Un amontonamiento de jóvenes pandilleros humillados por la policía y reducidos en megacarceles; las imágenes son tan impactantes como las cifras de reducción de la criminalidad que alega el gobierno de Nayib Bukele. En otra muestra de la aceleración de procesos sociales y políticos que caracteriza nuestra era, el modelo de eliminación de las maras del carismático y astuto presidente de El Salvador se ha promocionado (viralizado) como la solución rápida y efectiva al crimen organizado y la inseguridad ciudadana. En un rush mediático fulminante, Bukele ha remplazado a Bolsonaro como ícono de la derecha populista regional y brinda una imaginería atractiva de referencia a ese discurso. Discurso que, por ejemplo, disparan personajes como Sergio Berni o Patricia Bullrich en relación a la escalada de violencia urbana en Rosario (que ahora hasta incluye amenazas mafiosas al mejor futbolista de la historia, orgullo de esa ciudad argentina).
Frente a esto, la argumentación paciente y medida sobre las particulares características que sustentan el modelo Bukele tiene serias limitaciones; es, justamente, un despliegue de argumentos que requiere su procesamiento racional más que apretar el pulgar alzado en las redes sociales. Hay otro inconveniente, aun cuando se acepte que Bukele en realidad no ha enfrentado a todas las maras sino que ha pactado con algunas de ellas (al modo de la “DonBernabilidad” de Sergio Fajardo en Medellín) y que en el gobierno salvadoreño se ha entronizado una mara de guante blanco. La idea del Estado como una mafia que se institucionaliza, destruye a las otras mafias y al menos brinda unas bases de seguridad a la población no es del todo antipática para amplios sectores de la ciudadanía; esa aceptación más o menos resignada atraviesa prácticamente la totalidad de las clases sociales.
La izquierda y el progresismo en general suelen esquivar el tratamiento directo del problema de la seguridad ciudadana. Se suele derivar la solución a una mejora de las condiciones sociales, algo que (como veremos) es cierto pero remite a un plazo que rara vez es corto. Y ya lo dijo Keynes: “en el largo plazo todos estaremos muertos”, poco importa si por causas naturales o criminales. También se señalan el lavado de activos y la corrupción policial como factores a resolver; también es cierto, tampoco es una solución inmediata. Como ya se ha dicho reiteradamente, el progresismo debería proponer estrategias y soluciones al problema de la seguridad ciudadana que no dejen ese discurso en manos de la derecha, sobre todo aquella más reaccionaria.
Y esa es también una deuda pendiente del urbanismo.

Un modelo formulado por Gary Becker (ganador del Premio Nobel de Economía en 1992) relaciona el beneficio económico del delito con la probabilidad de ser atrapado, la pena correspondiente en tal caso, los beneficios pecuniarios y no pecuniarios del acto delictivo, los costos para llevar a cabo el delito y los salarios perdidos debido al tiempo de preparación y ejecución del delito (vale decir, su costo de oportunidad), y se coteja finalmente con el umbral moral del posible delincuente, que puede ser modificado por la cultura y la educación. En su artículo Crime and punishment: an economic approach, de 1968, Becker propuso una fórmula:
BN= (1-P) Pu – c – W
Dónde:
BN: es el beneficio neto pecuniario y no pecuniario del acto delictivo
1-P: es la probabilidad de no ser atrapado por el sistema policial y judicial (siendo P la posibilidad de serlo)
Pu: es la pena en caso de ser atrapado
c: otros costos para llevar a cabo el delito
W: wages, salarios perdidos debido a disponer del tiempo de trabajo en la economía legal para en cambio planificar y cometer el delito
El informe El Desorden Urbano – Los problemas locales de la calidad de vida y el crecimiento (FIEL, 2007), del cual referimos este modelo, explica que la persona cometerá el delito si BN>0 y si BN>m, siendo “m” una suerte de “umbral moral”, determinado, influido o modificable a través de la cultura y la educación.
Se suele derivar la solución a una mejora de las condiciones sociales, algo que (como veremos) es cierto pero remite a un plazo que rara vez es corto. Y ya lo dijo Keynes: “en el largo plazo todos estaremos muertos”, poco importa si por causas naturales o criminales.
La fórmula de Becker tiene la virtud de desacomodar el diálogo de sordos entre “fachos” y “garantistas” ingenuos. Para estos, resulta difícil digerir el plus pro-delictivo de una baja penalidad esperada; sin embargo, nótese que según esta fórmula un código de penas extremadamente severo no resultaría temible para un delincuente que confiara en no ser atrapado por deficiencias o connivencias del sistema policial o judicial. La baja en los ingresos salariales de los trabajadores (“W”) o su ausencia por una alta tasa de desempleo (en especial cuando ésta se focaliza en ciertos núcleos sociales y/o territoriales) y la amplitud de la brecha entre riquezas ajenas y salario razonablemente esperable en el mercado legal son, como es evidente para cualquiera que no esté cegado por anteojeras ideológicas, un factor exponencial de crecimiento del delito. No (como dice creer la derecha que creen los socialdemócratas) porque la gente que es despedida de su trabajo y no obtiene otro tome automáticamente el camino del delito, sino porque largas décadas de desempleo y exclusión generan el campo ideal para que el crimen sea considerado una forma eficaz de sostenerse en la vida.
Este modelo de Becker no hace otra cosa que confirmar lo que ya sabíamos: pleno empleo e instituciones del Estado de Bienestar son la clave de cualquier política de seguridad a largo plazo. Cualquier político, periodista o personaje público que diga estar preocupado por la “inseguridad” y no aclare esto, es un ignorante o está engañando a su auditorio. También está mintiendo si, para el corto plazo, no menciona la necesidad de bajar radicalmente los índices de corrupción policial y del sistema penitenciario.

Pablo Javkin, intendente de Rosario, plantea cuatro puntos urgentes para restablecer una seguridad razonable en la ciudad a su cargo: inteligencia criminal penitenciaria, incremento de patrulleros en las calles, más fiscales auxiliares y federales, más recursos para urbanizar barrios. El punto dos remite a una política en la ciudad (en las calles) y el punto cuatro es explícitamente urbanístico. ¿Hay, entonces, un rol efectivo del urbanismo frente al problema de la violencia criminal? Así como la organización y la evolución de la sociedad tiene efectos directos sobre la ciudad, algo lógico si entendemos a esta como la expresión física de lo social sobre el territorio, ¿hay un impacto efectivo del urbanismo en la resolución de un problema que trasciende lo físico-territorial?
No (como dice creer la derecha que creen los socialdemócratas) porque la gente que es despedida de su trabajo y no obtiene otro tome automáticamente el camino del delito, sino porque largas décadas de desempleo y exclusión generan el campo ideal para que el crimen sea considerado una forma eficaz de sostenerse en la vida.
La idea del urbanismo como solución a los problemas sociales es muy tentadora, pero requiere mucho cuidado. Con toda seguridad, una buena resolución urbana puede atenuar o incluso superar diferencias profundas existentes en una sociedad. Pero la pretensión de un urbanismo que tenga éxito en lo que la política ha fracasado parece tener su origen tanto en una renuncia solapada de la política (y la economía) a su objetivo como en la soberbia de algunos urbanistas.
De todos modos, el urbanismo y otras políticas urbanas tienen un rol importante en la generación de entornos más seguros, en particular en el espacio público. El libro clásico de Jane Jacobs Vida y muerte en las grandes ciudades (1961) analiza con notable precisión las ventajas que un barrio con densidad poblacional y calles auto-vigiladas por vecinos y comerciantes puede aportar en materia de seguridad (los ojos que vigilan la calle). Otro enfoque interesante sobre espacio público y seguridad es la teoría de “la ventanilla rota”. Desarrollada por los sociólogos James Wilson y George Kelling, sostiene que un entorno deteriorado, aunque solo sea a partir de actos ingenuos de vandalismo, como la rotura de un vidrio, son señales de bajo control social y estatal, que atraen a personas con actitudes antisociales (desde el vandalismo hasta la delincuencia). La teoría fue aplicada por el Jefe de Policía neoyorquino William Bratton durante la alcaldía de Rudolph Giuliani (quien la llevó a su controvertida formula de Tolerancia Cero; Bratton renunció por disidencias con Giuliani y retornó varios años después con Bill De Blasio) y sostiene que el Estado debe restituir cualquier situación de vandalismo para demostrar su control sobre el espacio público y desalentar esas conductas.
También es habitual en los discursos urbanísticos el reclamo de una mayor integración urbana. Posiblemente la acción más directa en este sentido es la Ley SRU (solidaridad y renovación urbana) de diciembre de 2000 en Francia, que establece para las ciudades de más de 50.000 habitantes un porcentaje mínimo de un 20% de las viviendas construidas para ser destinadas a fines sociales. Sin embargo, medidas de este tipo, y en general la idea de una convivencia en el espacio entre distintos sectores sociales son muy difíciles de aplicar en sociedades extremadamente desiguales, y no solamente por una cuestión de mercado. Las medidas más efectivas de integración social son el pleno empleo, la educación pública de calidad y la provisión universal de los servicios esenciales, más que los ensayos de mixtura urbanística. La mezcla urbana es una resultante lógica de aquellas políticas públicas. La sociedad argentina de mediados de siglo XX, por ejemplo, era muy autoritaria en lo político y sin embargo, democrática y equitativa en sus relaciones sociales más cotidianas. En esa sociedad había educación pública de excelencia, oportunidades de ascenso social, pleno empleo y urbanización abierta. Hoy la brecha social es demasiado amplia y se expresa en el empleo precario y la privatización de la escuela, la salud y la ciudad. Aquella sociedad tenía índices casi insignificantes de delincuencia y criminalidad, esta parece ser cada día más insegura. Algunos insistimos en correlacionar estos datos de la realidad; otros, creen o simulan creer que no hay relación entre condiciones sociales y niveles de seguridad.
Esto no impide que algunas actuaciones urbanas puedan tener efectos concretos y muy efectivos de integración social, en especial las relativas a la calidad del espacio público, las centralidades tradicionales, las sub-centralidades de los barrios populares y la vivienda social o protegida de calidad. Un punto importante en ese sentido es el principio de otorgar la misma cobertura y calidad de diseño general, de mobiliario urbano y de atributos, infraestructuras y servicios a todos los espacios públicos y equipamientos, cualquiera sea su ubicación en la ciudad y con independencia de su estatus económico y social. De ese modo, las externalidades generadas por la ciudad juegan un rol de redistribución de ingresos indirectos e igualación social, ya que agregan proporcionalmente más calidad y atributos a las vidas de quienes menos tienen. La ciudad deviene así un factor de redistribución de riqueza.
Las medidas más efectivas de integración social son el pleno empleo, la educación pública de calidad y la provisión universal de los servicios esenciales, más que los ensayos de mixtura urbanística. La mezcla urbana es una resultante lógica de aquellas políticas públicas.
Una versión latinoamericana de estos principios son programas como el Favela Barrio en Brasil y los Proyectos Urbanos Integrales (o urbanismo social) en Medellín. En ambos casos, la integración social se procura mediante la mejora en la accesibilidad, la generación de buenos espacios públicos que articulan el contacto entre la ciudad “formal” y la ciudad precaria, y equipamientos urbanos de calidad. La presencia del Estado en entornos donde su ausencia había permitido el control por parte del crimen organizado o el narcotráfico es una de las bases conceptuales de esas políticas. Y ya que mencionamos el narcotráfico, ¿cuánto ayudaría a combatirlo una gestión prudente del suelo y del desarrollo urbano, que desaliente los proyectos especulativos destinados a la “reserva de valor”, en muchos casos facilitadores del lavado de dinero?
En definitiva, el urbanismo responsable debe plantear explícitamente la seguridad como una cuestión de su competencia. No se puede abandonar ese discurso en manos de los desarrolladores de barrios cerrados y los vendedores de smart cities. La disciplina tiene una rica experiencia histórica –incluyendo aportes recientes, incluso contemporáneos– que puede ampliarse, reformularse y desarrollarse como aporte a la resolución de este problema que amenaza la convivencia democrática en América Latina.
MLT
El autor es corresponsal de café de las ciudades en Buenos Aires; tiene a su cargo la sección Terquedades.
Esta nota reproduce en parte algunos fragmentos del capítulo La cuestión social en el libro La ciudad posible, de Marcelo Corti.
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El derecho a la ciudad como eje articulador de los derechos urbanos en el marco de la seguridad ciudadana. Incluir e incorporar a millones de jóvenes en los asuntos públicos de la ciudad, de Luis Alfonso Herrera Robles, y La política en la violencia y lo político de la seguridad. Un elemento fundamental en la construcción y el ejercicio del poder, de Fernando Carrión Mena.