Hay gente que no puede verlo a uno tranquilo. ¿Ustedes son arquitectos?, me pregunta el hombre ya mayor, flaco y de anteojos a bordo del ferry. Casi sin escucharme, me explica su teoría sobre la ciudad. Sídney es atractiva porque yuxtapone los extremos: es elegante y plebeya, se disfruta al navegarla pero también caminándola, es marítima y a la vez se extiende en la tierra. Parece que solo me necesita para que lo escuche y es hábil en esa disciplina del monologuista anónimo, hacer difícil la retirada del oyente. Cuando parece que ha terminado, dispara lo mejor de su repertorio: ¿Sabe por qué los edificios de Sídney son tan altos? Por qué los quieren fálicos. ¿Y sabe por qué? Porque la bahía es como un enorme útero y necesitan compensarla. Al fin se retira y no vuelvo a verlo, ni siquiera al llegar a destino. Pocos días después hojeo The Design of Sydney, de Peter Webber, y leo “…the brash and viril estructure called the Centrepoint Tower which symbolises from afar the nucleus of the comercial/retailing activities which dominate the city”.
El centro de Sídney (el CBD, central business district) está organizado a partir de unas calles que corren de norte a sur, como dedos de una mano, hacia el borde del agua. La referencia metonímica de la bahía es el magnífico puente de 1.134 metros de largo y 134 de altura, con su descomunal escala y su poderosa silueta. Ya en las orillas, el puente juega con la Opera en una danza de escorzos y vistas complementarias.
La Opera ocupa el predio de un antiguo depósito de tranvías al final del parque del Jardín Botánico. Mucho antes que se comenzara a hablar de “arquitectura de autor” y de “city marketing”, el edificio adelanta mucho de esos conceptos. No se puede decir, como en el famoso cliché sobre el Guggenheim de Bilbao, que la obra haya instalado a la ciudad en el mapa turístico del mundo, pero la forma de esta especie de velero fijado en las cercanías del puente define la imagen de la ciudad, aun para quienes no la conocen. Mirando las imágenes de los proyectos no ganadores del concurso de 1957, se entiende el entusiasmo de Eero Saarinen con el proyecto de Jorn Utzon: ninguno de ellos parece tener una relación tan directa con el agua como el ganador. Sobre tierra firme, el podio sobre el cual se elevan las “velas” resulta un espacio público a escala de la ciudad, un lugar de encuentro y mirador hacia el parque y el CBD.
Sídney tiene como pocas ciudades la ventaja paisajística de su bahía, un recurso escenográfico para mostrarse y mirarse a sí misma. Por la bahía se llega en ferry a Manly, un hermoso barrio balneario en la boca hacia el pacífico, o se penetra hacia el corazón de la región metropolitana. El skyline de la ciudad ofrece a lo largo de estos recorridos náuticos toda su diversidad: rascacielos y torres, reservas naturales intangibles en pleno corazón de la ciudad, paisajes pueblerinos, toda la iconografía marítima y, por supuesto, la danza inmóvil del Puente y la Opera.
Si el paseante prefiere volver a tierra firme, puede acercarse desde el Circular Quay al parque, al CBD o a los Rocks, el barrio que atraviesa por debajo el nacimiento del puente (la pesada infraestructura vial y ferrovial que separa el muelle de la ciudad está resuelta con bastante eficacia y no forma barrera entre ambos mundos). Los edificios de Sídney parecen confirmar la teoría del hombre del ferry: alcanzan grandes alturas y pueden prescindir de toda coherencia entre sí, para lograrla en donde se define la urbanidad, en el nivel de la calle. En este nivel cero las plantas bajas componen con calles y plazas un sistema continuo y articulado de espacios públicos y semipúblicos de extraordinario valor, en el que tanto se insertan viejas galerías comerciales como el Queen Victoria Building como edificios brutalistas o high tech. Las claves son la continuidad espacial y los límites ambiguos entre el espacio público y el interior del edificio, la generosidad de dimensiones, la minimización del “bosque” de columnas, la diversidad de usos, la generosidad de las superficies dedicadas al peatón, la calidad de los materiales y el mobiliario, la coexistencia de patrimonio urbano y nuevos lenguajes.
Se dice que “Sydney is your mistress, Melbourne is your wife”; a decir verdad, es tan subjetiva la diferencia que puede haber entre una amante y una esposa que el latiguillo puede no resultar tan obvio como se pretende. En todo caso, se trata de una ciudad disfrutable y querible, que puede conocerse con los pies o navegarse, donde está permitido perderse y derivar; una ciudad de ambos mundos, como postulaba el hombre del ferry.
CR
El autor es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo Urbanofobias (I) en el número 70, El Muro de La Horqueta (c/ Lucila Martínez A.) en el número 79, Turín y la Mole en el número 105 y Elefante Blanco en el número 116. Es uno de los autores de Cien Cafés.
café de las ciudades agradece la cálida hospitalidad de Angela Villate, Bernard Gallagher, Daniel, Lucas y Chico en Sídney, y de Liliana Brogan en Manly.
Sobre Australia, ver también en este número las notas El sueño de los Griffin, La grilla y los parques, La creación de lugares para la gente y POSICiones cordobesas.