Errores urbanos (I)
Lo primero que aparece en la pantalla al googlear “urbanismo táctico” es que se trata de un proceso colaborativo para recuperar el espacio público y maximizar su valor compartido. Se realiza a través de intervenciones ligeras, de bajo costo y rápida implementación para explorar alternativas de mejora de los espacios. Y según confirma Wikipedia, el urbanismo táctico es un enfoque en la planificación e intervención del espacio urbano caracterizado por un bajo coste, pequeña escala, rapidez en la ejecución, reversibilidad y por la participación ciudadana en la toma de decisiones.
Rapidez, bajo costo y participación ciudadana, entonces, como ventajas de esta modalidad urbanística sobre aquellas más reguladoras y estructurales que, a contrario sensu:
– son difíciles de mostrar en el corto plazo (dicho sea de paso, un inconveniente electoral) y, por tanto, no resultan apropiadas para involucrar a la sociedad y generar consensos,
– requieren grandes inversiones cuyo financiamiento es difícil, y
– prescinden de la opinión popular y eluden las discusiones abiertas y los aportes de quienes realmente usan y conocen la ciudad.
Argumentos similares, todos estos, a los que en los ochenta y noventa del siglo que precedió al actual se utilizaron para promover el planeamiento estratégico en sus diversas variantes, en especial los grandes proyectos urbanos y la intervención sobre el espacio público y sobre sitios de valor patrimonial (AKA acupuntura urbana). La crítica al urbanismo regulador y antipático de los treinta años gloriosos se derivó entonces a lo estratégico primero y a lo táctico en nuestros días. Los municipios a la page pueden mostrar orgullosos sus operaciones de transformación urbana prácticamente instantáneas, de bajo costo relativo y resultantes de decisiones consensuadas con vecinas y vecinos en procesos abiertos de participación extendida (o supongamos que eso son). El caso típico es la ampliación de veredas en una calle céntrica. Expandir los espacios de la peatonalidad, reducir el área ocupada por automóviles en movimiento o estacionados: ¡todo cierra, todo es sustentable, todo es humanista!
Pero aquí aparece una vuelta de tuerca sobre las operaciones tácticas. En ocasiones, la franja de pavimento que se le quita a la calzada no se rellena ni se nivela con la vereda para conformar un único plano peatonal; ni siquiera se parquiza como cantero o parterre. Por el contrario, se mantiene en su estado original y se aísla del espacio vehicular con unos maceteros –generalmente feos, generalmente escuetos en su dotación botánica.
Esto reduce aun más el costo de la intervención e introduce otra variante apreciada por la ideología tacticista: la posibilidad de dar marcha atrás si la operación fracasa, si hay demasiadas quejas, por ejemplo. El maestro Eduardo Sacriste citaba en sus Charlas a principiantes una conversación con un arquitecto que en el espacio público de acceso a un edificio dejó sin definición los caminos por los que pasaría el público, a fin de dejar un tiempo para que la gente marcara huellas y estas fueran las que se tomaran como traza de los senderos definitivos. Sacriste cuestionaba esta práctica, que a pesar de su aparente amabilidad denotaba la ignorancia del profesional sobre la forma en que la gente camina en la vida real: tomando el recorrido más fácil y corto entre los puntos que inician y finalizan su marcha.
Los espacios así definidos por macetas resultan de difícil apropiación por sus destinatarias/os. No son usados, porque resultan incomodos para la caminata en razón de su desnivel. No amplían la sensación de espacio utilizable; por el contrario, generan una ominosa tierra de nadie entre la vereda y la calzada. Algún peatón apurado baja y lo camina con premura para eludir un “embotellamiento” ocasional de caminantes o el obstáculo de un grupo espontaneo de conversación en la vereda. No tienen otro uso ni generan una estética memorable.
Es dudoso que alguien haya pedido su realización en algún taller vecinal o en asambleas de presupuesto participativo. Son recursos fáciles, replicables, tácticos de nombre, inocuos en los hechos. Hijos del bajo presupuesto, estos espacios de génesis maceteril tranquilizan conciencias y facilitan gacetillas de prensa sobre la humanización del espacio público, una coartada urbanística y funcionarial.
CR
Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades, como por ejemplo Urbanofobias (I), El Muro de La Horqueta (c/ Lucila Martínez A.), Turín y la Mole, Elefante Blanco , Sídney, lo mejor de ambos mundos , Clásico y Pompidou (c/Carola Ines Posic), México ´70, Roma, Quevedo y Piranesi, La amistad ferroviaria, Entente Cordiale, La ilusión cartográfica y Geográfica y geométrica. Es uno de los autores de Cien Cafés.
Sobre el tema, ver también Contra el urbanismo de franquicias. El problema de las recetas, en nuestro número 188.