N. de la R. El texto de esta nota reproduce el primer capítulo del libro La política en la violencia y lo político de la seguridad, editado por el autor y recientemente publicado por FLACSO e IDRC-CDRI en Quito, Ecuador, donde se presentó el pasado miércoles 28 de febrero.
Introducción
Es imprescindible abrir el debate de un tema de crucial importancia en el ámbito de la (in)seguridad ciudadana: las relaciones dialécticas entre violencia y política (en este caso se refiere a la relación entre violencia y política y no a la matriz violencia-política porque hacen referencia a dos cuestiones distintas), expresadas en el hecho de que la violencia ha producido –implícita y explícitamente– vínculos con la política y de que en la búsqueda de la seguridad ciudadana también está presente con fuerza, lo cual muestra que la violencia es un elemento fundamental en la construcción y el ejercicio del poder (en la violencia discriminatoria, por ejemplo la de género, es más que evidente porque incluso hay una inserción diferenciada al poder – violencia institucional–, como ocurre con las otras formas de violencia).
Más necesario todavía por el peso creciente que ha adquirido el vínculo recíproco entre violencia, seguridad y política, a pesar de que aún no se le concede la importancia que tiene, tanto en los estudios como en el diseño de las políticas. Es más, esta “omisión” tiene que ver con la posición explícita de negar la existencia de lo político en la violencia y en las propuestas de seguridad; lo cual obviamente, es una posición política, porque al velar esta realidad se niega al conjunto de actores políticos y económicos que se benefician directa e indirectamente de la (in) seguridad. En otras palabras, los que afirman esta realidad de apoliticismo terminan por actuar políticamente, favoreciendo a grupos legales e ilegales específicos.
La lógica de hacer tabla rasa el contenido político de la violencia y de las políticas para enfrentarla (más si se tiene en cuenta que toda política pública es –como su nombre lo indica– política) tiende a generalizarse por América Latina desde la década de los años noventa del siglo pasado y lo hace a partir de una concepción de las violencias que desconoce a los actores sociales e institucionales, legales e ilegales. Las tecnocracias nacionales e internacionales que formulan estas propuestas asépticas tienen una visión venida de la lógica del “pensamiento único”, que no acepta disidencias y mucho menos cuestionamientos; son construidas desde visiones tecnocráticas supuestamente carentes de la carga política, que se manifiestan desde la construcción de variables e indicadores que tienen una visión política e ideológica explícitas. Por eso niegan la existencia de un conjunto de actores políticos y económicos que se benefician directa e indirectamente de la inseguridad y a lo sumo suelen aceptar un cierto nivel de politización de la seguridad en los procesos electorales; lo cual lo ven –incluso– como un problema de corrupción y nada más.
La violencia es entendida más desde un conjunto de atributos venidos de tres raíces que producen un reduccionismo importante: de origen natural o biológico (patología), de trasgresión moral (religión, costumbres o tradiciones) y de desviación legal (anomia); teniendo todas ellas un punto en común: una visión etiológica desprovista de actores con intereses explícitos, que encarnan conflictivos campos de fuerza. Esto es, busca ser explicada desde la existencia de una o varias causas, a la manera de atributos –bajo la modalidad de factores de riesgo; según DRAE un factor es: “Elemento, con causa”– sin identificar los actores, circunstancias, lugares y condiciones históricas, sociales, económicas y políticas.
Obviamente que esta concepción ha traído múltiples problemas a la comprensión de la violencia, porque al hacerse invisibles las relaciones sociales que constituyen el conjunto de los actores directos e indirectos del crimen, han licuado las condiciones sociales de producción del hecho violento, haciendo opaca la situación económica, política y cultural, con lo cual la violencia termina siendo algo externo a lo social. Por eso no llama la atención que se descalifique, excluya y margine al delincuente, al extremo de concebirlo como antisocial; es decir, contrario al orden social o ubicado fuera del ámbito de lo social. Adicionalmente, cuando se diseñan la propuesta de política de seguridad no se reconoce la dinámica y la lógica de la violencia y del delito –venida precisamente de la interacción de los distintos actores– lo cual impide entender la flexibilidad con que actúa la violencia y la impresionante rigidez que tienen las instituciones que las enfrentan; empezando por los marcos jurídicos.
Lo que sí se puede afirmar es que ha habido poca preocupación por los estudios dirigidos a entender la relación entre violencia y política, mucho más hacia un tipo particular de violencia: la violencia política, fruto de la confrontación dialéctica de la sociedad con el Estado, sea con la intencionalidad de sustituir o transformar el Estado o, por el contrario, la de ejercer desproporcionadamente el monopolio de la fuerza que ejerce el Estado (en este ámbito se ubican la seguridad pública que busca mantener el denominado orden público, el statu quo, y la seguridad nacional, que nace con la finalidad de preservar la soberanía de los estados).
En esta línea se tienen estudios significativos en los países que han vivido conflictos políticos agudos, como son los casos de Colombia, México, Brasil, Guatemala, Argentina y Chile, entre otros. En este caso los estudios se han realizado a través de sus dos variantes principales: por un lado, la llamada violencia legítima del Estado y por otra, la referida a la confrontación alrededor del mantenimiento o transformación del orden público.
Con este trabajo no se busca entrar en este tipo específico de la violencia, sino más bien desentrañar las explicaciones políticas de la violencia; es decir, de la violencia común, social o predatoria; que ha sido desprovista interesadamente de todo tinte político, desconociendo la verdad que encierra esta relación, como mecanismo para acercarse a su conocimiento y a sus alternativas de solución.
Aproximaciones al tema
La violencia es una acción colectiva desarrollada por actores que encarnan acciones delictivas, produciendo efectos de distinto tipo tanto en la propia violencia como en las políticas para controlarla. Respecto del impacto en el ámbito económico existe varios estudios, entre los cuales deben señalarse al menos tres: el que abrió el camino, realizado por el BID (Londoño, Gaviria y Guerrero 2000) y dirigido a identificar los costos de la violencia; el relacionado con el economía política de la seguridad ciudadana (Carrión y Dammert 2010) que trabaja presupuestos y costos de la violencia, y sector privado en la seguridad.
Sin embargo es muy poco lo que se ha caminado en los estudios de la relación entre violencia y política, a pesar del impacto que tiene en la cultura de la población (temor, solidaridad), en el capital social (restricción al sentido de comunidad), en el aparecimiento de nuevos actores con peso político (medios de comunicación, guardianía privada), en la eficiencia institucional (infiltra, corrompe), en la legitimidad organizacional (credibilidad), en el financiamiento de las campañas electorales, en la corrupción privada y pública y en el diseño de las agendas políticas de seguridad, entre otros.
El poco interés en los estudios sobre esta temática esconde esta realidad innegable y, lo que es más grave, impide conocer el contenido de la problemática para actuar sobre ella. El no develar esta relación impide descifrar y describir las motivaciones y los actores directos e indirectos que están tras la violencia, lo cual se puede explicar, entre otras cosas, por ciertos constantes que circulan de manera profusa:
• Se afirma falazmente que no hay ninguna relación entre violencia y política porque la violencia afecta por igual al conjunto de la sociedad, dado que es un fenómeno socialmente generalizado que adopta incluso forma de una epidemia. Sin embargo, cuando se identifican las víctimas, los victimarios y las personas privadas de libertad esta aseveración pierde sentido, porque hay –sin duda– una producción social de la violencia altamente diferenciada, así como lo hay también de la seguridad y la justicia. Allí surgen los relatos y discursos altamente estigmatizadores que criminalizan la pobreza, produciendo una visión políticamente violenta contra una parte de la sociedad.
• Se señala que las políticas de seguridad están por encima de las ideologías; esto es, que no hay propuestas con signos ideológicos de izquierda, derecha, progresista, conservadora o liberal, porque las políticas públicas son estrictamente técnicas. Es decir, las políticas públicas de seguridad se las considera que no son políticas, a pesar de que se implanten una gama de opciones que van desde la prevención, la mano inteligente, la mano dura y el populismo penal, inscritas en la línea del orden público y del disciplinamiento ciudadano. Toda política pública, como su nombre lo indica, es política.
• Estas concepciones de la violencia y de las políticas de seguridad se asientan en un marco conceptual donde la definición de violencia impide encontrar actores, sujetos, instituciones y organizaciones y cuando lo hace, se los construye en el marco de una política militarista de: guerra a las drogas, batalla contra el crimen, lucha contra la violencia que terminan por definir enemigos (terroristas, migrantes) y neo enemigos (maras, narcos) propios de la seguridad pública o la seguridad nacional.
Estas entradas empiezan a ser cuestionadas porque históricamente la violencia evoluciona hacia formas modernas, donde la existencia de una motivación para cometer el hecho violento se convierte en la norma, lo cual conduce al crimen organizado o a la red global del crimen, como también a la confrontación entre distintas comunidades con identidades sociales específicas: etnias, GLBTI, género, grupos etarios. Es difícil desconocer que la violencia no tenga implícita y explícitamente vínculos con la política cuando, por ejemplo, hoy más que nunca la violencia y el delito se realizan a través de organizaciones que tienen objetivos claramente establecidos.
Relaciones violencia y política, según matrices y momentos
La violencia es plural e histórica (las violencias, las políticas y los marcos institucionales para atenuarlas cambiaron históricamente), lo cual hace que su relación con la política dependa de los momentos y de sus tipos. Así por ejemplo, el carácter plural de la violencia se especifica políticamente según las matrices y la cuestión temporal hace referencia al comportamiento político que ocurre en cada momento; es decir, que lo político está referido a cada matriz y a la evolución histórica de cada una de ellas. Claramente se pueden identificar cuatro matrices (Carrión y Pinto 2017), a saber:
La matriz de violencia política cuenta con dos expresiones con características y momentos distintos: por un lado, la que se configura como violencia de Estado a partir de las dictaduras militares de la década de los años setenta, principalmente en el sur del continente, que asolaron la región con miles de personas desaparecidas, secuestradas y asesinadas por parte de las fuerzas del orden público, en el marco de la llamada seguridad nacional, y por otro lado, la que nace de los conflictos internos en ciertos países, principalmente como Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Colombia que se cerraron luego de importantes proceso de negociación y del Perú que se pacifica después de una cruenta confrontación.
La matriz de la violencia común empieza a tener un crecimiento significativo a partir de la década de los años ochenta, en el marco de la reforma del Estado y de la implantación de políticas neoliberales en la economía, que se expresa en delitos tales como los homicidios, asesinatos, robos y hurtos y donde cada vez tiene mayor presencia lo que se denomina crimen organizado. En este caso los países del sur tienen bajas tasas de violencia, mientras el resto lo tienen altas y la tendencia general es hacia el aumento sostenido.
La violencia mafiosa es principalmente de carácter económica (mercados ilegales) y es producida por la Red Global del Crimen (Carrión 2017). Esta matriz tiene presencia temporal de manera paralela a la anterior, aunque espacialmente tenga una forma distinta, en función a las fases de los procesos económicos. Esto es, a los lugares de producción, rutas, consumo o lavado, principalmente de narcóticos, aunque también del contrabando, la migración irregular, la trata de personas y la circulación de armas.
Y finalmente está la violencia discriminatoria, que empieza a visibilizarse como tal desde este siglo, gracias a la agudización de las asimetrías de poder que las sociedades han creado históricamente a partir de las identidades de género, sexo, nacionalidad, etnia, migración o deportiva. Hoy también tienen presencia porque se han reformado los códigos penales con la finalidad de reconocerla mediante la tipificación criminal como delitos de odio.
De esta manera se puede verificar que en determinados momentos ciertas matrices tienen mayor relevancia que otras; lo cual lleva a pensar que hay interacción y preminencia de una de ellas sobre las restantes; esto es, que se puede encontrar una cierta lógica de relaciones que se especifican en el tiempo y el espacio. En esta perspectiva se puede identificar un signo tendencial preocupante: conforme pasa el tiempo cobra más fuerza la connotación política de la violencia, así como se generaliza por el conjunto de la región.
Hoy las matrices de la violencia común y discriminatoria están distribuidas aleatoriamente por todo el continente (“América Latina, como región, tiene el mayor índice de violencia criminal en el mundo. Sin embargo, partes de la región, como Chile y Argentina, tienen tasas de homicidio mucho más bajas. El problema realmente es el norte de América del Sur y América Central, incluyendo a México”. Ángela Me, UNODC), así como la mafiosa y política se encuentran focalizadas en lugares particulares. Esta verificación se especifica por la conflictividad producida gracias a los mercados ilegales (narcotráfico, trata), a las asimetrías de poder (género), a las diferencias generacionales (jóvenes) y a las prácticas ilícitas en el espacio común (público y privado). En esta cita del informe de Latinobarómetro (2017) se puede colegir el peso de las distintas matrices de violencia en la actualidad de la región: “En primer lugar, la violencia contra los niños con un 60% y en segundo lugar la violencia intrafamiliar contra las mujeres con un 59% (esta disminuye de 63% en 2016). En tercer lugar, está el crimen organizado con el 58% (aumentando de 51% en 2016). En cuarto lugar, está la violencia en las calles con 57% (disminuyendo de 59% en 2016). En quinto lugar, las maras y pandillas con el 51%, seguido de un 43% de los Bullying y la violencia de estado”.
Por otro lado, reconocer que la violencia es histórica posibilita entenderla desde una forma de producirla socialmente –esto es, con actores, tecnologías y relaciones– que tienen una connotación temporal identificable por momentos; así por ejemplo, antiguamente no era muy clara la influencia política que tenían las violencias y las políticas de seguridad, puesto que: primero, los grados, montos y tipos de violencia eran precarios, segundo, los operadores no tenían un nivel organizativo importante y tercero, no había una clara separación del Estado con la economía delictiva.
De aquella época para acá se puede observar el crecimiento de la carga política en la violencia, tanto que ahora es mucho más evidente porque existe un conjunto de actores que tienen nuevas formas de expresión, como son el crimen organizado (Naciones Unidas 2004) la red global del crimen (Carrión 2017), los grupos insurgentes y las comunidades sociales con identidades diversas. Sin duda que la presencia de estos nuevos actores hace imposible no considerar la relación de la violencia con la política: lo cual genera un nivel de influencia y penetración en la sociedad, en el mercado y en el Estado. Por ejemplo, las pandillas salvadoreñas (las maras) intensifican los hechos de violencia con el fin de entrar en procesos de negociación con el Estado y lo mismo hace el gobierno para obligarles a dialogar en condiciones más favorables. Los carteles del narcotráfico tienen “política social” para contar con bases sociales de apoyo y penetran al Estado para contar con información, con indulgencias legales, con permisividad en ciertas acciones ilegales, con territorios bajo su control y con coberturas institucionales afines a sus necesidades, entre otras.
La violencia tiene una carga política debido a que el crimen actual es fundamentalmente organizado, constituido mediante redes mundiales que se articulan para operar bajo figuras económicas de un “holding” o de “tercerización”; allí están los casos más significativos de las redes del narcotráfico que se articulan a otras, como las redes de armas, de tráfico de personas o de lavado de dólares. Por eso esta nueva organización delictiva se extiende por el territorio planetario, convirtiéndose en un sector económicamente poderoso y, por lo mismo, políticamente más influyente.
Los operadores de la violencia
Desde la década de los años ochenta de siglo pasado el crimen en América Latina sufre un cambio sustancial: pasa de la violencia tradicional, caracterizada por patrones culturales (asimetrías de poder), riñas (consumo de productos psicotrópicos) y estrategias de sobrevivencia (obtención ilegal de medios de vida por los pobres), hacia la violencia moderna, que nace de la predisposición explícita a cometer un hecho delictivo, lo cual conduce a una organización (división del trabajo) que opera con objetivos (económicos), planificación (anticipación de resultados) e inteligencia (información, contactos).
En otras palabras, de hechos delictivos producidos por actores aislados u organizaciones precarias, se transita a otros cometidos por operadores delincuenciales que tienen un importante nivel de organización, lo cual les otorga un importante poderío económico, tecnológico, militar y político con radios de acción diversificados, en términos sociales, económicos y territoriales. La propia lógica organizacional y la dinámica del crimen les obliga a expandirse más allá del hecho violento y delictivo para, por ejemplo, impulsar prácticas corruptas o políticas de penetración en la institucionalidad pública (plata, plomo) para obtener benecios, o más directamente, para captar porciones de poder que les permita actuar en el marco de la ley u obtener impunidad.
El poder político de la violencia se origina y constituye en la necesidad no solo de penetrar y asaltar el mercado sino también el estado y la sociedad; no para transformarlos sino para someterlos a sus reglas y a sus necesidades. Por eso la nueva forma de organización delictiva requiere controlar a la sociedad (población) para contar con un “ejército industrial de reserva”, al mercado (economía) para convertir los recursos obtenidos ilícitamente en negocios lícitos y estables (lavado), al Estado para actuar impunemente bajo la tradicional fórmula de plata (corrupción), plomo (intimidación, eliminación) y ahora mediante la cooptación de la democracia, sea a través de actores directos (candidatos) o indirectos (financiamiento de campañas). Por eso hoy las organizaciones criminales están próximas a los gobiernos para confrontarlos o someterles a sus intereses.
Los tentáculos de estos grupos se expanden por la sociedad a través de las culturas de ganancia rápida y fácil, generan nuevas formas de consumo, impulsan nuevos contenidos en las telenovelas y la música (narcocorridos), así como también desarrollan nuevas capacidades para la generación de empleo ilícito de alta rentabilidad. Pero también impulsan “programas sociales” de alto impacto diseñados para captar importantes sectores de la población bajo estructuras de sujeción a una autoridad, a una dependencia y a una forma de vida, lo cual termina por legitimar a los capos, a sus prácticas y a las organizaciones mafiosas, así como también ampliar sus bases sociales de sustentación.
Respecto del funcionamiento con el mercado, las organizaciones ilegales estructuradas en red o en holdings –que operan glocalmente (Robertson 2003)– requieren del mercado para convertir los recursos obtenidos ilícitamente en dineros legales y estables mediante el denominado lavado (se estima un lavado en América Latina y el Caribe de alrededor de 120 a 140 mil millones de dólares anuales). Para los delitos económicos es imprescindible contar con una fase adicional a las tradicionales de producción, circulación y consumo –que es el lavado–, con la finalidad de encubrir el origen ilícito de los fondos.
La violencia no solo tiene personajes y actores delincuenciales explícitamente reconocidos, sino que en su actividad delictiva actúan políticamente y en el ámbito de las instituciones políticas también. Antiguamente los violentos y los actores ilegales solo burlaban la acción de los Estados para cometer sus fechorías; posteriormente buscaban funcionalizarlo a sus intereses mediante la intimidación y la corrupción; y ahora les interesa cooptarlo para representarse directamente en las instancias públicas más estratégicas para desarrollar sus actividades. Para cumplir con estos objetivos financian campañas electorales de ciertos candidatos que los pueden ayudar, así como representarse directamente con sus propios candidatos, dejando atrás la ventriloquía.
La organización delictiva penetra el sistema de representación social (fútbol, música, ONG) y político (partidos, aparatos estatales), corrompe la institucionalidad, mina la legitimidad de la policía, de la justica y de las FFAA, entre otros órganos estatales y ahora, coopta al Estado bajo el uso de los instrumentos de la democracia (financiamiento, candidaturas). Además de ello construyen verdaderos ejércitos paralelos que imponen su ley (una situación de este tipo debería llevar a un importante debate en el ámbito jurídico, donde es posible encontrar un pluralismo jurídico con informalidad legal y sistemas legales paralelos, todos ellos construidos a partir de pactos políticos y sociales), así como también cobra “vacunas” o “peajes” en los territorios, a cambio de seguridad. De esta manera la organización delictiva hace uso de la violencia en términos políticos porque ejerce un poder sustentado en la fuerza ilegítima, tanto en el ámbito social, económico como político.
Este es el caso, entre otros, de las elecciones colombianas en los gobiernos locales y parlamentarios donde miembros de las llamadas BACRIM (Rastrojos, Urabeños), de los grupos irregulares (FARC, ELN) y de los paramilitares (AUC) se presentaron como candidatos y, en algunos casos ganaron. Mientras antiguamente atacaban al Estado y boicoteaban las elecciones, hoy en día utilizan la democracia para captar el Estado en aquellos territorios estratégicos para la producción o la circulación de narcóticos, así como en aquellos órganos públicos que tienden a confrontarlos (policía, cárcel, justicia).
Para las organizaciones criminales mientras menos Estado exista o mientras más débil sea, es mucho mejor; por que, paradójicamente, en esos contextos tienen mejores condiciones para operar. Los lugares con menos institucionalidad política son más proclives a su desarrollo y es eso lo que producen, a la manera de estados fallidos. De allí que las tesis neoliberales o del Estado mínimo sean muy próximas a estos grupos irregulares, al punto que políticamente se inscriben en estas corrientes, auspiciando las acciones de estos partidos políticos a través, por ejemplo, del financiamiento de campañas electorales.
Los operadores de la seguridad
Hasta antes de la década de los años 80 del siglo pasado la violencia no era tan significativa ni tampoco tan generalizada. Para enfrentarla era suficiente un marco institucional compuesto por la trilogía clásica del sistema penal: la policía, la justicia y la cárcel. En la actualidad, con el incremento y diversificación de la violencia, se asiste a una significativa inflación institucional; donde a las tres instituciones anteriormente citadas se suman las organizaciones internacionales de la cooperación multilateral (Naciones Unidas, BID, CAF, OMS) y bilateral (DEA), nacionales de los ministerios (educación, economía, interior), gobiernos intermedios (Estados, Departamentos, Provincias) y gobiernos locales (municipios). Pero también se suman las organizaciones de la sociedad civil vinculadas a grupos de defensa de derechos humanos (género, niños, secuestrados), a las empresas privadas en los campos de la policía, consultoría, tecnología, asesoría e inteligencia, a las ONG (campañas, investigación, denuncias) y a las universidades (investigación, docencia, asistencia), entre otras.
El impresionante crecimiento de la presencia institucional lleva aparejada, por un lado, el incremento geométrico de los presupuestos para enfrentar el crimen y, por otro, que el aparato estatal, por la presencia institucional y por el aumento de su capacidad económica de respuesta, tienda a especializarse en una acción extremadamente vinculada a la seguridad, que le ha conducido a la seguritización de sus políticas, lo cual va de la mano con las demandas crecientes de la población (según la encuestadora Latinobarómetro, en la actualidad la primera demanda de la sociedad latinoamericana es la de la seguridad).
En el libro de Londoño, Gaviria y Guerrero (2000) Asalto al desarrollo: violencia en América Latina se mostró cómo la violencia es un factor que impide el crecimiento económico de nuestros países, por los altos costos que produce el delito y por la cantidad de recursos económicos que se destinan para controlarla. Pero también se puede afirmar, sin temor a equivocación, que existe un asalto a la democracia por parte de los grupos criminales a través de la participación directa de los ilegales en los procesos electorales (financiamiento de campañas, candidatos propios), en la deslegitimación de la institucionalidad pública (según el informe de Latinobarómertro, 2017, la justicia tiene una credibilidad que baja del año 2016 al 2017 de 26% al 25%, las FFAA de 50% a 46% y la policía de 38% a 35%.), así como también la penetración de sus intereses en el Estado por la vía de la corrupción y la intimidación, entre otros.
No se puede negar que el incremento de las demandas sociales por seguridad, venidas del incremento de los niveles de victimización y de la ineficiente respuesta de las políticas públicas, ponen el tema al orden del día. Mucho más si estas demandas tienden a canalizarse, por un lado, a través de actores cada vez más estructurados e identificados que tienen expresión directa e indirecta de sus intereses (crimen organizado) y por otro, con la justicia por la propia mano.
La política de la seguridad
En las políticas de seguridad ciudadana también está presente la política porque no hay política pública que no sea política y porque en la formulación de las propuestas la violencia es un elemento de la construcción, legitimización y ejercicio del poder. En otras palabras, todas las políticas públicas son políticas porque se las diseña e implementa desde el poder y también para sostenerlo.
La política pública de seguridad viene de la racionalidad estatal, vinculada a la sociedad, en cada coyuntura específica. El modelo de Estado que emergió después de las dictaduras militares en América Latina, tuvo su origen en los postulados del llamado “Consenso de Washington”, que impulsó el Estado mínimo sobre la base de las privatizaciones, la descentralización y la desregulación mercantil, así como las políticas de ajuste estructural, la apertura de la economía y eficiencia administrativa; hechos que condujeron al diseño de políticas de seguridad (nacional, pública y ciudadana) muy claras.
Durante el periodo neoliberal (desde el retorno a la democracia) se configuró, por un lado, una lógica que pretendió esconder la dinámica política de la seguridad bajo la creación del fetiche del apoliticismo, sosteniendo que solo era posible hacerlo desde la óptica técnica y, para lo cual solo se requería contar con información oportuna y confiable. De allí que los llamados observatorios de la violencia se regaran por la región para captar datos, de tal manera que las decisiones de política sean “objetivas”. Si bien esta intencionalidad no se cumplió, porque fue una moda carente de sentido, sí sirvieron para mostrar una cierta racionalidad estatal para supuestamente enfrentar el crimen desde una lógica tecnocrática. Sin embargo, a la hora de la toma de decisiones las encuestas de opinión pública tuvieron más influencia que el conocimiento y la información del delito proveniente de los observatorios.
Estas encuestas fueron más significativas porque miden la percepción de la población respecto de las políticas, así como la credibilidad, aceptación y eficiencia de las autoridades bajo las lógicas del “ojo por ojo, diente por diente”, que finalmente se formalizan en el diseño de acciones vinculadas al “populismo penal”, la “mano dura” o la “justicia por mano propia” (linchamiento, armamentismo civil) porque, además se cree que si no se las lleva a la práctica, es decir si no se castiga, se erosiona la autoridad.
Y por otro, una propuesta de seguridad, primero pública, destinada a aplacar y mantener el orden público que empieza a requebrajarse como resultado del crecimiento de la conflictividad social, producto de la ejecución de los severos planes de ajuste económico; y segundo ciudadana, para detener el incremento de los “delitos de mayor connotación social” (esta definición es muy interesante porque denota una jerarquización de los delitos, siendo los de mayor connotación social los más importantes; es decir, aquellos considerados los más reconocidos por la población según las tecnocracias estatales y los que tienden a erosionar la legitimidad de las autoridades) que nacen del incremento de la desigualdad social y económica, así como de la baja capacidad de respuesta del Estado. No se puede desconocer que las políticas de seguridad pública y ciudadana fueron un complemento para sostener las políticas neoliberales y atenuar sus efectos, sea por el incremento de las desigualdades económicas y sociales, o por el descrédito de las instituciones y de la democracia, así como por la privatización de la industria de la seguridad (policía –la gran reforma de la policía fue la de su privatización, que condujo a la existencia de tres veces más policías privados que públicos–, industria militar).
Coincidente con estos procesos, se observa el aumento geométrico del gasto público en seguridad, lo cual se traduce –paradójicamente– en el establecimiento simultáneo de políticas de austeridad económica en el ámbito de lo social y el dispendio de recursos en materia de seguridad; extraña combinación porque con una buena política social se puede disminuir la violencia.
Las propuestas de reforma del Estado lo debilitaron irremediablemente, al extremo de que perdió eficacia en el control del mercado, permitiendo el ingreso de nuevos delitos económicos, tales como los mercados ilegales vinculados al narcotráfico, a la trata de personas, a la migración irregular y a la oferta de armas, entre otros, que dieron lugar aparecimiento de la violencia mafiosa, que modifica sustancialmente la estructura de la violencia en la región. El crimen se internacionalizó, la organización delictiva se hizo económicamente más poderosa y el tráfico se generalizó.
Algo que cambió el Estado en este último siglo fue la corrupción, que antes estaba recluida en unos pocos estados y que era de baja monta, para convertirse en un problema regional con efectos impredecibles. El caso de mayor resonancia es el representado por la empresa brasileña Odebrecht que actuó en doce países de la región, evidenciando un modelo de actuación sustentado primero en el financiamiento de las campañas electorales y luego con la realización de las obras de infraestructura bajo el pago de coimas. Este caso permitió descubrir el comportamiento de varias empresas multinacionales –como Odebrecht– que actúan bajo estas prácticas corruptas y corruptoras, las cuales cambian los sistemas de representación política por la vía electoral mediante el financiamiento de campañas electorales (convirtiéndose en el gran elector) y el diseño de las políticas públicas mediante el pago de coimas para decidir qué obra pública hay que hacer. Estos dos hechos, el electoral y el de política pública, condujeron a la formación de un estado mafioso que hace más difícil el control de la violencia y la ilegalidad. Por esta vía se naturalizan las prácticas ilegales y se incrementan los hechos de violencia.
Frente a esta realidad se han posicionado varios discursos de seguridad ciudadana dependiendo de quienes lo encaren; entre ellos los que vienen de las tradicionales instituciones públicas (policía justicia, cárcel) que se inscriben en la guerra o combate a la violencia o la mano dura al crimen a través del incremento de los recursos económicos (crecimiento geométrico), mejora en las normas jurídicas (inflación punitiva, populismo penal, oralidad); reforma policial (policía comunitaria, diversificación), sistemas carcelarios (hacinamiento, rehabilitación); todas con resultados precarios.
Empieza a emerger un intento por superar el modo punitivo dominante, que es la manifestación de una decisión vertical de poder, mediante el denominado enfoque epidemiológico; que no es otra cosa que reconstruir una causalidad social desde un enfoque organicista (etiología) que, al menos propuso un avance en un doble sentido: la violencia y el delito no se explican y, por lo tanto, no se resuelven en sí mismos (causalidad) y la alternativa de política es la prevención. También se ubican en la misma línea las denominadas estrategias de prevención situacional, social y comunitaria –venidas de realidades muy distintas a las de la región– que han significado hacer los mismo que se hacía pero bajo otra denominación. La cooperación internacional lo que ha hecho, ante la poca eficiencia en la política, es dirigirse a la más elemental visión empírica: construir los llamados casos exitosos o lecciones aprendidas, que no son otra cosa que intentos de replicar experiencias específicas de un lugar específico en otro espacio y otra coyuntura. Estos casos pueden ser de ciudades (Medellín), de control del espacio (plan cuadrante), de instrumentos (laboratorios), de tipos de violencias (género, fútbol), de tecnologías (video vigilancia) y de instituciones (Carabineros de Chile), entre otros.
¿No será hora de enfrentar la violencia y la delincuencia con más democracia, nuevas políticas económicas y mejores políticas sociales?
FCM
El autor es Arquitecto –Universidad Central del Ecuador–, Maestro en Desarrollo Urbano y Regional del Colegio de México y Doctorando en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Académico de FLACSO-Ecuador. Especializado en temas de ciudad, centros históricos, violencia y seguridad, descentralización, vivienda y fútbol. Ha escrito más de 1 000 artículos periodísticos, 250 académicos y 38 libros, entre los cuales café de las ciudades ha publicado Ciudades para cambiar la vida. Una respuesta a hábitat III (editor con Jordi Borja y Marcelo Corti); El giro a la izquierda. Los gobiernos locales de América Latina; y Luchas urbanas alrededor del fútbol (compilador con María José Rodríguez). Correo electrónico: fcarrion@_acso.edu.ec
De su autoría, ver también en café de las ciudades:
Número 26 | Política de las ciudades
La inseguridad ciudadana en la comunidad andina | Políticas contra la violencia en América Latina. |Fernando Carrión
Número 104 | Política de las ciudades (II)
El Estado del Sol | 15 M: la rebelión de los indignados | Fernando Carrión Mena
Número 105 | Cultura y Política de las Ciudades
Fútbol y violencia | Las razones de una sin razón | Fernando Carrión Mena
Número 111-112 I Cultura de las ciudades (II)
La academia en su laberinto I Un buen texto no se define por los aportes académicos que haga, sino por el número de veces que es citado I Por Fernando Carrión Mena
La política en la violencia y lo político de la seguridad, Fernando Carrión M. (editor). FLACSO e IDRC-CDRI. Quito, Ottawa. Diciembre de 2017. 426 pgs. ISBN: 9789942306920.
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Bibliografía
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