Finalmente se aprobó la modificación normativa para tres terrenos de propiedad estatal en el complejo de oficinas de Catalinas Norte y la habilitación al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para su venta, cuyo producido será destinado a la renovación de la infraestructura educacional.
En esta columna se ha reproducido oportunamente (Terquedad de las políticas urbanas, “¡Agarrate, Catalinas”) el texto del Editor responsable de este medio en el Diario de Arquitectura de Clarín del pasado 26 de mayo, al cual remitimos para la comprensión del proyecto. En esta ocasión quisiéramos avanzar en algunos aspectos abiertos por el debate: por un lado, una somera reflexión sobre el tratamiento de las cuestiones urbanas por los medios y por algunos dirigentes políticos; por otro lado (y más importante), vincular el caso de estos predios de Catalinas con algunas reflexiones, también del Editor, que forman parte de la nota Sobre “Las sombras de la luz”, de Pedro Pírez, publicada en el número anterior.
“Veremos cómo las torres las hace alguna constructora amiga del Jefe de Gobierno. Se disfraza como un proyecto a favor de la educación lo que en realidad tiene que ver con los negocios”, dijo según Clarín el legislador de Diálogo por Buenos Aires Eduardo Epszteyn. No es mi intención defender ni al Jefe de Gobierno ni a sus amigos constructores de la afirmación de Epsztein, pero en todo caso hay que destacar que, por una vez, el auténtico negocio inmobiliario, la auténtica especulación, que es la renta del suelo, la usufructúa el Estado al rezonificar los predios y aumentar su capacidad constructiva antes de venderlos.
Por su parte, y siempre según Clarín, el presidente del bloque de la Coalición Cívica, Sergio Abrevaya, sostuvo que “Las obras en Educación que se proponen deben financiarse con el presupuesto corriente. No se debe descapitalizar a la Ciudad”. Es una postura atendible, siempre y cuando se considere un capital la posesión de tres terrenos sin posibilidades de utilización por parte de la Ciudad (salvo para proveer de surtidores de nafta, estacionamientos y canchas de tenis al complejo de Catalinas Norte, uso que en la realidad se ha dado a estos predios). Si en cambio lo que se procura es el mantenimiento fetichista de unos dominios de terrenos, podemos hablar de patrimonialismo, pero no de capitalización: ¿qué extraña clase de capital es esa que no puede realizarse?
Abrevaya señaló también, según Noticias Urbanas, que “el estudio de impacto ambiental es insuficiente y no se ha tenido en cuenta el tránsito ni el transporte público, por ejemplo, y además siguen sumando altura a los inmuebles que van a construirse, cuando el proyecto original de la zona no contemplaba una torre más”. En realidad, la legislación porteña establece la obligatoriedad del estudio de impacto ambiental en relación al proyecto concreto y no a la zonificación. Por otro lado, el proyecto original para Catalinas ya fue largamente bastardeado al origen de la operación, cuando se eliminó el basamento urbano y las conexiones con el centro de la ciudad: sería una buena medida reflotar esas ideas abandonadas por la auténtica especulación.
Quizás se refiera a eso la nota publicada en Página 12 cuando sostienen que “hace algunos años, la manzana en disputa fue objeto de un cuidadoso planeamiento urbano y los tres lotes públicos fueron destinados a usos abiertos de baja altura: la guarda de automóviles y las instalaciones complementarias de ese uso principal, tales como una estación de servicio”. En realidad, el planeamiento urbano fue muy cuidadoso, pero la gestión concreta sobre el predio no lo fue y el proyecto realmente ejecutado (que difiere largamente del plan original) es el fracaso urbanístico más notorio del centro de Buenos Aires en el siglo XX. Por deficiencias en la información o por simple “chicana” política, la nota incurre en este equívoco.
Que no es el único: en otros párrafos se sostiene por ejemplo que el proyecto aprobado permite “vender tres valiosos terrenos a un precio tres veces menor que el del mercado”. Se confunde de esta manera el `precio base de una subasta con el precio efectivo de venta (que obviamente debiera actualizarse al momento de efectuar en la práctica la operación); más adelante se realiza una comparación entre el precio de venta de los terrenos y el precio de venta supuesto para los edificios construidos, nuevamente omitiendo la naturaleza diversa de los componentes de especulación sobre el suelo (puramente rentística y pre-capitalista) y de desarrollo constructivo – inmobiliario integral, con sus obvios componentes de riesgo.
Creo que el enfoque correcto de la cuestión, para una concepción política que acepte una economía mixta con participación de los sectores público y privado, en la que corresponda al primero la conducción de los procesos de desarrollo territorial, es la de entender el manejo del suelo por parte del Estado como un proceso integral. En este marco, la venta de terrenos urbanos no es un requisito para “achicar el Estado” (como puede pensar la derecha liberal) ni necesariamente una “entrega del patrimonio colectivo” (como podría pensarse por izquierda desde una mirada dogmática o ingenua) sino un mecanismo posible para que el desarrollo urbano equilibre las inequidades del mercado.
Según la citada nota del Editor, “en el caso de las políticas urbanas, la idea de redistribuir riquezas y superar inequidades de base territorial está asociada a la aplicación de los denostados (por la ortodoxia neoliberal) subsidios cruzados: la urbanización de los ricos debe pagar la urbanización de los pobres. O con más precisión, la especulación sobre el suelo (la más injusta de las rentas que se derivan del desarrollo urbano en una sociedad capitalista, sea avanzada, periférica o emergente) debe pagar la inclusión territorial de los que de otras maneras no podrían acceder a esos beneficios de urbanidad”.
Obviamente es más fácil oponerse a este o a cualquier proyecto porque lo propone un gobierno de centro-derecha (o de derecha, si se lo prefiere definir así) que estudiar con algún rigor los mercados urbanos y las estrategias de intervención que el Estado puede ensayar para una transformación progresista de la realidad. La “mala” noticia es que para cambiar de rumbo necesitamos entender en la profundidad de su estructura la realidad urbana de Buenos Aires y que para transformarla hay que actuar con decisión y con inteligencia.
La chicana, mis queridos amigos, no construye políticas urbanas.
MLT
Ver las notas periodísticas sobre la ley de modificación normativa y transferencia de tres predios en Catalinas Norte publicadas el pasado 16 de octubre en Clarín, Noticias Urbanas, La Nación y Página 12.
El ilustrativo texto de Marcelo Corti en la Revista de la Auditoría General del Ciudad de Buenos Aires (reproducido en la Terquedad de los vecinos y los medios, en el número 84) merece alguna consideración de mi parte, que me es grato compartir con el público de café de las ciudades:
Abro el análisis hecho por Corti en tres esferas que ha buscado relacionar:
a) el rol de la “norma planificadora” y su validación o no“ex post”, en virtud de su consideración por parte de los movimientos (emergentes sociales) urbanos,
b) la constitución de diversos sujetos políticos frente al potencial conflicto urbano (vecino-ciudadano, etc.), y
c) la intención de “desnudar” las dificultades del sistema de comunicación de construir una mirada con relativa independencia de sus soportes económicos.
La interacción de las tres esferas es buena, pero en mi visión carece de una cuarta consideración central, que es un análisis de la dinámica (recurrente) de confrontación intereses difusos vs. intereses concentrados (y la calidad del Estado para defender los primeros).
Uno de los límites sutiles (o no tanto), que un Estado democrático de cierta calidad debe anteponer a la dinámica del acuerdo público-privado (a la que generalmente se la considera acríticamente positiva), es evitar que intereses organizados y concentrados con mayor capacidad de actuación desdibujen el rol estatal de defensor del interés democrático. En los conflictos urbanos se trata de un caso típico: puede suceder que una movilización relativamente grande de un sector social demande y obtenga, bajo el paraguas de “lo participativo” beneficios que no son razonables, justos o sencillamente constituyen un privilegio. La débil respuesta estatal en esos casos ni siquiera obedece a la corrupción, sino que naturalmente una porción de “afectados-concentrados” puede incidir con mayor fuerza sobre las instituciones (sobre todo cuando estas están des-jerarquizadas) que una mayoría difusa (suele ser el caso de consumidores vs. industrias protegidas, etc.). En el caso urbano, un “estatus” diferencial de un barrio puede perjudicar en “algo” al resto de la Ciudad, pero es improbable la movilización de la mayoría “levemente afectada”, en cambio es segura la de la minoría “muy afectada”.
En consecuencia, la debilidad institucional como imposibilidad de sostener posiciones frente a presiones organizadas (sean estás buenas o malas), es un factor a añadir al análisis realizado.
Gracias Sr. Editor por su generosidad para con las opiniones y su contribución indudable al debate urbano.
Fabio Quetglas, Buenos Aires
N. de la R.: La nota de Marcelo Corti sobre el rol de los medios de comunicación social y de los organismos de control público en el planeamiento y gestión de la Ciudad, reproducida en Terquedades de octubre de 2009, fue publicada originalmente en el número 5 de CONTEXBA, revista de control externo gubernamental editada por la Auditoría General de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Terquedades anteriores:
Presentación editorial (número 65)
Terquedad de las clases medias (y sus críticos)
Terquedad de las villas y los funcionarios
Terquedad del Plan Urbano Ambiental
Terquedad de las Guías (los itinerarios de Eternautas y la ciudad bizarra de Daniel Riera)
Terquedad de las políticas urbanas
Terquedad de Puerto Madero y los paseos costeros