Obviaré toda interpretación política acerca de los últimos acontecimientos en el Vaticano, y prescindiré (salvo cuando la índole de mi análisis se cruce inevitablemente con ello) de especulaciones que me superan sobre el significado institucional de los Cónclaves realizados, la herencia del Papa muerto, la misión del Papa electo, y en general todo lo que se refiera a la Iglesia como factor de poder en el mundo contemporáneo, y al sentimiento de la feligresía católica en San Pedro y en el mundo
Lo que diré se relaciona, en cambio, con la calidad del espacio representativo y el espacio simbólico de la sede del poder de la Iglesia Católica. Si bien lo representativo y lo simbólico tienen mucho en común, creo que los diferencia el sentido político de lo representativo y el sentido individual y metafísico de lo simbólico (hasta aquí, la distinción, queda a los semiólogos dirimir las fronteras y los solapes). Ambas dimensiones, presentes de modo magistral en la resolución del espacio urbano y arquitectónico de la Sede mundial de la Cristiandad. Que, dicho sea con todo respeto, es a mi juicio la más lograda sede corporativa del planeta, en toda su historia. Un lugar con la escala exacta para indicar la trascendencia de su misión: a la vez enorme y accesible, distante y protectora, lujosa y ascética.
Para Mircea Elíade, el cristianismo surge en la historia como una interrupción del tiempo cíclico de la antigüedad, una ruptura del eterno retorno sugerido por los ciclos de la agricultura, la biología y la astronomía. La idea de Cristo sacrificándose por la humanidad, la promesa de su retorno, el Juicio Final y la salvación, introducen un sentido direccional del tiempo y, con este, la posibilidad de la libertad y la redención.
Este trastrocamiento del tiempo tiene su paralelo en la extensión del espacio de Dios, que ya no es el dios de un lugar determinado sino una deidad omnipresente e inconcebible. El apóstol Pedro no funda la Iglesia de Cristo en Jerusalén, lugar de la Pasión del Hijo, sino en la Roma que centraliza el poder mundial, preparando el camino para la universalización del mensaje evangélico. Aldo Rossi ha señalado esa tensión entre la ubicuidad del Dios de la Cristiandad, ubicado fuera del espacio y, por lo tanto, en todos lados (aquí introduzco un recuerdo personal: de niño, en catequesis, no me resultaba tan misteriosa la idea de la Trinidad como la del Señor que todo lo ve porque está en todas partes), y la focalidad de la Sede mundial, de la Santa Sede. Esa inconcebible abstracción se atenúa en la oportuna sucesión de milagros y apariciones, de santos y vírgenes que sacralizan puntos concretos del espacio
En el espacio particularizado de la Iglesia, la contradicción del rito se da entre la variante cristocéntica, la iglesia de planta central, más adecuada a la celebración de un Dios Padre Todopoderoso y a la abstracción de su ubicuidad y eternidad, contra las evidentes ventajas prácticas de la forma basilical, direccional.
La cúpula de Miguel Angel Buonarotti califica con genio y desmesura la centralidad de Roma como sede cristiana, pero falla a los efectos del rito, y por ello se impone la cuestionada pero inevitable nave de Maderna. Con su plaza, Bernini (el prototipo del artista genial al servicio del poder) resuelve la cuestión al elegir la forma elíptica, donde los focos excéntricos relativizan la frontalidad de la fachada maderniana y vuelven a poner el foco en la forma “inatacable” de la cúpula. Múltiples metáforas surgen del diseño barroco de la plaza: los brazos de la cristiandad, el seno de la Madre Iglesia, el espacio a la vez contenido y abierto, el artefacto ordenador de la diversidad urbana circundante. Ni siquiera la torpe operación mussoliniana de desventramiento del tejido previo a la plaza logra degradar su escala universal. Es la plaza donde se congrega el mundo, el ámbito magnífico donde el intérprete infalible de la Palabra de Dios transmite su mensaje urbi et orbi, a la ciudad y al mundo. El carácter de ciudad separada de Roma, de Ciudad Estado que adquiere el ámbito de la Plaza, la Basílica y los palacios con la creación del Estado Vaticano, agrega una matriz geopolítica a esta sutil y contundente materialización del espacio de la cristiandad.
El sentido ceremonial de esta plaza abierta al mundo se constata semanalmente en las misas y bendiciones, pero adquiere su relevancia más completa en acontecimientos como los que hemos vivido en las últimas semanas: la larga agonía y la muerte de Juan Pablo II, el Cónclave, la elección de Benedicto XVI y su asunción, el traslado del Papa muerto y el paseo del nuevo Papa, todo ello entre una desbordante multitud. Pero hoy, la infinita reproducción de las imágenes en el tiempo y en el espacio, producto de las nuevas técnicas de la información y la comunicación, permiten ampliar hasta el vértigo las lógicas espaciales del genio barroco. La difusión a través del satélite no opaca ese sentido ceremonial previsto en los refinados esquemas geométricos y perceptivos de Bernini; por el contrario, el espacio perspectívico y el espacio virtual se potencian y amplían mutuamente. Unidos, indisolubles, el mundo y la ciudad, el espacio y el lugar, el Dios omnipresente y la piedra sobre la que el Hijo edificó su Iglesia.
CR
Ver la nota Crisis de las matrices espaciales, comentario al libro homónimo de Fabio Duarte,
y su secuela, La ciudad vencerá, por Carmelo Ricot, en los números 28 y 29,
respectivamente, de café de las ciudades.
Otra mirada de Carmelo Ricot sobre Roma, en su nota Roma y lo efímero,
en el número 3 de café de las ciudades.