Roma, la película de Alfonso Cuarón, concentra en una historia personal las historias del propio director, de su familia y de muchos conflictos superpuestos -étnicos, sociales, políticos, de clase, de género. Cuarón elige para ello una protagonista expuesta a la vulnerabilidad extrema (la empleada doméstica mixteca) y un tiempo histórico particularmente atractivo en México y en el mundo: la transición inmediata entre los sesenta y los setenta; los años finales del consenso keynesiano, los años duros de la Guerra Fría, los años de la revolución “inminente” y la reacción “realmente existente” (la reconstrucción es perfecta, como dice Caporossi en su apéndice a esta nota).
La película se inicia con una mirada hacia abajo, hacia el piso de un patio, y culmina mirando hacia un cielo enmarcado por barandas y escaleras. El arriba y el abajo son ambiguos en su significado, se entremezclan en lo social, se cruzan en lo familiar, se despliegan en distintos tipos de escaleras (así como los tiempos de ser grande y ser chico se invierten en las historias de Pepe, el Cuarón niño). En la casa, el zaguán devenido cochera es una buena metáfora del desconcierto matrimonial, con la caca de perro como excusa para la pelea y las dificultades de maniobra del Galaxy maltrecho. El piso del medio es el piano nobile de la vida establecida. La terraza queda fuera del código estilístico Art Decó y se continúa en la precariedad de sus vecinas; es un ámbito aún no descubierto para la sociabilidad formal pero apto (quizás por eso) para juegos y sueños.
Aunque su título refiere a la Colonia Roma como vecindario prestigioso en el entonces DF, el barrio no es el espacio protagónico de la película, más allá de las tardes de cine y los paseos que las acompañan. Es más lo que vemos de Nezahualcóyotl y su precariedad periférica que del elegante distrito pericentral. Otros espacios son más decisivos en los sucesos -el rural de la finca de los gringos donde la familia recibe el año 71, el festivo de la playa de Tuxpan, el institucionalizado del hospital. Arriesgo una hipótesis seguramente excesiva: como en la pretenciosa película homónima de otro gran director, el argentino Adolfo Aristarain, Roma es una referencia de memoria común para la historia personal y colectiva. Más que un barrio (en Cuarón) o una madre (en Aristarain), Roma es una apelación a un pasado común, todo lo ilusorio que sea en realidad (la Roma de Fellini, aunque en ese caso literalmente referida a la ciudad, es también una película sobre la memoria y la historia personal).
El agua es el elemento hegemónico de Roma, aunque la tierra y su temblor y el fuego de un incendio forestal aparezcan como contrapesos. Coherente con ello, la cámara de Cuarón se mueve como pez en el agua, sin que su pericia distraiga del fluir de la historia. El rico -casi infinito- blanco y negro emparenta a Roma (al menos en mi recuerdo) con Tarkovsky y el Fellini “post-neorrealista”.
CR
Apéndice: Cine y memoria, por Luis Elio Caporossi
Pienso en Fanny y Alexander. Es autobiográfica y cubre la niñez de Bergman. Esta filmada desde el punto de vista del niño: desde su subjetividad. Las casas son enormes laberintos y los carros a caballo son artefactos fabulosos: la memoria intenta recuperar esas primeras fundantes y recortadas impresiones.
Pienso en Amacord de Fellini. Aqui la memoria se corre: es la memoria de un adulto y lo que cuenta es una evidente y aplicada construcción y reelaboración del pasado. No interesa su verdad sino su verosimilitud.
Pienso en Roma de Cuarón. Aquí se intenta otra vía. Cuarón hace un esfuerzo épico en quedar fuera del sistema de memoria subjetivo. Intenta una reconstrucción de época que implica un enorme y colectivo esfuerzo de documentación; un esfuerzo que supera ampliamente las limitaciones y capacidad creativa de una memoria personal.
La cámara actúa como si fuera un observador neutro de esa minuciosa reconstrucción. La cámara dócilmente persigue en continuidad la acción, en este caso lo que Hannah Arendt llama "la labor" -esa invisibilizada tarea cotidiana dedicada al simple mantenimiento del vivir- para otorgarle una dignidad generalmente invisibilizada. Es notable como el seguimiento de esas acciones mínimas conforma el soporte continuo que abre el relato, como en la vida real, a las puntuales irrupciones de catástrofes tanto colectivas como individuales. La eficaz continuidad de los planos secuencia, aquí totalmente desprovistos de la autocomplacencia formal que generalmente lo acompaña, se realizan siempre a la altura del ojo transformando al espectador en un personaje más de lo que acontece. Cuarón logra la hazaña de desaparecer, dejándonos solos frente al aparente fluir de la vida real.
LEC
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo Urbanofobias (I) en el número 70, El Muro de La Horqueta (c/ Lucila Martínez A.) en el número 79, Turín y la Mole en el número 105, Elefante Blanco en el número 116, Sídney, lo mejor de ambos mundos en el número 126 y Clásico y Pompidou (c/Carola Ines Posic) en el número 149/150. Es uno de los autores de Cien Cafés.
Luis Elio Caporossi es Arquitecto (UNLP) y docente. Ver su nota El futuro de Bahía Blanca en este número, entre otras publicadas en café de las ciudades.
Sobre cine y ciudad, ver también entre otras notas en café de las ciudades:
Número 157/158 I POSICiones cordobesas
El mundo y el arte somos nosotros I Sobre Paterson, de Jim Jarmusch. I Por Celina Caporossi
Número 69 I Cultura de las ciudades
Happy together I Cine y ciudad en cinco episodios (y la reconstrucción de Metrópolis en Buenos Aires) I Por Marcelo Corti