Ahora a los dirigentes del fútbol argentino se les ocurrió que a los estadios tienen que ir solamente las hinchadas locales. Boca Juniors anunció que en el futuro solo cederá a los visitantes una de las dos bandejas de la tribuna que históricamente los albergaba, la que da espaldas al Riachuelo. Mauricio Macri, presidente de la popular institución, empresario y político de centro derecha, aduce para justificar esta medida la extraordinaria cantidad de asociados que el club de la ribera está afiliando luego de la conquista de varias Copas Libertadores de América y Toyota en los últimos años. Con otra óptica, el presidente de Velez Sarfield, Raul Gámez, propone reservar los estadios para los locales a fin de evitar los enfrentamientos de hinchadas rivales y combatir así la violencia en el fútbol. Para los visitantes, quedará la posibilidad de ver los partidos por la cada vez más poderosa televisión, cuyos intereses parecen estar detrás de estas propuestas: cuanto menos gente pueda o quiera ir a los estadios, más negocios harán los dueños de los derechos de transmisión (dicho sea de paso, un negocio no demasiado transparente).
Estas propuestas son tan siniestras como la de eliminar los subtitulados en el cine, por ejemplo. De llevarse a cabo terminarían con uno de los mayores encantos históricos del fútbol criollo: el duelo coral entre las hinchadas. Las aficiones argentinas son (y esto no es orgullo patriotero sino un reconocimiento unánime) las más ingeniosas del mundo. Sus cánticos de aliento reciclan ingeniosamente los hits de la música popular, los jingles publicitarios y los himnos políticos, y los transforman en complejas canciones rituales, de rima y métrica precisa, que alaban las virtudes propias y hacen escarnio de las debilidades ajenas. A veces verdaderos himnos guerreros, su eficacia poética y aglutinadora trasciende las fronteras y a los meses de generarse se escuchan en otros estadios latinoamericanos y hasta españoles. Pero la gracia y la épica de estos coros gigantescos se hace más evidente en los “duelos”, cuando las hinchadas rivales se gritan sus miserias a 130 metros de distancia entre popular y popular. Así suenan las irónicas referencias a paternidades deportivas (“que nacieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán”), a viejas humillaciones (“vos sos de la B”, es decir de la división de ascenso), a cobardías y heroísmos (“sos amargo”, “sos botón”, “nosotros tenemos aguante”, “vos no existís”). El silencio de la hinchada contraria es la peor muestra de “amargura”, y motiva las lapidarias “esa tribuna se parece a una postal” o “un minuto de silencio para X que está muerto”. Una respuesta no entonada por toda la hinchada, cuyo sonido llegue con debilidad a la otra tribuna, origina el taxativo “no se escucha, sos amargo, X hijo de …”.
En el furor de los grandes partidos, cuando la pelota va y viene de arco a arco con vértigo y precisión, los griteríos se superponen y hacen recordar, a un espectador cinéfilo, la famosa escena de Casablanca en la que Victor Laszlo pide la Marsellesa a la orquesta del bar de Rick, y la totalidad del bar la canta para tapar la canción nazi que entonan unos oficiales alemanes. Confieso que cada vez que veo esa escena (y debo haberla visto mas de una veintena de veces) me pasan dos cosas: reprimo una lagrima de emoción, y pienso en los magníficos duelos de hinchadas de un clásico del fútbol argentino.
Del mismo modo que antes se culpó a las banderas de la violencia en el fútbol (¿…?) y se prohibió su presencia en las canchas, ahora surge esta nueva “genialidad” de los dirigentes. En la práctica, la idea pareciera ser la de combatir toda manifestación de la fiesta del fútbol. El argumento de Macri, que apela a la gran cantidad de asociados boquenses, en realidad debería ser una excusa para construir un estadio que responda a las reales necesidades de su club, en reemplazo de la vetusta “Bombonera” ( y en especial de su siniestra segunda bandeja, incomoda, peligrosa, e inapta para la visión del espectador, que pierde por completo la visión del arco que tiene debajo). Parece increíble que los dos clubes más populares del país tengan estadios tan poco adecuados como la Bombonera boquense y el Monumental de River Plate (desde cuya bandeja alta es imposible distinguir a un jugador de otro, dada la exagerada distancia al campo de juego).
Macri mismo es consciente de esta falencia, y varias veces ha insinuado la idea de construir un nuevo estadio, habiendo llegado a sugerir la construcción de un estadio único para Boca y River. Esto choca con la idiosincrasia del aficionado argentino, que valora sentimentalmente la importancia de tener su estadio propio: véase sino el fracaso del Estadio único de La Plata, que ni Estudiantes ni Gimnasia (los clubes de esa ciudad) aceptan como propio. No tiene sentido cuestionar estas idiosincrasias con referencias al fútbol europeo y sus estadios comunales donde juegan los dos equipos de una ciudad (Milán e Inter, Roma y Lazio, Wembley en Londres). En principio, porque tener costumbres distintas no es malo, y de hecho en Madrid y Barcelona cada equipo tiene su estadio: cada fútbol se ha ido construyendo con sus particularidades, y eso resiste los embates eficientistas de quienes desconocen la manera de ser de los hinchas. Y además, porque la propia mecánica de las ligas es distinta: en Europa cada ciudad tiene uno o dos equipos representativos, algo que también ocurre en el resto de la Argentina pero no en Buenos Aires, donde existen infinidad de equipos de las más distintas importancias y categorías (en ciertas zonas, en especial en el sur de la metrópolis, un equipo por cada estación de tren). En la actualidad, de 20 equipos que componen la liga mayor argentina, 12 son de Buenos Aires y su área metropolitana, una proporción completamente distinta a las de los otros campeonatos más importantes del mundo, y que refleja la primacía urbana de la metrópolis porteña en el país. En la división de ascenso, también la mitad de los clubes es de la metrópolis.
La otra bandera de los que propugnan este desatino es la cuestión de la violencia en los estadios. Otra falacia: lo que origina la violencia no es que las hinchadas compartan un estadio, sino la anomia resultante de los dramas socioeconómicos que ha vivido la Argentina en las últimas décadas. El fútbol no solo constituye un “aguantadero” para delincuentes comunes y lúmpenes políticos al servicio de caudillos. Es el único refugio de identidad que le queda a gente a la que le han sacado todo orgullo propio y colectivo. Los episodios de violencia se suceden entre distintas hinchadas en lugares totalmente alejados de los estadios (como la emboscada de barras bravas de Boca a los de River en 1994, a 5 kilómetros del Riachuelo, o el reciente enfrentamiento de barras bravas de Newells Old Boys de Rosario y River en un peaje de la autopista Panamericana, a 100 kilómetros del Monumental y a 200 del Parque Independencia), lo cual echa por tierra la teoría Gámez. De hecho, aún los episodios criminales que tienen relación directa con un partido, en su inmensa mayoría ocurre fuera de los estadios. Y en la reciente reinaguración del estadio de Argentinos Juniors (un club de clase media porteña), se registraron disturbios entre los mismos hinchas del “bicho colorado”, algunos de los cuales hasta saquearon a sus viejas glorias en el vestuario. Todo esto, en un partido donde ni siquiera había un equipo visitante…
Es raro lo que ocurre con las fiestas en la Argentina, y en especial en Buenos Aires. En esta ciudad, el fútbol fue históricamente la fiesta urbana por excelencia, la única que podía compararse al carnaval carioca o otras festividades del mundo. Ahora se hace todo lo posible por terminar con ella, o en travestirla para asemejarla a otros espectáculos: las porristas de Macri, al estilo del fútbol americano, la música por los altoparlantes del estadio a todo volumen tapando el cántico tribunero, las ridículas y cada vez más largas esperas al terminar el partido para salir del estadio…
Pero al mismo tiempo que se acosa a la fiesta del fútbol, se adoptan, por motivos comerciales, fiestas de la cultura norteamericana sin ninguna tradición argentina: el Día de los Enamorados o de San Valentín, el ridículo festejo de Halloween en ciertos colegios privados, y ahora, auspiciada por las empresas cerveceras, la fiesta de San Patricio. El pasado 17 de marzo, Reconquista (calle que antes era de burdeles y ahora es de pubs, en el microcentro porteño) se llenó de oficinistas y curiosos que tomaron toneladas de cerveza muchos de ellos sin saber ni quien era San Patricio, ni donde queda Irlanda. Días antes, una manifestación de “murgueros” (comparsas de carnaval) había invadido calles cercanas reclamando la vuelta de las carnestolendas (que dejaron de ser feriado en las última dictadura militar, porque se suponía que los argentinos eran vagos por naturaleza y no había que darles excusa para no trabajar…). Es probable que muchos “yuppies” del subdesarrollo que asistieron a este “San Patrick`s Day” criollo, se horrorizarían si vieran la fiesta de la Virgen de Copacabana, que la comunidad boliviana festeja en el sur porteño, en el barrio de Pompeya. Y esta colectividad no solo es más mucho más numerosa que la irlandesa en la Argentina, sino que hasta le ha dado al país su primer jefe de gobierno, el chuquisaqueño Cornelio Saavedra.
CR
Sobre fútbol y ciudad, ver artículos Un negocio galáctico y Ocaso y renacimiento del Gasómetro en los números 10 y 12, respectivamente, de café de las ciudades.
Sobre fiestas en Buenos Aires, ver la Feria de Mataderos.