Esta nota continúa y culmina a Los deseos imaginarios del comprador de Torre Country,
publicada en el número anterior de café de las ciudades.
En el origen de la Torre Country están, por un lado, el Código de Planeamiento Urbano de Buenos Aires; por otro lado, la ideología antiurbana de los estratos socioeconómicos más altos de la ciudad (el “ABC1” porteño) a partir de los `80.
El Código de Planeamiento urbano de 1977 (retocado en diversas ocasiones en años posteriores, la última en el 2000), es la expresión normativa del último Plan de Buenos Aires, el que Eduardo Sarrailh y Odilia Suárez lideraron entre 1958 y 1961. La “bestia negra” de este Código es el insensato tejido urbano del Código de Edificación de 1944, una normativa ultraliberal que permitía edificaciones en altura en toda la ciudad, en condiciones muy laxas de habitabilidad. Allí donde el mercado aceptó esa propuesta, Buenos Aires tiene hoy manzanas enteras con densidades “asiáticas” de 2000 o 3000 habitantes por hectárea, con dormitorios y livings mal ventilados y peor iluminados a “patios (que en realidad son pozos…) de aire y luz” (estos hiperconductos tienen, por ejemplo, 3 metros de ancho por tres de largo y 36 de altura). En cambio, donde no se completó la manzana, quedan bloques heterogéneos con construcciones en altura al lado de casitas chorizo, medianeras de 15 pisos de altura a la vista, y toda combinación que uno pueda imaginar, no importa cuan absurda sea.
Valga aclarar que si la ciudad no pudo completar su tejido durante los 33 años de vigencia del Código de Edificación no fue precisamente por un receso de la industria de la construcción. Los años en que rigió esa normativa fueron de una actividad casi frenética, en parte porque la estructura parcelaria de la ciudad, con sus lotes estrechos y sus terrenos de esquina de superficie reducida, es ideal para la realización de pequeños y medianos emprendimientos realizados por empresas afines; en parte porque los distintos espasmos inflacionarios incitaban a resguardar el valor de los ahorros en propiedades; en parte (last but not least) porque fueron décadas de gran afluencia a la vivienda urbana por parte de las clases medias y obreros especializados. La construcción incompleta del tejido urbano se explica, más bien, porque la potencialidad constructiva de la norma superaba toda expectativa razonable: alguien ha calculado que en caso de realizarse toda la capacidad constructiva que permitía ese Código, Buenos Aires hubiera podido albergar a 96 millones de personas… De ahí, el completamiento de las áreas mejor localizadas (a costa de sus calidades ambientales) y la ocupación incompleta del resto, con ocasionales intervenciones aisladas que aprovechaban la norma y alguna ventaja de oportunidad (propiedad del terreno, “ecos” de una zona cercana bien localizada, etc.)
Como reacción, el Código del ´77 propone una ciudad de terrenos amplios y habitabilidad higienista, donde a la promiscuidad edilicia de la época anterior se contrapone una suite de edificios aislados, de “perímetro libre”. La nueva normativa remplaza el tejido urbano por las fórmulas abstractas de ocupación del suelo y del terreno; se propone una manzana ideal con fondo libre que, casi 30 años después, no ha podido implementarse (ver por ejemplo la contraposición de la manzana del ´77 con la manzana real previa al ´44, en las fotos aéreas del barrio de Palermo de la década del ´40). La consecuencia, el “daño colateral”, es una nueva fuente de heterogeneidad: la contraposición de diferentes capacidades constructivas en una misma manzana ante la complejidad del sistema parcelario y el estímulo de los premios al “perímetro libre”. También, la presión sobre las grandes parcelas, la inducción a englobar. Y en lo económico, el desaliento a la pequeña inversión inmobiliaria de vivienda colectiva en parcelas pequeñas.
Dejemos por un momento el costado legal – normativo y volvamos a lo social y simbólico que empezamos a ver en la nota del número anterior. Allí vimos como se expresaban en la publicidad de un producto inmobiliario algunos de los sueños y deseos de la elite porteña. Analicemos esos imaginarios colectivos con instrumentos sociológicos más rigurosos. Para esto tomaremos algunos conceptos vertidos en un estudio de mercado del año 1995, dirigido al desarrollo de una urbanización privada en el norte de la metrópolis. Este estudio se basa en el nivel socioeconómico, un dato clave para caracterizar los mercados en países de bajo desarrollo económico. Es más confiable que los datos sobre ingresos, porque en estos países la inflación distorsiona la percepción de ingresos, existe una gran cantidad de personas que trabajan en negro e inclusive algunos sectores tienen pudor en expresar sus ingresos.
El nivel socioeconómico es un atributo del jefe del hogar, que caracteriza su disponibilidad de recursos económicos y su inserción social (estimada por su educación), y que se extiende al resto de los miembros. Las variables consideradas son la educación del principal sostén del hogar, su ocupación, automóvil, patrimonio y vivienda. Los llamados niveles ABC1 incluyen sectores de clase alta y media alta y agrupan a poco más del 10% de la población total de la metrópolis de Buenos Aires. El perfil de este estrato es de universitarios, empresarios, profesionales, ejecutivos o autónomos con jerarquía, con auto. Estas gentes leen diarios al menos una vez por semana, tienen cobertura médica, viajaron por placer o tomaron vacaciones en el último año, tienen tarjeta de crédito, caja de ahorro o cuenta corriente (y no solo para que les acrediten su sueldo), tienen servicio doméstico, y el número de personas que habita sus viviendas es menor que la cantidad de habitaciones.
Ahora bien (y como a cualquiera que está atento al paisaje de la ciudad no le habrá escapado), la investigación de mercado realizada por este estudio demuestra que en la década del ´90 este sector ABC1 cambió sus expectativas con respecto a la vivienda. Así, en la selección de criterios para la búsqueda de una futura vivienda, se pusieron de manifiesto el cambio en la escala de valores personales y familiares, y la percepción colectiva de la degradación en el medio ambiente urbano y barrial, y en la infraestructura de transportes. Para el ABC1, el factor más importante en la elección de una nueva vivienda pasó a ser la presencia de espacios verdes amplios, la disposición de aire, luz, sol, la tranquilidad, la ubicación de la vivienda en lugares abiertos y de menor densidad, la seguridad asociada a los sistemas de vigilancia, una buena oferta educativa y, en general, el modo de vida de los country clubs. Estar cerca del centro ya no era una condición para la elección de vivienda.
Sin embargo, buena parte de esta elite continuaba residiendo en departamentos, porque a igualdad de precios se conseguía mayor seguridad y mejores servicios que en las casas. Se privilegiaban espacios amplios y luminosidad en el departamento, y la cercanía de un colegio específico donde concurrieran los hijos. También se valoraba del departamento la menor necesidad de trabajo y mantenimiento. Estos grupos veían el fin de semana en el country como una mera compensación a la vida urbana. Sentían que la ciudad se había degradado por el aumento del tránsito, la instalación de grandes centros comerciales y de servicio, el aumento de ruidos, la degradación de los espacios verdes y la menor seguridad (sobre todo en los espacios públicos), la sensación de invasión y de anomia. Pero tampoco estaban del todo convencidos de la vida en country clubs: sentían cada una de las alternativas como incompleta. Incluso uno de los focus group entrevistados privilegió mantenerse en un departamento de buena calidad en un área céntrica de la ciudad, con equipamientos deportivos y recreativos. Todos hicieron hincapié en la necesidad de esparcimiento familiar: las mujeres no desean quedarse muchas horas solas en la casa estando lejos del centro de la ciudad.
La Torre Country aparece así como una solución que reúne “lo mejor de los dos mundos”: la ciudad, como localización cultural y comercial más que como forma de vida y lugar de conflicto creativo; la “naturaleza”, en forma de “vistas” y remedos parquizados; la urbanización privada como oferta de servicios (“amenities“) que torna innecesaria buena parte de las salidas al exterior de la residencia.
En los ´80, aun podía concebirse un programa como el de “la Casa del Angel” de Juan Carlos López, donde (dejando de lado el kistch postmoderno y la destrucción del patrimonio preexistente), el proyecto se adapta a su tejido y mixtura los usos comerciales de la calle con la residencia de alta densidad en las torres. En los ´90, las Torres del Abasto proyectadas por el estudio de Justo Solsona plantean otro tipo de relación con el shopping y el supermercado vecinos; todos ellos, autónomos entre sí y aislados del tejido circundante.
La Torre Country retoma de manera perversa la utopía del paquebote y el falansterio autosuficentes, pero ya no separado de la ciudad para postular una sociedad más adecuada, sino inserto en su interior para aprovechar sus ventajas de localización sin contaminarse de sus miserias. Estamos lejos del parque idílico donde Le Corbusier insertaba los “rascacielitos” para Victoria Ocampo. Aquí el suelo está compartimentado al extremo, separado en absoluto de la urbanidad barrial.
Como ejemplo, una experiencia comprobable: camine el lector desde Santa Fe hacia el este por Godoy Cruz u Oro, en el barrio de Palermo. Atravesará un paisaje urbano animado, variopinto, repleto de entradas a casas de residencia, comercios, bares y restaurants. Al llegar a Cerviño, se le acabará el mundo… O más bien, comienza el mundo torre country, a través de su máximo ejemplo, la Torre Le Parc. Es un rascacielos elegante, aislado en el centro de la manzana, protegido por cercas y cámaras. La amena caminata se transforma en una solitaria paranoia, donde todo es enemigo y uno mismo es un sospechoso para los guardias de seguridad.
El Le Parc es obra de Mario Roberto Alvarez, quien veinte años antes había ideado muy cerca de allí el Panedile, sobre la Avenida del Libertador. Pero nada más lejano en cuanto a concepto. El Panedile se compone de tres edificios, dos de ellos tomando respectivamente las alturas y el tejido de la manzana, el otro retirándose con mayor altura, todos abriéndose a una plazoleta de acceso que hasta hace pocos años estaba abierta al público. La foto muestra la contradicción entre la actitud urbana del Panedile y la prepotencia individualista del Le Parc, como asomándose por atrás para ver por encima el río, la gran perla de las torres country.
En algunos ejemplos, la visión del río como un plano abstracto corona la visión de la ciudad como un obstáculo a eludir. En otros, ese plano abstracto omite toda referencia a la ciudad: es la visión desde los pisos altos, finalmente desconectada de toda referencia urbana.
Se ha intentado una explicación “positivista” de la Torre Country, a partir de las posibilidades de la tecnología: en esta lectura, los menores costos de obra a partir de la difusión de los encofrados deslizantes, las mesas voladoras, etc., “obligan” o incitan a los desarrolladores a plantear este tipo de productos inmobiliarios, maximizando la rentabilidad de la inversión. No faltan, por supuesto, las referencias a la inseguridad, que “obliga” a concentrar accesos y maximizar los mecanismos de control y custodia. Y la referencia al precio del suelo, que por su alto valor “obliga” a distribuirlo entre un gran número de unidades. En realidad, el mercado pondrá a la oferta cualquier producto que le asegure rentabilidad, sea cual sea su costo tecnológico; las Torres Country acrecientan la inseguridad de los barrios donde se asientan al reducir la oferta de urbanidad y sus controles informales; los precios del suelo aumentan por la capacidad constructiva que les da la norma urbanística.
Curiosamente, algunas propuestas de vivienda planteadas desde el Estado local reproducen, para otros estratos sociales y en otros barrios menos agraciados que los que ocupan las Torres Country, parecidas propuestas de aislación con respecto al tejido urbano. Casa Amarilla, Parque Las Victorias, Lugano, son proyectos recientes que insisten en la autosuficiencia de los conjuntos de vivienda social con respecto a sus entornos. Pero a diferencia de la Torre Country, proveedora de equipamientos – amenities que permiten al residente autoaislarse sin resentir su calidad de vida, estos proyectos insisten en la monofuncionalidad de la vivienda y en externalizar las necesidades de equipamiento de sus residentes (que no son, por cierto, ABC1).
MLT
De Mario L. Tercco, ver también las notas Miradas sobre Buenos Aires e Instrucciones para entrar en Buenos Aires, en los números 25 y 29, respectivamente, de café de las ciudades.
Sobre las torres country, ver también la opinión de Sergio Cano en la nota La ciudad: de la caída del muro al 11-S, en los números 8 y (especialmente) 9 de café de las ciudades.
Sobre la autosuficiencia de la vivienda social en la concepción de las agencias estatales, ver la nota ¿4.000 viviendas para Rosario? en este número de café de las ciudades.