Yo comparo a la ciudad con esas películas que encontramos en el cable, haciendo zapping, y que nos atrapan por un rato: vemos un fragmento, una parte sin principio ni final, que sin embargo alcanza para darnos idea del guión y de la propuesta general del director. No sabemos el nombre de la película, no conocemos a sus actores; pero el fragmento queda en nuestra memoria y días después, cuando casi la habíamos olvidado, vemos otro fragmento distinto, que sin embargo, por los actores, los escenarios y las situaciones, identificamos como de la película. Varias veces más nos encontramos con los mismos fragmentos, un día, por casualidad, vemos el final, y parte de la incógnita queda despejada, pero resta saber como empezó la película, sin cuyo conocimiento ignoramos muchas cosas acerca de cierto personaje, de un crimen, de un lugar, de una situación. Finalmente, y sabiendo ya el nombre de la película, nos enteramos un día que será proyectada en determinado horario y hacemos el esfuerzo (quizás perdiendo una emisión de nuestro programa favorito, o siendo descortés con alguien de la familia) para ver ese inicio, que seguimos hasta empalmar con el primer fragmento que ya hemos visto (quizás sean solo unos pocos minutos los que faltaban, poco más que los títulos de presentación). Tenemos así una visión completa de algo que no hemos visto nunca más que en partes, y recordamos y juzgamos el todo con (quizás) más autoridad que alguien que vio la película convencionalmente, de principio al fin, quizás en el cine, y que sin embargo hoy no recuerda de ella más que un par de situaciones que le parecieron llamativas en su momento, sin siquiera recordar el guión, ni los personajes.
La ciudad, decía, es para mí una obra de arte que se percibe en la misma forma que esa película del cable, pero con la diferencia de que nunca llegaremos a verla completa. No solo por su extensión, especialmente en casos de ciudades como Buenos Aires, de por sí inabarcables, sino porque los mismos fragmentos que aprehendemos pobremente en nuestro paso cotidiano (como veremos), cambian permanentemente de un día a otro, a diferencia de los inmutables pasajes filmados de la película del cable. Esto es parte de la maravilla de Buenos Aires, y quizás de cualquier ciudad, pero también es motivo de circunstancias desagradables que a veces nos pasan, y que quisiéramos olvidar prontamente.
Buenos Aires sorprende a quien la mire con atención, aunque la conozca de toda la vida, y aun en aquellos sitios por los que pasamos cotidianamente y pensamos conocer de memoria. Un día, un atasco de tránsito, un desvío de la mirada, una voz que nos llama la atención desde una posición inesperada, nos muestra un aspecto desconocido de aquello que pensábamos sabido hasta el hartazgo. O, específicamente, entramos en esa otra ciudad que habita el corazón de las manzanas.
Hace unos años, por ejemplo, fui a un asado con amigos en una casa ubicada en el noreste de la ciudad, no muy lejos de una estación ferroviaria. Los anfitriones, gente amable y culta, habían reciclado una vieja casa de las que los arquitectos y las inmobiliarias llaman “chorizo” (ignoro el motivo, quizás sea por su longitud, quizás por la factura en serie que parecen haber tenido estas construcciones en una época de Buenos Aires, que imagino habrá sido en las primeras décadas del siglo XX). La casa se extendía sobre un lote estrecho y muy largo: a un lado, una serie de habitaciones sobre los que se disponía un consultorio, hacia la calle, y los ambientes dedicados a la familia, hacia el interior; del otro lado, un patio muy agradable, que asocié enseguida a la cordialidad y buen gusto de la familia que me había invitado. Era diciembre y el asado se hacía en el fondo, al terminar el lote y el patio (que ya ocupaba todo el ancho del terreno, sin contrapartida construida). Pensaba yo que llegaría a una especie de quincho, pero bien distinto fue lo que encontré.
Por empezar, una frondosa vegetación ocultaba la vista de la continuidad del terreno hacia el fondo. El matorral daba una sensación de cierto desorden, contrastando con la cordialidad del resto de la casa, o por lo menos de la parte vista hasta ese momento. Solo se distinguía un camino, por el que me guió la dueña de casa (supongo que de haber estado solo, igualmente hubiera tomado ese camino, por ser lo único que parecía claro en el desorden del matorral, y por las risas y gritos que se escuchaban hacia delante, señal de que era ese el lugar donde se reunía el grupo).
Solo había dado unos pasos cuando me llamó la atención una baranda elemental, hecha con esos hierros aletados que creo se usan en la construcción para reforzar el cemento de los esqueletos de sostén. También me llamó la atención el cambio de material del piso, que en un primer momento había creído se trataba de una suerte de baldosa o cemento, y que resultó en realidad una plancha perforada de metal, que mirando más atentamente transparentaba un vacío hacia un nivel inferior, que supuse sería una suerte de sótano o débarras. Al terminar esa pasarela, me dio un poco de vértigo (problema que sufro desde chico y por el cual, por ejemplo, desistí de estudiar arquitectura cuando elegí mi profesión) que sobre el lado derecho, careciente de baranda, un vacío era el límite más allá del caminito. El sitio donde llegué era una especie de losa que cruzaba todo el lote de medianera a medianera, flanqueada por plantas y cañas que repetían el esquema del matorral al otro lado de la pasarela; por encima de todo asomaban unos cuantos árboles, de los cuales reconocí una palmera, el resto de los árboles no es mi especialidad nombrarlos, pero generaban una suerte de escenografía selvática, poco afín al clima amable de la casa e, incluso, de la calle donde ésta se ubicaba.
Había llegado un buen rato después de la hora fijada por los dueños de casa y ya estaba presente la mayoría de los invitados. Me recibieron con bromas, y entre las respuestas, los saludos, la entrega de mi botella de vino y la curiosidad por las achuras en preparación en la parrilla, al instante dejé de pensar en las cuestiones paisajísticas que me habían sorprendido durante el cruce de la pasarela.
El asado trascurrió en un clima jocoso, con muchas bromas y comentarios de buen humor. En varias ocasiones se comentó, siempre en tono de broma y despreocupación, un episodio ocurrido pocos días atrás al dueño de casa, quien había tenido una fuerte discusión académica y profesional con la ex decana de su Facultad. Se trataba de una mujer ya muy anciana, muy reconocida en el ámbito específico de su profesión, pero cuestionada en sus actitudes personales y profesionales por buena parte de las generaciones que la habían sucedido. La señora (de quien no daré más datos que éste, por reserva que al avanzar un poco este relato se comprenderá) era especialmente cuestionada por las excentricidades de su carácter, que le ocasionaban frecuentes peleas con sus colegas del mundo académico, y que posiblemente habrían conspirado contra un éxito profesional más acorde con los meritos de su inteligencia.
Como cierre armónico de cada tramo de conversación, las referencias a la señora generaban las risas más compartidas y extendidas de la noche, así como las propuestas descabelladas de solución al entredicho, que proferíamos al dueño de casa para divertirnos con sus salidas ocurrentes (que disimulaban, sin embargo, el auténtico disgusto que el episodio le había generado).
A medida que me distraía de la conversación, tendencia que me acompaña a menudo en reuniones con grupos grandes de gente, iba tomando conciencia que el lugar donde nos encontrábamos estaba ubicado sobre la barranca de Buenos Aires, ese mínimo salto del relieve que aparece en la ciudad en cercanías del río. No es que me distrajera por aburrirme, todo lo contrario. El grupo era muy divertido, no solo por la suma de los caracteres de sus integrantes, sino por la eficaz sinergia que adquirían todos al interactuar entre sí. Los pintorescos pantalones de uno de los invitados, los frecuentes llamados que otro atendía por su celular, la elegancia de las muchachas, todo era motivo de comentarios y éstos seguían un ritmo casi idéntico, donde a una serie de comentarios in crescendo seguía una culminación fuerte o disparatada, y a ese ritmo nos habíamos acostumbrado, y quizás ese mismo ritmo es el que, en su armónica repetición, me fue desconcentrando de los conceptos que se expresaban. Eso me llevó a su vez a concentrarme en los aspectos ambientales de la reunión, en el clima, en el entorno. Y allí volvió la curiosidad por la ubicación de la terraza sobre la barranca. Mirando por entre el cerco vivo que culminaba el lote, pude apreciar que de los árboles de porte que se extendían más allá solo aparecían sus enormes copas, sin que asomará ni una parte de sus troncos, los que, por lógica, deberían estar en un nivel inferior al de nuestro ámbito. Y, por lo tanto, nos encontrábamos en una plataforma elevada que presentaba la particularidad de tener más cerca, en distancia, la superficie ubicada a igual nivel en el patio previo a la pasarela, que el plano ubicado en un nivel inferior. En un momento dado me levanté, un poco por estirar las piernas y otro poco por corroborar, desde un punto de vista más elevado, la certeza de mi inferencia sobre el lugar. Así era, en efecto, y eso me llevó a ubicarme bien cerca del desnivel, solo protegido por una endeble pieza metálica en forma de riel ferroviario (pero más chica) y aun desprotegido en algunos puntos.
Creo haber hablado de mi vértigo; sin embargo, y mientras atendía superficialmente las conversaciones (ya, a esta altura, casi de borrachos) que se desarrollaban en la mesa, me entretenía ubicándome sobre el borde dela terraza, apenas protegido del vacío por la endeble baranda. Que nadie suponga que era ebriedad lo que me inducía a ese juego de simulación: no consumo una sola gota de alcohol desde mi adolescencia, no recuerdo siquiera el sabor del vino ni de la cerveza, menos aun el de los aguardientes. Solo acompaño mis comidas con agua y algunas gaseosas, sobre las cuales tengo formuladas complejas teorías gustatorias, que aquellos que prefieren las bebidas alcohólicas no pueden entender (supongo, en tal sentido, que la habilidad para distinguir distintos tipos de vino adormece la, a mi juicio, evidente diferencia de sabor, cuerpo y gusto que encuentro entre una 7up y una Sprite, por citar solo dos bebidas populares). El discreto placer de situarme al borde del vacío, incluso en el espacio entre el árbol y la pasarela, desprovisto hasta de la pobre baranda sobre la cual me había apoyado en un momento, creo que provino de una mezcla de confortabilidad con la amigable situación que estaba experimentando y de alucinación abstemia con el vacío, producto de la inesperada sensación espacial que había ido descubriendo a lo largo del recorrido hacia la terraza y de la estancia en la mesa.
Era, el día de la cena, una jornada normal de trabajo (creo que un viernes), por lo cual yo había llegado a casa de mis anfitriones tras un día completo de quehaceres de todo tipo, y me encontraba cansado. Esta circunstancia puede explicar dos cosas: haber sido prácticamente el primero en irme (me dio algo de pena que cuando anuncié mi decisión de partir otros se sumaran al anuncio, sintiendo una suerte de culpabilidad por contribuir involuntariamente a desarmar una reunión tan agradable), y los sucesos posteriores, sobre los cuales pido un poco de paciencia al lector porque ya mismo comienzo a relatarlos.
Incitan estas casas, llenas de lugares y pasado, a demorar las despedidas y retiradas en verdaderas ceremonias rituales (algunos de los invitados de la noche eran cientistas sociales especializados en estas cuestiones antropológicas de ritos y rituales, incluso con artículos y libros publicados al respecto; creo que en eso iba pensando en el momento exacto que relato). Así que el camino desde el fondo a la entrada fue una suerte de odisea, todo lo cordial que se quiera, con diversos estadios de caminata, detención, conversación, despedida parcial y retorno al ritmo de la partida: aquí, recoger el portafolios y el jacket, allí, saludar a alguien que retornaba del baño, más adelante, retornar unos pasos para hacer una pregunta al dueño de casa, etc. Algo que ahora recuerdo (es curioso como se hilan los pensamientos cuando uno expresa en un texto algo que lo ha angustiado durante mucho tiempo, y aquí omito referirme al valor terapéutico de la escritura, por no alargar innecesariamente mi relato), algo que ahora recuerdo, decía, es que al llegar aquella noche habían demorado en atenderme, y que incluso más de uno de los comensales que arribaron luego debieron esperar un buen rato para ser atendidos (y en esto no cabe culpar a la descortesía de los anfitriones, gente atenta como pocas, sino a la propia condicionante que generaba la casa, con su rapsodia de espacios y memorias).
Saludado que fue el último invitado a quien encontré antes de irme, me encontré tratando de abrir la puerta. El dueño de casa se había ofrecido a acompañarme, pero preferí dejarlo con otro huésped en proceso de despedida, una vez que me aseguró que la puerta quedaba cerrada desde afuera sin necesidad de llave. Pero la manija no respondía a mi movimiento, y no alcancé a ver la llave en las inmediaciones, de modo que debí retornar en busca de algún miembro de la familia que pudiera abrirme. En el patio, donde un minuto antes se congregaba en total más de una docena de personas, ya no quedaba nadie: algunos habían regresado a la terraza, otros departían con morosidad en las habitaciones (¡pero ninguno de ellos era de la familia!). Volví entonces a encarar la pasarela, decidido en mi andar hacia el fondo, pero distraído y desprevenido en mi actitud.
Creo que las ramas que amortiguaron mi caída pueden haberme salvado la vida, ya que en caso contrario el golpe contra el piso pudo haber sido más fuerte que lo que fue, pero también creo que, precisamente por amortiguar la velocidad y el ruido de la caída, impidieron a los comensales que aun permanecían (recuerdo ahora también, y siguen las remembranzas, que en aquel momento todos estaban gritando en festejo a un chiste que seguramente alguno de ellos habrá lanzado en aquel instante) escuchar mi descenso y el golpe contra el piso duro.
Ignoro el tiempo que permanecí desvanecido, que estimo debe haber sido considerable. Solo recuerdo haber despertado en un contexto de completo silencio, y oscuridad absoluta, sin comprender la situación en que me encontraba. Recuerdo haberme sentido profundamente cansado, al punto de cerrar los ojos y conciliar un sueño increíble sin atinar a levantarme siquiera. Mi siguiente recuerdo, ya de día, es haberme despertado en medio de lo que parecía una discusión unos metros más arriba, pero volver a cerrar los ojos por enceguecerme la claridad del día. En esa duermevela, recuerdo vagamente un grito y un ruido como el de una caída. Finalmente, y antes de despertarme por completo, un último recuerdo es el de despertar nuevamente, abrir lo ojos, tratar de incorporarme y, escondido entre el matorral, a escasa distancia de mis ojos ver lo que parecía la cabellera revuelta de una mujer anciana, un charquito rojo a su lado, y los reflejos de claridad sobre la piel y la blusa de la vieja. Sucedió a esto un desmayo, y finalmente, ignoro cuanto rato después, despertar en forma definitiva, y escuchar, ahora nítidamente unos metros por encima, la voz del dueño de casa, hablando nerviosamente con alguien que supuse podía ser uno de los asistentes a la reunión, con lo que interpreté eran explicaciones sobre el episodio que, de una manera que desconocía yo, había terminado con “la vieja” (recuerdo que desde el primer momento identifiqué con ese apelativo, referente a una persona anciana y no a una madre, a la persona que suponía haber visto a escasa distancia de donde me encontraba) tirada bajo la terraza.
Hacía mi derecha, en sentido contrario a donde se encontraba (si es que aun estaba, y si es que alguna vez había estado) el cuerpo malherido o cadáver de “la vieja”, alcancé a ver un claro en el matorral. Tratando de no hacer ruido, me arrastré hasta el, en donde me escondí hasta que dejé de escuchar las voces. Entonces, seguí arrastrándome hasta encontrar un alambrado ya viejo y vencido, que supuse fuera el cerco con la casa de un vecino: allí me adentré y con extremada lentitud fui penetrando entre el pastizal y los arbustos de lo que parecía un desprolijo jardín o directamente un baldío.
Me quedé entonces en ese claro, unos minutos, hasta que dejé de escuchar voces, entonces seguí alejándome del bajoterraza y del cerco, todo lo sigilosamente que pude. Del claro salía una suerte de túnel, como excavado entre los pastos, las cañas y las matas que cubrían el terreno. No se estimar medidas exactas en centímetros: ignoro si el ancho y la altura del túnel corresponden al rango de las decenas de centímetros o a de los metros (aunque dificulto eso, porque me han dicho que la vereda de una calle del centro tiene muy poco más de un metro de ancho, y a mi me parece que el túnel era más chico). Solo sé que las dimensiones del túnel (e ignoro si realmente se le puede llamar con ese nombre) permitían acomodar mi cuerpo, en posición semiagachada, en cuatro patas, y además permitía realizar los desplazamientos hacia adelante con apenas unos choques contra las paredes vegetales.
Fue ese día que descubrí algo sobre mi persona (entre tantas cosas que descubrí). Así como sufro de un vértigo que me impide, como ya he dicho, asomarme a los bordes de balcones o terrazas o caminar por pasarelas o escaleras poco protegidas (fobia que se acentuó, comprensiblemente, a partir de los hechos que relato), tengo una capacidad superior a la del común para adecuarme al encierro y a los espacios estrechos. No lo supe hasta ese día, y creo que eso es lo que me permitió decidirme a continuar, durante varias horas (si es que medí correctamente el tiempo en esas circunstancias), avanzando hacía adelante por el camino virtual que el túnel generaba entre el espeso matorral de la barranca. Creo además que en la decisión influyeron otras circunstancias, y en especial el temor que me generaba mi presunto descubrimiento sobre “la vieja”, moribunda o ya cadáver bajo la terraza (¿o fue una pesadilla en mi desmayo, procesando la charla de la cena con el tamiz de mi accidente, o fue un animal, o algún desperdicio descuidadamente caído desde la mesa?), y la propia comprobación sobre mi cobardía, que procuraba atenuar con un supuesto acto de coraje físico. Así somos de oportunistas: atribuí el miedo a la lógica de la situación, y la “valentía” de deslizarme entre las cañas, a meritos propios…
Al tiempo de andar por el túnel, me llamó la atención un pequeño hilo de agua que se deslizaba a mi izquierda, recogiendo a su vez otros hilos menores que se escurrían por entre las hojas de hierba. Aunque parezca increíble, fue el sentido de avance del agua lo que me dio una patente conciencia acerca de haber estado deslizándome, desde mi entrada al claro, por un plano inclinado irregular, que no era otro que la famosa barranca de Buenos Aires. Con seguridad que esto contribuyó a facilitar mis movimientos y a moderar el cansancio sufrido en el desplazamiento. No se que especie de absurda esperanza me dio la compañía de ese hilo de agua, que alentó en mi relato interior la voluntad de proseguir el camino y la certeza de un éxito final, cualquiera que este fuera.
Tras un ligero desvío del camino, encontré el destino concreto del agua compañera: una especie de sumidero, prolijamente construido, pero con su reja de protección absolutamente destruida, al punto que no presentaba obstáculo alguno para que mi cuerpo pasara por entre sus huecos hasta el interior del conducto. Pensé unos minutos sobre la conveniencia de continuar mi recorrido; creo que terminaron convenciéndome la ausencia de alternativas (salvo, por supuesto, la de regresar por el camino ya andado, y aun así me dije a mi mismo que el obstáculo para ello era la dificultad de avanzar barranca arriba, y no la cobardía de afrontar el episodio de la vieja…) y la influencia de la cultura cinematográfica, que siempre ha presentado como un recurso exitoso el de las fugas por las alcantarillas.
La entrada en el conducto confirmó mi optimismo: el caño por el que me introduje, de forma perfectamente esférica, era un poco más amplio que el “túnel” vegetal que dejaba atrás, y presentaba en la perspectiva lejana algunos claros que asocié a salidas a la calle o a algún tipo de espacio abierto. Avancé, esta vez sin las molestias de las irregularidades del terreno y las pinchazones de las espinas en la maleza. Tomé, en un momento dado, la decisión de seguir un ritmo de avance y descanso: unas decenas de pasos continuados, un descanso mientras contaba mentalmente hasta cien. Ignoro que mecanismos psicológicos se activan mediante estos ritmos, pero a mi me procuraron una gran relajación y tranquilidad.
Me ayudaron, además, a ignorar la compañía indeseada de ratas e insectos que poblaban el albañal, y el olor de los excrementos que distintos conductos menores iban arrojando en el conducto principal (a pesar de, que tengo entendido, las normas municipales prohíben derivar las cloacas de las casas a los desagües de la lluvia). De todos modos, desde la primera rata que encontré, me di cuenta de que estos inmundos roedores tenían de mí más miedo que el que yo tenía con ellos. Supongo que interviene en esto una cuestión de tamaño, y que es el animal más pequeño el que teme a otro, infinitamente más grande, que se instala de manera inesperada en su hábitat. Recordé una charla que había tenido a mi regreso de un viaje al mar, en el que había practicado el avistaje de peces y corales nadando con ese dispositivo de respiración que llaman snorkel. En un momento dado, alguien que, como yo, se había adentrado algo más de lo usual en mar abierto, me señaló con su dedo, acechando entre las irregularidades de un coral, la inconfundible figura de una barracuda, con sus dientes filosos y su expresión feroz. No tuve miedo, a pesar de la cercanía del animal, porque había escuchado de buceadores experimentados relatos de encuentros similares, con absoluta expresión de seguridad respecto a que la barracuda no ataca a seres humanos. Relatando la experiencia en una reunión, sostuve con cierta impostada suficiencia que la barracuda respeta al hombre por ser un animal de tamaño superior, a lo que alguien me respondió con una pregunta a la que no encontré respuesta:
– ¿Y entonces que pasa con las pirañas?
Me estaba riendo de la frase, y de mi tontería, cuando encontré la salida del conducto por el que circulaba. Con un pequeño giro de 45 grados, mi albañal desembocaba en una especie de arroyo o río subterráneo, mucho más amplio, con piso plano y una cobertura en forma de bóveda. Sin pensarlo, salté hacia el piso del arroyo y, tras elongar para volver a acostumbrar mis músculos a la posición vertical, comencé a caminar por el borde derecho, en sentido contrario al del curso de las aguas. Me daba miedo salir al río (consideré que por la cercanía al río, y por el tamaño desmesurado del desagüe, este constituía el último tramo antes de la descarga final en el estuario platense). Y me dio miedo, cuando todo había terminado, pensar que hubiera sucedido en caso de que hubiera habido una tormenta en aquellas horas, y el canal se hubiera visto desbordado por el caudal de agua. Pero ese es un miedo posterior, más intelectual, lo importante es que entonces no lo sentí.
Anduve un largo rato, y en mi ansiedad dejé de lado el ritmo que había encontrado en el conducto menor. Fue un error, porque al poco tiempo ya estaba jadeando, y respirando inapropiadamente por la boca (durante todo el trayecto anterior había procurado en todo momento respirar y espirar correctamente). Por suerte, en poco tiempo encontré, sobre el techo del canal, una abertura de considerable tamaño, sobre la que se adivinaba una superficie subterránea también, pero con seguridad más cercana a la calle. Descansé unos minutos y, ayudándome en algunas irregularidades del terreno, conseguí trepar, en un esfuerzo final, al nivel superior. Se trataba de un túnel de tamaño algo mayor al del arroyo, que tras descansar un poco identifiqué, sin lugar a dudas, con la obra en construcción de un subterráneo. Ignoro si la obra estaba detenida, o si llegué a ella en un horario de descanso; lo cierto es que nadie se veía en el interior de la bóveda. Mirando a ambos lados del eje de la excavación, me pareció detectar que, hacia la izquierda del arroyo, el túnel parecía más “terminado”, más construido. Hacia allí me dirigí y, tras una leve curvatura, encontré finalmente lo que no podía ser sino el final de mi escape: una formación de subterráneo detenida, otra más adelante y, hacia el fondo, la iluminada imagen de una estación. Caminé con cuidado de no hacer ruido hasta llegar a la estación, para comprobar que efectivamente era horario nocturno y el subte estaba fuera de funcionamiento. Escuché algunas voces y me escondí tras una columna, desde ella vi un espacio vacío bajo una escalera, y pensé que quizás fuera mejor refugiarme en ese espacio hasta que comenzara a funcionar el subte, con el único riesgo de ser encontrado por personal de seguridad y ser obligado a salir de la estación (que en realidad era lo único que deseaba), tras unas pocas preguntas a quien con toda seguridad confundirían con un homeless, teniendo en cuenta lo destrozado y sucio de mi vestimenta y de mi cuerpo, y mi barba de días. Demoré un tiempo en decidirme, y entonces la realidad decidió por mí. Todas las luces de la estación comenzaron a encenderse, las puertas y las cortinas metálicas se abrieron, decenas de personas (en un principio, empleados del subte y gente a cargo de los negocios) comenzaron a poblar los andenes, y en unos minutos pude mimetizarme entre los primeros pasajeros de la madrugada. Las opciones, ahora, eran salir a la calle y tomar un taxi o colectivo hacia mi casa, con el inconveniente de que ni en uno ni en otro sería fácilmente aceptado, debido a mi aspecto, o esperar la salida del subte, sentado en la primera formación, y bajarme en una estación a cinco cuadras de mi casa. Es lo que hice, me acomodé en un asiento corto al que, cuando comenzó a subir la gente en las otras estaciones, nadie se acercó (si bien comprobé que, por suerte para mis objetivos, nadie tampoco me miró demasiado, más allá de la primera comprobación sobre mi aparente marginalidad). El costo de esta alternativa, por cierto, fue la de obligarme a caminar las cinco cuadras, tramo este que fue el más difícil de mi recorrido, por el cansancio acumulado.
Llegado a mi departamento, seguí un orden extraño de acciones y necesidades. Lo primero fue encender el televisor en los canales de noticias: en ninguno de ellos, como tampoco en las tapas de los diarios que había visto en el subte y en la calle, se hablaba de episodio alguno que pudiera vincular con mi descubrimiento en el bajoterraza. No registraba llamadas en mi contestador, y solo unos pocos mensajes convencionales se habían sumado a mi casilla de e-mail: entre ellos, las sinceras expresiones de agradecimiento que los participantes del asado dirigían al dueño de casa y al resto de los comensales.
Me di un baño prolongado, y absurdamente me afeité. Fui a la heladera, encontré unos restos de sushi que devoré en el momento, me preparé un café que acompañé con tostadas y miel, y antes de acostarme revisé las ropas que llevaba. No se si estaban tan irrecuperables como las vi, pero decidí desprenderme de ellas y las puse en una bolsa negra de residuos, que tiré por el conducto del compactador. Apagué las luces, me metí en mi cama, y no creo que hayan pasado más de unos pocos segundos hasta que me dormí.
CR
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política.
Ver, entre otros (que pueden rastrearse en el índice de cdlc), su relato La Juventud Alegre, en el número 40 de café de las ciudades, y su ficción metropolitana contemporánea Proyecto Mitzuoda, escrita en colaboración con Verónica Ruiz.
Sobre el reciclaje en Buenos Aires, ver la nota ¿Que es lo que hace a las casas recicladas tan cool, tan atractivas?, en el número 22 de café de las ciudades