en la película: Washington sólo acepta la rendición incondicional de sus enemigos. Es terrible“.
Es el estado de guerra permanente entre Cuba y Estados Unidos. Escalada de medidas y contramedidas. El arma de doble filo.
Cuando 1.500 mercenarios desembarcaron en Playa Girón para derrocar a Castro, fueron las milicias las que defendieron la revolución. Fue la primera derrota del imperialismo en América Latina.
“Mira, cada sistema tiene sus cosas. A nosotros nos obligaron a ser así“.
Si el imperialismo no puede aplastar la revolución, tiene que deformarla hasta que no se reconozca a sí misma. Lograr que enseñe los dientes, que se militarice. Mutilarla.
Esperaba tener que luchar para conseguir opiniones honestas, para arrancar a los cubanos alguna crítica. Pensaba que sólo algunos se atreverían a confesarme lo que opinan de la revolución o de Fidel. Por eso me sorprendió que todos se lanzaran, al minuto, a comentar la situación política y económica del país. Unos a favor, otros en contra, se ponían a despotricar. Entro en una librería, por ejemplo, y pregunto si tienen algo sobre la guerra de Angola. Como contestación, el librero me dice que “el hijoputa ahora se encarga de volver a recordar lo de Angola, porque siempre tiene que estar molestando con algo“. Se refería a su presidente. “Ahora van a hacer una película sobre la guerra“. Me enseña varios libros y luego me dice: “En la trastienda tengo las versiones del otro lado“, y continúa, de golpe, contándome su teoría de que a los leones del zoo de La Habana se les alimenta a base de perros callejeros, y que si cada persona descontenta, como él, se hiciese con uno de esos perros, dóciles y fieros, se podría formar un ejército poderoso.
Yo apenas había abierto la boca.
Todo el mundo se queja, todos protestan, todos bromean. Eso sí: “Un amigo mío una vez se cagó en Él, y cerca había un policía de incógnito. Lo metieron preso dos días“, me cuentan. Evidentemente no hay una libertad de expresión como en Europa: las elecciones se efectúan en el seno del Partido Comunista, y a través de los CDR; en la cúspide, el único candidato es Él; los únicos medios de comunicación son los oficiales y son vergonzosos; y si blasfemas a grito pelado, te puedes buscar un problema. Pero que nadie se engañe: Cuba no es un campo de concentración. El principal motivo de que los cubanos no salgan no es que el régimen lo prohíba, sino que pocos países otorgan la visa a los cubanos; la riqueza no quiere inmigrantes. Y el visitante, una vez en Cuba, puede pasear, hacer entrevistas y meter las narices donde le venga en gana.
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La vida cotidiana
En Cuba hay dos monedas: el peso convertible (también llamado CUC o divisa), cuyo valor es el del dólar estadounidense; y el peso cubano, o moneda nacional. 25 pesos cubanos equivalen a un peso convertible. En peso convertible funciona el turismo, y en peso cubano se paga a los cubanos.
La situación económica es dura. El sueldo apenas alcanza para no pasar hambre, y la cartilla de racionamiento sólo da para diez días del mes; por eso el cubano inventa, sobrevive, le enseña la ciudad al turista para luego pedir un par de pesos convertibles, o para que le regales una camiseta. Y roban. Todo el mundo roba al Estado, no por codicia sino para llegar a fin de mes. Caminas por La Habana y te ofrecen cajas de puros; te cuentan que en una tienda valen mucho, pero que “yo te consigo una caja por veinte dólares, para que te lleves de recuerdo“. En Santiago te venden botellas de ron en las esquinas, y en Baracoa, capital del cacao, tabletas de chocolate a cincuenta centavos. Todo de estraperlo.
El turismo ha deformado la sociedad. La revolución, haciendo de tripas corazón, divide la sociedad cubana.
Por un lado están los cubanos que manejan divisas:
Aquellos que han logrado el permiso del Estado, previo pago de impuestos, para alojar en su casa a extranjeros a cambio de un precio europeo. O aquellos que han podido abrir un paladar, es decir, un restaurante privado cuyos menús valen sobre los seis pesos convertibles (muchos de ellos cierran al poco tiempo, debido al altísimo pago de impuestos). Los cubanos que reciben remesas de dinero de familiares afincados en países ricos. Gente bien posicionada en la estructura del poder. Gente que manda desde las alturas del Partido, cuya vivienda muchas veces se mantiene en secreto, en barrios rodeados de vallas llenas de carteles que rezan “Zona militar”, y tienen el paso vedado a civiles.
Estos poseedores de divisas pueden costearse su equipo de música, su DVD, comprarse un par de zapatos, tener un baño equipado con desodorante y colonia, viajar por el país, o comerse un menú aceptable en compañía de turistas.
Luego está el resto de los cubanos, los que cobran entre 10 y 20 dólares mensuales en moneda nacional; y en moneda nacional sólo se pueden adquirir artículos muy básicos.
Felipe, oriundo de Santa Clara, se lamenta: “Yo no veo el futuro. Trabajo, trabajo y trabajo durante toda la semana sólo para seguir vivo. No puedo comprarme nada más allá de arrocito y bananas para alimentar a mi familia, y no puedo ni pensar en conseguir un “pull-over”, ni mucho menos un carro, ¿entiendes? Esto no es vida“. Le pregunto por los años ochenta, por cómo era la vida antes del desastre. “Antes, los sueldos eran iguales, pero todo era mucho más barato. No era una vida lujosa y todos estábamos igual, pero tenías para desenvolverte sin problemas. Y en vez de turistas, había rusos“.
Además, el Estado, siempre ávido de divisas, procura que el turista se deje la mayor cantidad de dinero posible en las arcas del país. Por esa razón existe la doble Cuba, la de los puestecitos de hamburguesas relucientes de grasa, las pizzas de queso que se amontonan debajo de un plástico cubierto de moscas, el plato barato de arroz congrí y el refresco anaranjado de depósito; y la Cuba de los precios occidentales. Tienes taxis nacionales, coches rusos o americanos que se caen a pedazos, y luego taxis modernos para turistas, que cobran cinco o diez veces más que un taxi de los primeros.
En la terminal de ómnibus de Vedado, en La Habana, busco la manera de llegar a Santa Clara. Por allí caminan tipos reclutando viajantes para ir a Cienfuegos, a Matanzas, Trinidad o Santa Clara a precio razonable. Yo espero, pero nadie me quiere llevar “porque si me cogen llevando un turista, me decomisan el carro, ¿me entiendes? Te llevo a cambio de 30 CUC“. Sigo esperando, y al final uno accede a llevarme por 15 CUC, “Te llevo porque puedes pasar por cubano, pero por favor, si nos paran, habla lo menos posible“. Y montado en un Moskovitch negro en compañía de otros tres pasajeros, volamos a cien por hora sobre la carretera quemada por el sol, atravesando llanuras verdes y palmeras. La Policía Nacional Revolucionaria vigila en puestos de carretera, parando de vez en cuando para pedir carnés y tomar nota. Las cuatro ventanillas están abiertas, y el viento no nos deja oír ni la música salsera que suena en la radio, mientras el conductor fuma un cigarrillo negro cuya ceniza vuela en partículas hacia nosotros. A orillas de la carretera, hablan los carteles de la revolución: “Nuestras armas: la conciencia y las ideas“, “Hasta la victoria siempre. ¡Comandante en jefe, ordene!“, “Pongamos la justicia tan alto como las palmas“.
Aterrizamos en Santa Clara, capital de la provincia de Villa Clara, y emblemática ciudad tomada por las tropas del Che el 1° de enero de 1959, día del triunfo. Busco un taxi que me lleve al centro por 2 divisas, y uno acepta, pero me dice: “Mira, espera por aquí cerca, que tenemos ahí un carro de policía. Cuando te haga una señal, mete rápido las mochilas, ¿sí?“.
“Villa Clara, un pueblo de lucha y combate”.
Santa Clara está situada en pleno centro de Cuba, y es considerada la zona más rica del país gracias a su actividad industrial. Allí los edificios están pintados, las calles limpias y los parques cuidados. Las familias pasean bajo el sol lamiendo helados, las parejas van al cine y los niños montan en bicicleta alrededor del parque Leoncio Vidal. Los grupos de adolescentes comen pipas distribuidos por los bancos de madera, y los barrenderos, todos en torno a los ochenta años, conversan alegres.
Conocí a Felipe al mediodía, buscando un lugar barato donde comer.
La vida de Felipe era cuesta arriba. La vida de Felipe era una pared a escalar con cien kilos atados al tobillo con una cadena. Una pesada bola de acero de la que no veía el momento de deshacerse. Felipe afirmaba trabajar setenta horas semanales en una fábrica, donde se quedaba a dormir muchas veces debido a que vivía lejos, “a dos horas a pie”, en una casa de suelo de tierra hecha de paredes y techo de metal, donde no había más que dos camas. Su mujer, imposibilitada para trabajar desde hacía unos años (recibía tratamiento), lavaba la ropa utilizando como jabón las hojas de un árbol de la zona.
Recorrimos toda la ciudad, y cuando pasábamos por un lugar céntrico como una plaza, me decía: “Adelántate, que yo te sigo a distancia. ¿Ves aquella calle? Nos vemos allí en tres minutos“. Era por la policía, que se encarga, como en el caso de los taxis, de que los cubanos no lleven al turista a sitios donde comer o transportarse a precio cubano, bajo la justificación de protegerlo de timadores y jineteras. Felipe sólo me pidió que le comprara 12 pesos cubanos (unos 40 céntimos de euro) en arroz. Al final le regalé un pantalón vaquero negro, una camiseta a rayas, un puñado de medicamentos, una caja de bolígrafos y una bolsita con detergente.
Luego está el problema de la abstinencia laboral. Si trabajando como una mula, ganas apenas unos dólares, sale más cómodo no trabajar y arañar dinero a los turistas; y si alguien del CDR o de la empresa te vigila, lo solucionas con un soborno.
“Un Presidente de Estados Unidos le encarga a la CIA un informe sobre la situación en Cuba. La CIA envía a unos cuantos informadores a Cuba, y a su regreso dan su informe al Presidente: según las estadísticas, en Cuba no hay desempleo pero nadie trabaja, nadie trabaja pero los planes de producción se cumplen, los planes se cumplen pero no hay comida en las tiendas, no hay comida en las tiendas pero todo el mundo come, todo el mundo come pero todos se quejan de que no hay comida, todo el mundo se queja pero todos acuden a la Plaza de la Revolución a vitorear a Fidel. Señor Presidente, tenemos todos los datos pero no conseguimos llegar a una conclusión”.
“Yo he vivido aquí los tres sistemas“, declara un hombre mayor, “El capitalismo, el socialismo, y esto“.
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Una trampa
Consciente del problema de los salarios, principal fuente de descontento nacional, el gobierno ha tomado medidas.
“El presidente cubano, Fidel Castro, anunció una serie de medidas que asegura impulsarán la igualdad social en la isla“, informa la BBC, “Los salarios para empleados públicos de alto rango serán aumentados en un 50%, con bonos por productividad. Un decreto del Ministerio de Trabajo indica que habrá un aumento salarial de entre U$3 y U$9 mensuales de acuerdo con las profesiones. Las pensiones también serán incrementadas en un 9%, lo que beneficiaría a más de 1,2 millones de jubilados“.
Pero no todo es tan sencillo.
“Pero por otra parte también se anunció que las tarifas del servicio eléctrico aumentarán hasta un 300% para los grandes usuarios“.
Otro problema.
Los cubanos llevan toda la vida cocinando con gas. Ellos compran sus bidones y así hacen el arroz, hierven el agua y fríen las bananas. Pero ahora el gobierno, de acuerdo con los principios ahorrativos anunciados este año, “año de la revolución energética”, está repartiendo electrodomésticos por todos los hogares del país: ollas arroceras, ollas multipropósito y aparatos para calentar el agua. Estos artilugios, que venden a precio módico a las familias cubanas, pagaderos a plazos, y se ofrecen gratis a los más desfavorecidos, funcionan sólo con electricidad. ¡Pero el gobierno les ha quitado el gas! Ahora el ciudadano cubano, ya cansado de un salario limitado, y vanamente esperanzado por un tímido aumento, se encuentra con un gasto mensual incrementado por las facturas de la electricidad.
En el este del país, donde ya quedan pocas familias que no tengan los nuevos aparatos eléctricos, se deja sentir el descontento. Aquellos que confían en el gobierno, cuando son preguntados por este nuevo bocado estatal a la capacidad adquisitiva cubana, afirman que “se trata de instrumentos más cómodos para cocinar“, como dice una maestra de Santiago de Cuba; los escépticos lo tienen claro: “Es una forma inventada por el gobierno para compensar la tímida subida salarial“.
En La Habana, donde no todos tienen ollas, todavía no se ha suprimido el sistema de gas. El gobierno no se atreve con los habaneros. Saben que allí, en la capital, el disgusto late con más fuerza. Saben que por allí fluye la información, que existen antenas de televisión ilegales escondidas en pajareras, que la radio extranjera tiene decenas de miles de oyentes por toda la ciudad, y que hay hasta Internet clandestino. Además de la afluencia de turistas. “Eh, amigo, ¿No tendrás alguna revista española que puedas prestarme?“.
También está la diferencia del nivel de propaganda; la revolución funciona con ritmo diferente según el lugar y el momento. En La Habana hay algunos muros pintados de consignas: “Unidos en defensa de la Patria Socialista”, “Habana: capital de los CDR”, “En cada barrio, Revolución”… Y carteles refinados, cuidados, bien diseñados, como los colocados alrededor de la embajada norteamericana; pero no son muy abundantes. Sin embargo en el oriente, en ciudades como Santiago de Cuba y sobre todo en el campo, lugares más apretados económicamente, la propaganda, ejecutada a brocha gorda, lo cubre todo. Gasolineras, parques, colegios, farmacias, cafeterías, fábricas y casas. Todo está bautizado por el pensamiento del régimen. En Baracoa, paraíso del fin del mundo, o en las rudimentarias afueras de Santiago, los CDR no han dejado pared libre de pintadas. “Esta es una revolución de trabajadores en el poder”, “La soberanía y los principios no se negocian”, “La técnica vale lo que vale el hombre que la hace”; y luego los aterradores: “Aquí comienza CDR4 – Zona 10. Siempre en 26. ¡Viva Fidel!”, o “Los hombres mueren, pero el Partido es inmortal”, colocado en una pared blanca de la bahía santiaguesa.
Más propaganda, menos mantequilla.
Los cachorros
¿Cómo se mueve todo esto? ¿Quién reparte las ollas? ¿Quién quita el gas? ¿Qué mecanismos existen? ¿Cuáles son las correas de transmisión entre el poder y el pueblo?
Los trabajadores sociales.
Ahora los CDR, gastados por cuarenta y seis años de actividad, han quedado reducidos a comunidades de vecinos que se reúnen de vez en cuando para ver quién va a limpiar un poco los caminos del vecindario, o para decidir qué canal clandestino van a pasar esa semana por televisión.
Por eso el gobierno ha creado una nueva fuerza de choque: los trabajadores sociales.
Son jóvenes que el poder ha repartido por todas las empresas estatales del país, con el propósito de impedir que los trabajadores sigan robando al Estado, y de asegurarse de que todas las familias reciben instrumentos eléctricos y se quedan sin gas. Van vestidos con vaqueros y camiseta negra en cuyo pecho reza, en letras blancas, “Trabajadores Sociales”. Se ven por todas partes. Para frenar el robo continuo de combustible en todas las gasolineras de Cuba, por ejemplo, el gobierno despidió a todos los trabajadores y los sustituyó, de golpe, por los trabajadores sociales. La revolución les ha dotado de poder. Son jóvenes y son intocables. Los nuevos hijos que Él ha apadrinado para velar por el orden y sustituir la vieja militancia, el vigor de la época donde el sacrificio y el entusiasmo eran compartidos por el pueblo, por una maquinaria fría y racional que tapa los agujeros del sistema. Ni siquiera la policía está autorizada a investigarles.
El origen de los famosos trabajadores es un misterio. Unos dicen que se trata de los hijos de gente del Partido o de personas que han alcanzado un estatus. Otros dicen que son simples universitarios. Pero la tesis más extendida es que se trata de pre-delincuentes, de chicos problemáticos que el poder ha elegido para reinsertarlos en la sociedad dándoles ropa, calzado, un buen sueldo y responsabilidad. La joven e improvisada vanguardia de la revolución.
Los trabajadores sociales han recorrido todas las casas del país para tomar nota de las necesidades de la gente. Han repartido las famosas ollas, han cambiado los viejos frigoríficos rusos por otros nuevos, han sustituidos las viejas bombillas por otras de ahorro, y en estos días están cambiando los televisores.
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La revolución llega a todas partes
Un cartel se levanta a la entrada de la ciudad: “Santiago: rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre”. El sol cae sin compasión sobre los santiagueros, pueblo bromista y abierto, aficionado al ron y al baile, cuya riqueza racial apunta hacia África. Recorro el centro y bajo hasta el barrio de Troya, donde las construcciones urbanas, a medio camino entre La Habana y Santa Clara en el estado de los materiales, van degenerando en casas de madera que se distribuyen por laderas selváticas. Allí hay largas cuestas de arena, palmeras, los colegios y hospitales que nunca faltan, viejos que sólo tienen el ron y el dominó, y chavales jugando al béisbol.
Quería encontrar la mayor pobreza, alcanzar el extremo más mísero que pueda haber en Cuba. Conocer los límites de la revolución. Para eso lo mejor es ir al oriente del país; una vez allí, a una gran ciudad como Santiago de Cuba. Y en la ciudad, salir a los arrabales e indagar. “Puedes ir a El Caney“, me dicen en una cafetería, “No queda lejos“.
Enfrente del Palacio de Justicia donde fue juzgado Él por el asalto al cuartel Moncada, hace unos cincuenta y tres años, cojo una camioneta infernal. Allí los cubanos, apretados como anchoas enlatadas, se agarran a los barrotes del techo cubierto con una lona horneada por el sol. Cuesta 40 centavos de peso cubano (algo así como 2 céntimos de euro) que cobra un tipo enérgico que organiza a los pasajeros a gritos. Bajo el calor asfixiante, una mujer vestida de blanco y con la fatiga grabada en la cara, me dice: “¿Quieres saber cómo es la realidad del pueblo cubano? Mira, son las dos de la tarde, y acabo de salir del hospital, donde estuve trabajando desde las ocho de la mañana de ayer. Cobro 25 dólares al mes que casi no me dan ni para alimentar a mis hijos, y eso que tengo una casa grande para alquilar a extranjeros, pero no quiero, no me puede hacer esto a mí misma, yo no hago este trabajo por dinero… Pero mi situación es muy dura. Luego está la parte buena: esta madrugada trajeron por urgencias a un niño enfermo grave. Hoy está bien. Y su familia no ha pagado ni un centavo“. Me bajo en una barriada de casas levantadas por sus dueños actuales (Cuba arrastra el problema de la vivienda desde hace décadas). Hay casas hechas de ladrillo, amplias y recién pintadas; otras son cuatro paredes y un techo de madera sobre un suelo de barro.
Hago preguntas por el barrio, y al salir de una chabola con dos camas para cinco y un televisor, me meto por un sendero verde que desemboca en un claro donde descansa un edificio blanco de tres plantas. Oigo risas infantiles. Agacho la cabeza para ver por entre las columnas de metro y medio que levantan la construcción, y veo piernecitas uniformadas corriendo. Esos son pioneros (los boy scout socialistas), y eso es un colegio. Una mulata de ojos verdes me acompaña hasta las escaleras, y varias profesoras me ofrecen asiento. Nos ponemos a conversar. Es un colegio especial para niños con algún tipo de invalidez psíquica, 180 en concreto, que tienen allí su habitación, las aulas, el material escolar, comedor, patio de juego (en el medio del edificio), cancha de baloncesto, campo agrícola para la hora diaria de enseñanza al aire libre, y un autobús averiado en la puerta, cedido por el ayuntamiento de Palma de Mallorca a través de Manos Unidas. Pregunto por la sala de informática, y me muestran un aula llena de ordenadores.
Sus familias no pagan nada.
Yamilé es maestra desde hace treinta y cinco años. Sus padres, asegura, fueron esclavos hasta el triunfo de la revolución. “Se dedicaban a trabajar todo el día para los grandes propietarios, porque eran de esta tinta“, se señala la piel negra en el antebrazo. “Aquí todos los niños van a la escuela sin pagar. Yo misma llevo muchos años dando clase, y a ellos nunca les ha faltado de nada“. Yamilé tiene dos hijos viajando por el extranjero; él es músico, y ella bailarina profesional. “Yo nunca he salido de Cuba, pero ellos me cuentan de Francia, Alemania, México…“. Le digo que los medios de comunicación de Cuba sólo hablan de cosas buenas, como si el país fuera un paraíso, y que yo no podría informar, por ejemplo, de la vida en las chabolas que acabo de ver. “Claro, ¿para qué vas a hablar de las chabolas? Si ves un problema, si ves a gente viviendo mal, no te quejes, ¡soluciónalo, busca los medios! Esa es la mentalidad socialista“.
Salgo y echo andar por la zona. Más colegios. Me pierdo barrio adentro, por los senderos de barro y los bloques de viviendas llenos de ropa y pintadas en las paredes (“CDR Che Guevara Zona 3. ¡Siempre vigilantes!”), hasta encontrar el policlínico del barrio, que se levanta, pintado de blanco, a la orilla del camino. Una joven médico lee un libro sentada tras una mesa de madera. Le ofrezco la bolsa de medicamentos que traigo conmigo, y me dice que no, “que estamos surtidos de medicinas. ¡Pero gracias de todas formas!“.
Puedes ir a la última esquina de la zona más pobre de este país, condenado, aislado, rodeado de mar, y tercermundista, entrar en una casa hecha de madera corroída por el tiempo y la humedad, con suelo de barro y polvo, y encontrar a una joven dándole, en un biberón, la leche reglamentaria a su bebé. Su hermano va al colegio, y ella estudia sociología en la universidad.
Vete a la playa de Maguana, de arena luminosa como el sol y aguas transparentes, emparedada entre el mar Caribe y una montaña infranqueable en forma de yunque, y allí te encontrarás con Efraín. Efraín vive en una casucha a diez kilómetros de la playa, y viene todos los días a intentar vender dátiles, que no tiene, a los turistas. Si le prometes darle una divisa por un mango, él te lo trae dentro de media hora. Lo único que tiene en el mundo son unas bermudas vaqueras hechas jirones, y un techo. Efraín está “luchando” 4 CUC para comprarse “un t-shirt y un par de zapatos“, porque el lunes tiene que ir a Santiago de Cuba…
Para someterse a una operación de tiroides.
La solidaridad internacional
Visito el Hospital Quirúrgico de Santiago de Cuba, que, según he oído, es uno de los muchos hospitales que se han organizado para el “Plan Milagro” en todo el país. El “Plan Milagro” es una iniciativa lanzada por los gobiernos de Cuba y Venezuela a escala continental. Se trata de curar de la vista a seis millones de personas procedentes de las esquinas más pobres del continente americano, incluyendo Estados Unidos, en un plazo de diez años. Los pacientes son trasladados en avión desde, digamos, Jamaica o Bolivia, para ser atendidos en un hospital cubano, y luego son devueltos a su país en otro avión. Hay vuelos a diario. Ninguno de los pacientes paga un céntimo.
Es una forma de popularizar el ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas), un plan de integración regional lanzado por Cuba y Venezuela con la intención de ganarle la partida al ALCA (Tratado de Libre Comercio), impulsado por Estados Unidos.
5.000 estudiantes pertenecientes a 14 países de la región (incluyendo 38 de Estados Unidos) reciben educación, incluyendo los libros, el alojamiento y la comida, en la Escuela Latinoamérica de Medicina, en La Habana. Todo lo paga la revolución.
Ocurre lo mismo en la facultad de medicina contigua al Hospital Quirúrgico de Santiago de Cuba, donde tuve la oportunidad de conocer a Albert y Jean, dos estudiantes haitianos. Ellos me acompañaron al interior del hospital, donde intenté entrevistar rápidamente al director del complejo. “Tienes que tener acreditación. Entiende que sólo puedo dar información por los conductos oficiales“. Albert me aconseja: “Tienes que ser más limitado, pueden pensar que eres… no sé…“, “¿Un espía?“, “Sí, un espía. No es ninguna broma“. Ellos estudiaban sólo un año, un año completo. “¿En esa facultad estudia gente de toda América Latina?“, “Sí sí, de todas partes. De tooodas partes. También hay muchos africanos“. “En Haití va al colegio en torno al 80% de los niños, y a colegios diferentes según lo que puedan pagar sus familias. Y la seguridad. Aquí puedes caminar por la calle a cualquier hora que no te va a pasar nada, nadie te va a molestar. No es como en Haití, que a cualquier hora del día y sobre todo de la noche, puedes oír disparos“. Hablamos de Él. “Los cubanos no confían en nadie. Cuando muera el barbas, como nosotros le llamamos, los cubanos no dejarán que vengan los de Miami“.
Me pregunté por qué gastaba Cuba recursos en estas cosas, teniendo la población tantas necesidades. Resulta que la salud puede reemplazar al turismo, próximamente, como mayor fuente de divisas del país. BBC informa: “El año pasado, el presupuesto de salud en Cuba se vio fortalecido por un aumento de las exportaciones de biotecnología, que se duplicaron para alcanzar U$ 300 millones“. “El país también recibe honorarios de pacientes extranjeros y por la exportación de otros productos medicinales así como de equipo y máquinas de diagnóstico. También en 2005, una planta de biotecnología en la modalidad de riesgo compartido fue abierta en China, con Cuba suministrando la tecnología de tratamiento de cáncer“. “En la década de 1990 Cuba fue el primer país en desarrollar y vender una vacuna para la meningitis B, lo que disparó el volumen de las exportaciones. Luego hubo un auge de las exportaciones de su vacuna contra la hepatitis B, actualmente enviada a 30 países incluyendo a China, Rusia, Pakistán y varias naciones latinoamericanas“.
Eso por no hablar de las misiones internacionalistas.
En la actualidad hay más de 25.000 médicos cubanos de misión en 68 países. 14.000 de ellos están en Venezuela desplegando la misión “Barrio Adentro”, otro programa acordado entre Fidel Castro y Hugo Chávez, que consiste en miles de doctores cubanos trabajando en los peores barrios de Venezuela, así como en medio de la selva, a cambio de 33.000 dólares anuales que Venezuela paga, por cada médico, al Estado cubano. Los médicos, sin embargo, tienen un sueldo bajo.
La revolución no se puede asfixiar entre fronteras.
Los Estados Unidos llevan décadas empujando la economía gracias al complejo militar-industrial. Necesitan guerras para justificar la creciente producción armamentística que el Estado compra, gracias a los impuestos de la clase trabajadora, a sus amigos los empresarios, sin cuyo dinero la maquinaria política dejaría de funcionar. Eisenhower, en su último discurso como presidente, advirtió sobre el peligroso futuro de ese cúmulo de intereses creados durante la segunda guerra mundial, y hoy en día, acabada la guerra fría ya hace rato, los presupuestos en armas siguen aumentando cada año. Cuba hace lo mismo, pero para lucrarse, en vez de fabricar bombas y fragatas, vende tecnología para curar el cáncer y manda médicos a combatir la peste y la miseria por toda la geografía de la pobreza.
Al atardecer de mi último día en Santiago, con el sol descendiendo naranja sobre las fábricas de ron y de cerveza de la bahía, me paro a mirar la inscripción de una pared:
“Patria es Humanidad”.
El día más esperado
Por todo el país, cartelitos en farmacias y cafeterías: “El 1º de Mayo, más firmes que nunca con Fidel”. La Habana, domingo 30 de abril. Jornada de preparativos para el gran momento: el primero de Mayo; probablemente, el día más importante del año en Cuba.
Por todos los barrios de La Habana, los CDR han establecido puntos de reunión a las seis de la mañana para todos los habitantes. Y a las seis de la mañana del comienzo del mes de mayo, salgo de casa llevando a cuestas el cansancio de varios días. En una calle veo pasar un río blanco de gente. Son estudiantes de oftalmología en uniforme de trabajo que caminan y van charlando, con la merienda metida en bolsas de plástico.
Me uno a ellos para ir a la Plaza.
Todavía es de noche.
Allí llegamos. La gente toma posición y compra café, palomitas o refresco de naranja en los puestecitos que el Estado ha distribuido. Por el suelo hay cajas llenas de banderitas cubanas de papel, gratuitas, que deben ser agitadas durante los discursos.
La Plaza de la Revolución se encuentra situada entre un edificio con la cara del Che, con una enorme bandera cubana desplegada a su lado, y el poderoso monumento a José Martí, a cuyo pie se establecen los oradores. Hay dos edificios más, cubiertos por dos enormes pancartas. Una tiene el retrato de los héroes de la independencia latinoamericana del siglo XIX, y reza: “Hijo de América soy, y a ella me debo”. La otra cita al libertador Simón Bolívar: “La fuerza de América Latina descansa en el valor de sus hijos, en la unidad de sus pueblos”. Hay altavoces levantados sobre estructuras de hierro en todos lados, y grupos de megáfonos repartidos por las calles que desembocan en la Plaza. Cada diez o quince metros, una valla metálica de metro sesenta impide grandes movimientos de masas.
El setenta por ciento del público lleva camisetas con consignas oficiales en la espalda, de color rojo en su mayoría, que cada empresa estatal y cada universidad repartieron al personal el día anterior. “¡Comandante en Jefe, ordene!”, dicen unas; “Esta humanidad tiene ansias de justicia. Fidel”, muy de moda; “¡Uh! ¡Ah! ¡Chávez no se va!”, la aportación venezolana. “No es obligatorio ir, pero si no vas… Te pueden mirar mal en el trabajo. Y no quiero problemas”, explica un habanero.
La ceremonia empieza con la salida del sol.
Suena música. Himnos patrióticos entonados por juveniles grupos de salsa; la Internacional, el himno de Cuba.
Habla Pedro Ross Leal, secretario general del CTC; y cuando acaba su apasionado discurso, pasa algo raro. “¡Hasta la victoria…!“, dice esperando una atronadora participación del público; “…Siempre...”, se elevan, débiles, un puñado de voces. “¡Patria o Muerte…!“, dice con fervor; “…Venceremos…“, alguien completa con poco entusiasmo.
Sale a hablar un venezolano.
Y a las ocho y diez de la mañana, sale Él.
Como era de esperar, viste barba gris y uniforme verde olivo. Se pone a hablar con su estilo particular, extendiendo el largo dedo índice para increpar a los imperialistas, e intentando agitar los hombros arriba y abajo como si tuviesen amortiguadores. Pero no es capaz. Va a cumplir ochenta años en agosto, y si puede hablar durante horas interminables, ya no lo hace como antes.
A veces se le iba la voz, o le costaba pronunciar algún nombre. Perdía el hilo del discurso y se ponía a ordenar los papeles. Habló durante una hora del terrorista Posada Carriles, con todo detalle, citando docenas de nombres, declaraciones de políticos, lo que decían o no decían periódicos de todo el mundo.
Sus palabras, ásperas y cansadas, se derramaban sobre el atril para caer, muertas, al suelo.
Avancé para verlo mejor, y me encontré con un panorama desolador.
Centenares de jóvenes dormían por los suelos, apoyados unos encima de otros y haciendo almohada con las manos. Otros se sentaron sobre el cemento, y apoyaron la frente sobre los brazos cruzados encima de las rodillas.
El resto bostezaba y miraba para otro lado.
Un joven que estaba a mi lado, exclamó con toda claridad: “¡Pero cuando te vas a callaaaaar, m’hiiiijo!“.
Acabó con Posada en una hora, y viendo que la gente no ponía nada de su parte, y que las banderitas no se agitaban, dijo lamentar haberse extendido con tanto detalle, “y bueno, ahora vamos a lo nuestro: la economía…“, y empezó a recitar, uno por uno, el crecimiento de todo lo que se producía en Cuba. “Neumáticos…”, escalas, porcentajes, “Níquel…”, “Azúcar…”, “Productos farmacéuticos…“.
Fue demasiado.
Los claros se convirtieron en descampados, y el Unido y Victorioso Pueblo Cubano se marchó a comprar un helado.
El Paseo, una de las avenidas que convergen en la Plaza, estaba prácticamente vacío, con grupúsculos de cubanos conversando en las orillas y haciendo visera con la mano. Las banderitas estaban tiradas a sus pies.
Fidel se ha quedado colgado del poder, del que no se despega ni en el quirófano. Es el patriarca en su otoño, el viejo libertador que intenta adaptarse, con sus viejas normas de disciplina guerrillera, a los nuevos tiempos. Parece que va a morir todos los años, pero todos los años lanza algún proyecto nuevo. Su energía se ha convertido en inercia, y sus discursos, lejos de ser didácticos y vibrantes como en otra época, cuando parecía que él mismo aprendía con lo que decía, han quedado siendo refritos de todo lo que ya se ha dicho.
Un 1º de Mayo histórico. Se comenta que asistió la mitad de gente que en los años recientes. Los periódicos del día siguiente, “Granma” y “Juventud Rebelde”, entre homéricas victorias y grandes alabanzas a la Unida Patria Socialista y a su Líder, no se atreven a decir cifras.
“Aquí la gente no es comemierda, ¡está educada! Y se da cuenta de cosas como lo del gas“, comenta, indignado, un habanero. “Eso se ha notado esta vez“.
Pocos de los cubanos a los que pregunté los dos días siguientes, habían ido a la Plaza. Hicieron caso omiso de la propaganda y los CDR.
Duro golpe para la revolución, que corre el peligro de ser ensuciada para la historia.
El dilema
La realidad cubana está sembrada de profundas contradicciones; no sabes a qué agarrarte. A veces compartes la frustración del ciudadano cubano, amistoso y protestón, y sientes ganas de organizar una célula para combatir la tiranía. Otras veces te sientes orgulloso de que un país pobre, en soledad impuesta desde fuera, haya logrado erradicar el hambre y la ignorancia de su pueblo, y de que a casi cincuenta años de una revolución social auténtica, todavía siga, a pesar de las deformaciones impuestas o no por las circunstancias, sin doblar las rodillas ante el vecino.
“Tenéis que seguir luchando“, dicen algunos visitantes, “Bien, pero te propongo una cosa: cambiamos los papeles; tú te quedas aquí a luchar y yo me voy una temporada a Europa“. La ausencia de analfabetos y hambrientos, choca con la falta de oportunidades económicas. La vida alegre en la calle, se ensucia con la presencia policial. El pensamiento humanista, se estampa contra el miedo burocrático a la imaginación. El heroísmo de los doce tipos desaliñados que iniciaron la revolución desde la selva, y acabaron entrando en La Habana con barba, uniforme, ojeras, y una enorme sonrisa, se hace pedazos con la actual gerontocracia y su vicio por el poder. Los baños de masas son falseados por las inercia autoritaria, los mitos reciclados en objetos de consumo, y el entusiasmo tornado en tedio.
La contradicción emerge de la complejidad histórica.
En la principal calle comercial de Bruselas, capital del quinto país más desarrollado del mundo, hay niños pidiendo con vasito de plástico. En Cuba eso no se ve. Es imposible.
Es el juego de los contrastes, de la razón de ser. Admiramos por las virtudes, pero también por los defectos de otros, por los comparaciones y las reacciones.
El imperialismo, atemorizado por la posibilidad de contagio rojo por todo el continente, organizó dictaduras militares para mantener el dinero, su dinero, a salvo de la revolución social. Ahí están Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, El Salvador, Nicaragua… Los desaparecidos, las torturados, los estadios de fútbol convertidos en campos de concentración, los “grupos de tareas”, “escuadrones de la muerte”, los asesores de la Escuela de Chicago… Un aparato autoritario, la famosa Operación Cóndor, montado a escala continental bajo el lema “No more Cubas!“, para proteger las inversiones de las multinacionales, eficientes colmillos imperiales, y mantener el statu quo internacional.
Cuba, te han elogiado prohibiéndote.
Tus enemigos te obligaron a llevar muletas, pero te han convertido en un símbolo.
![](https://cafedelasciudades.com.ar/wp-content/uploads/2022/12/bus.jpg)
*
El último día de mi estancia en Cuba, visito la universidad de La Habana. Allí se dan clases en grupos pequeños que se sientan al aire libre en las escaleras, o en la plaza del medio, donde reposa un tanque bajo los árboles, a escuchar al profesor. A la puerta de la facultad de Matemáticas hay cuatro estudiantes discutiendo; me acerco: “Hola, ¿sabéis dónde puedo conectarme a Internet?“, “¡Eso mismo nos preguntamos nosotros!“, bromea uno. “En esta facultad no hay Internet; mira en la de informática“.
Salgo del campus y veo un inmenso cartel que preside la entrada a un recinto lleno de edificios y palmeras: “Vale, pero un millón de veces más, la vida de un solo ser humano que todas las propiedades del hombre más rico de la tierra”. Se trata del Hospital Calixto García, un conjunto de edificios de altas columnas y paredes peladas, rodeados de postes de información naranjas Los pacientes deambulan por las aceras de cemento, muchas en obras, a paso ligero, y los doctores, jóvenes en su mayoría, charlan en grupos.
Han sido trece días de viajes y sorpresas, de gente interesante y generosa, de sol, de helados de a peso, y de información. Otro mundo, otras reglas.
Bajo el sol, todo brilla con luz cegadora. Pero también se marcan las sombras.
***
Como rito final, me voy al famoso Coppelia, una empresa heladera estatal cuyos productos valen muy poco y son deliciosos. Por 7 pesos cubanos (unos 30 céntimos de euro), puedes tomar una “ensalada”, un cuenco con seis bolas de helado a elegir. Guardo cola durante veinte minutos, y justo cuando llega mi turno para sentarme a una barra llena de taburetes retro de metal y cuero rojo, el encargado me para y le cede mi lugar a una pareja que acaba de llegar. Ella tiene una tripa enorme.
“Las embarazadas tienen preferencia“, explica.
ABG
Bruselas, Mayo de 2006
El autor es estudiante de periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, actualmente reside en Bruselas con una beca Erasmus. Ha colaborado en periódicos digitales (librepensadores.com, rebelion.org), y realiza un programa semanal de información internacional, “Paralelo 17”, en Radio ELO de Madrid (radio libre, sin publicidad ni subvenciones).
Ver su artículo Sobre París, desde París, sobre las revueltas de noviembre en Francia, vinculado desde las notas que sobre el tema se publicaron en el número 38 de café de las ciudades.
Sobre Cuba, ver Medio siglo de arquitectura habanera I y II, entrevista de Roberto Segre a Mario Coyula, y la nota que el mismo Segre escribió sobre Arquitectura y Revolución en los números 32, 33 y 40, respectivamente, de café de las ciudades.
Sobre el impacto del turismo, ver las notas El guía, de G. Apollinaire, Bienvenidos a la experiencia, de Carmelo Ricot, y Berlín, Praga, Barcelona: 8 días 7 noches, de César Cáceres Seguel, en los números 13 y 28, respectivamente, de café de las ciudades