N. de la R.: El texto de esta nota reproduce el discurso del Presidente de Irlanda Michael D. Higgins en la inauguración de la sección ‘First Thought Talks’ del Galway International Arts Festival, el pasado 21 de julio. Agradecemos a Mark Healey por la referencia.
Queridos amigos,
Permítanme comenzar dando las gracias a la Dra. Catriona Crowe por su generosa invitación para participar en el Festival Internacional de Artes de Galway, y me encomiendo a tí, Catriona, y a todos aquellos que se ofrecieron como voluntarios y trabajaron en este esfuerzo para una selección de temas maravillosamente organizada.
Para comenzar, me gustaría rendir un homenaje especial a Catherine Corless [N. de la R.: historiadora aficionada, conocida por su trabajo en la recopilación de información sobre la muerte de niños en la casa de asilo Bon Secours en Tuam, Galway], quien hablará más tarde hoy en el Aula Maxima. Ella ha demostrado no solo valentía y perseverancia, sino también un extraordinario compromiso para descubrir la verdad, la verdad histórica y la verdad moral. Todos nosotros en esta república tenemos una deuda de gratitud con Catherine por lo que fue un acto extraordinario de virtud cívica.
Hoy, he regresado a mi entorno más familiar. Tengo muy buenos recuerdos de dar conferencias en esta universidad, aunque algunas de esas conferencias se dieron en circunstancias muy diferentes. Recuerdo que me asignaron los horarios universitarios más temidos, a las 9 de la mañana, para uno de los cursos que había preparado. Afortunadamente, esto fue Irlanda en la década de 1970, así que cuando titulé el curso "Desviación, crimen y castigo" me aseguraron una sala de conferencias llena de estudiantes, muchos de los cuales me informaron que en realidad estaban auditando el curso.
Les presenté a Michel Foucault, considerado entonces un pensador de vanguardia, y para muchos, una fuente fascinante de las nuevas ideas sociológicas sobre el papel y la naturaleza del género, el encarcelamiento y el crimen en las sociedades modernas. Tal vez no era lo que esperaban o deseaban. Recuerdo haber oído del presidente del Departamento de Ciencias Políticas y Sociología, el profesor Edmond Dougan (colega sociólogo, jefe de departamento y sacerdote franciscano), que nuestros estudiantes le habían dicho cómo, al introducir el concepto de sociedad, lo había desarmado conceptualmente para ellos. "Sí, Michael", preguntó: "¿Pero lo volviste a armar al final?".
La amplitud del tema de la sección de "First Thought Talks" del Festival de las Artes, "home”, hogar, me brinda la oportunidad de volver y reflexionar sobre algunos de los asuntos que he tratado de abordar como profesor universitario, y como ciudadano. Sería una gran impertinencia esperar que pueda rearmar todo de nuevo para ustedes al final de mi reflexión sobre el concepto de 'hogar', y ¡no prometo nada!
Hoy, a diferencia de mis conferencias de hace tantos años, no deseo comenzar con Foucault sino con una referencia al trabajo de dos filósofos muy diferentes, que el mismo Foucault consideró como influencias intelectuales formativas, aun cuando su propio pensamiento se desarrollaba en direcciones radicalmente diferentes. Martin Heidegger, cuyo legado sigue siendo cuestionado por sus monstruosas fallas morales en los años 1930 y 1940, y Gaston Bachelard, un filósofo francés que transformó la filosofía de la ciencia en la década de 1950. Aunque ninguno de los dos comparte mucho en términos de perspectiva o trayectoria, ambos ofrecieron sus meditaciones sobre los múltiples significados de 'hogar'.
En un ensayo titulado "Construir, habitar, pensar", publicado en la colección Poetry, Language, Thought, Heidegger hizo dos preguntas, "¿qué es habitar?" y ¿cómo incumbe el construir al habitar?”. Él escribe que “el bienestar/habitar [N. de la R.: juego de palabras intraducible: (d)welling] es el carácter básico del Ser en relación con los mortales que existen”. La vivienda y los procesos de construcción, creación y configuración surgen casi como fenómenos circulares: cuando las personas crean un lugar, forjan una relación entre ellos y ese lugar, de modo que comienzan a habitar. En palabras de Heidegger, "la relación entre el hombre y el espacio no es otra que el habitar [la vivienda], estrictamente pensado y hablado".
Como estudiante de las migraciones, estoy particularmente impresionado por la implicación de esta última frase, que expresa una suposición subyacente a favor de la universalidad de una relación fija con un espacio específico y, de hecho, quizás un tiempo específico. Muestra una disposición intrínseca a gran parte de la ciencia social moderna, a la que le resulta difícil abarcar la experiencia de movimiento o de los intersticios, del espacio entre espacios.
La migración y el movimiento siempre han sido parte de la experiencia humana; de hecho, para algunos pueblos históricos constituyeron la base misma de sus vidas sociales y económicas. Un ejemplo obvio son los pueblos nómadas. La vida de todos los migrantes, estacionales y asentados, no puede ser entendida con dicha formulación. Eso no quiere decir que no vivieron, ni que no formaron relaciones entre ellos y un espacio particular, que se convirtió así en un lugar atesorado en el que se podía construir un hogar, pero nunca fueron sedentarios, ni estaban atados a un solo lugar ni incluso a una identidad, siendo a menudo personas de identidades divididas. La transitoriedad requiere una redefinición casi continua de lo que es un "hogar". Esto es algo que la literatura consiguió captar pero que se pierde en las ciencias sociales, que privilegian lo sedentario.
En 1958, varios años después de que Heidegger pronunciara por primera vez la conferencia que se convertiría en "Construir, habitar, pensar", Gaston Bachelard completó un breve volumen titulado La poética del espacio. Aunque mejor conocido por su trabajo epistemológico, dirigió su atención a lo que él llamó la 'fenomenología de la imaginación', el estudio del significado poético de la casa y de la intimidad impregnada en los lugares cotidianos de la casa, como el ático, la bodega o las cajoneras En La poética del espacio escribe: "[la casa] es nuestro primer universo, un cosmos real en todo el sentido de la palabra", "la topografía de nuestro ser íntimo". Pensemos en el posicionamiento de la silla cerca del fuego en el estudio antropológico de Arensberg y Kimball sobre Lough y Raymona en Clare, en la campiña irlandesa en la década de 1930.
La casa, razonó Bachelard, emerge como hogar al convertirse en un sitio de intimidad y creatividad, de recuerdos y sueños. Lo que es notable es el grado en que el trabajo de Gaston Bachelard, preocupado por la evocación de la arquitectura de los espacios, presenta el hogar no solo como un espacio físico sino como una realidad inmaterial, no un lugar definido de retiro sino una serie de relaciones e intimidades con lugares y entre personas. De hecho yo agregaría que entre las personas la estimación de la forma de la casa, el estatus que indica, toma un rol como indicador de posición en el sistema de clases, incluso de respetabilidad o su supuesta falta.
¿Es esta definición de 'hogar' entonces una función de la residencia, de la simple ocupación del espacio con seguridad, un espacio desde el cual uno se mueve para participar y circular? ¿Y cómo y cuándo surge una condición de propiedad? ¿Es como una garantía de seguridad, siendo la sola ocupación un criterio insuficiente de lo que es 'hogar'?
Yendo más allá del tema del "hogar" como un conjunto de equilibrios entre la seguridad y la libertad, puede ser útil considerar brevemente la evolución de nuestro "hogar" planetario desde los primeros tiempos hasta el "Antropoceno". El tiempo restringe una consideración realmente profunda del "hogar" en términos de nuestro planeta compartido, de nuestra pérdida de simetría entre naturaleza y habitación.
Sin embargo, creo que esta es una perspectiva que debemos tratar de recuperar y descubrir de nuevo a medida que tratamos de luchar con las consecuencias de los cambios que la humanidad ha causado en nuestro planeta compartido y vulnerable, un planeta que alberga ahora a más de 7.600 millones de seres humanos e innumerables animales y plantas.
Estos cambios con los que vivimos, que padece el mundo de hoy, son en sí mismos producto de un tipo muy particular de civilización humana, formada por dos grandes revoluciones en la organización económica y social, el Neolítico y las Revoluciones Industriales, que produjeron y reprodujeron ideas e ideales muy particulares de "hogar", y que en sus suposiciones son nuestro legado contemporáneo pero que no están abiertas como deberían a la crítica y evaluación en los estudiosos responsables y el debate ciudadano, y tal vez esto limite nuestra capacidad de volver a imaginar hoy nuestro futuro colectivo.
La revolución industrial, cuyo inicio se sitúa generalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, es entendida actualmente como hecho inaugural de lo que un espacialista en química atmosférica ganador del Premio Nobel, Paul Crutzen, ha categorizado como el Antropoceno, una nueva época geológica en la historia mundial marcada por la influencia de una sola especie, la nuestra, en el entorno global.
El término Antropoceno tiene su propia y distinguida genealogía: fue utilizado por primera vez en 1873 por el geólogo italiano Padre Antonio Stoppani, a su vez influenciado por el diplomático estadounidense George Perkins Marsh, cuyo libro de 1863 El hombre y la naturaleza, o Geografía física modificada por la acción humana, fue fundamental para el movimiento ecologista en los Estados Unidos. En el centro del trabajo de Perkins se encontraba un análisis imaginativo de las crisis agudas de las civilizaciones sedentarias del antiguo mundo mediterráneo provocadas por la degradación del suelo ocasionada por las técnicas agrícolas intensivas de la Revolución Neolítica, un ejemplo temprano crisis ambiental provocada por un excedente de riqueza.
Podemos discernir en el surgimiento y la caída de estas antiguas culturas un presagio del Antropoceno. Aunque todavía no estaban malditos con la capacidad de transformar radicalmente el ciclo del carbono o el nitrógeno, estos pueblos antiguos ya podían degradar el medio ambiente lo suficiente como para condenarse a sí mismos y perder su “hogar” en la naturaleza.
La suya era una cultura radicalmente diferente a la que había existido antes. No se basó en la migración, la caza y la alimentación sino en el cultivo del suelo y la domesticación de los animales -una vez asentados en viviendas aisladas, grupos de viviendas o ciudades densamente pobladas- y, sobre todo, en la capacidad de transformar el músculo y el tendón de los humanos en energía.
Por primera vez desde que nuestros antepasados, los Homo habilis, surgieron hace 2 millones de años, los seres humanos crearon culturas centradas en un espacio único y sedentario en el que los edificios, como el templo, remplazaron a la naturaleza como lugar de la espiritualidad y las relaciones sociales jerárquicas surgieron para coordinar la producción en las sociedades neolíticas, supervisadas por una nueva clase administrativa-directiva que a menudo reclamaba el mandato divino, impulsada por una nueva división del trabajo altamente discriminadora por género.
No es coincidencia que la esclavitud, la más aborrecible de las instituciones humanas, haya surgido en esos años: en una obra reciente, el antropólogo James C. Scott hizo la escalofriante observación de que las murallas erigidas alrededor de los asentamientos de las sociedades esclavistas podrían haber sido construidas no para excluir a aquellos que no pertenecían sino para encarcelar a quienes estaban dentro. No me suscribo necesariamente a la tesis insinuada por tales especulaciones, a saber, que el fundamento de un estado, ya sea histórico o en el presente, debe y solo puede descansar en la violencia. Después de todo, las ciudades-estado del mundo antiguo crearían, con el tiempo, repúblicas proteicas, aunque estropeadas por injusticias sistémicas y profundas.
Encontramos en la antigua Roma, incluso en las obras de un miembro conservador de la clase senatorial como Cicerón, un compromiso con el ideal de una comunidad política fundada en la solidaridad, con un compromiso compartido con un ideal de justicia, por hipócrita que ahora nos resulte la exclusión de la ciudadanía de los esclavos, mujeres e incluso otros hombres italianos. Este ideal también impregnó la vida cívica de Atenas, encontrando su expresión en la Política de Aristóteles y los discursos de Demóstenes; proporcionó la base para un ideal de "hogar" como conjunto de relaciones y compromisos compartidos más que como un lugar establecido en el espacio, tan importante como este fuese. Esto está representado sobre todo por el éxito del estadista ateniense Temístocles, que persuadió a sus conciudadanos a evacuar su querida ciudad para facilitar una respuesta unificada griega al imperio persa invasor. Aunque Atenas fue incendiada, la ciudad-estado ateniense continuó funcionando en un pueblo pesquero cercano.
Sin embargo, este era un ideal inmaterial de hogar y tierra que era exclusivo y profundamente injusto, disponible solo para el pequeño grupo de hombres elegibles para la ciudadanía.
¿Hasta dónde podemos considerar el hogar griego, el oikos, del cual derivamos la palabra economía o la administración del hogar, como un hogar en el sentido físico, como el sitio de intimidad y pertenencia imaginado por Gaston Bachelard? Era más probable que fuera un lugar de alienación y soledad para muchos miembros de la familia excluidos, como las mujeres y los esclavos, de cualquier participación en la vida pública.
Aun cuando el concepto del dominio público fue dado por las ciudades-estado, también surgió una nueva visión del hogar privado, dictada, administrada y controlada por el patriarca aristocrático, una construcción social que más tarde recibió forma jurídica dentro del Derecho Romano. Podríamos recordar la imagen del senador romano, que controla hogares con miles de esclavos, además de su esposa, hijos e hijas.
La construcción social del patriarca iba a constituir la base más duradera, aunque lamentable, del mundo romano, resistente a la desintegración de la civilización romana sedentaria bajo la presión de incontables migraciones de pueblos nómadas, que a su vez sentarían las bases para el orden feudal del mundo medieval.
El imaginario político de ese nuevo mundo estaba completamente dominado por ideas de jerarquía representadas por la gran Cadena del Ser imaginada por los neoplatónicos, que conectaba las plantas y animales más humildes con los cielos, y por la sacralización gradual de la figura del monarca.
A pesar de toda la distancia en el tiempo y el espacio entre la Francia medieval y la antigua Mesopotamia, ambas todavía eran civilizaciones neolíticas, impulsadas a producir energía solo a través del esfuerzo humano.
El campesino, el obrero vinculado a la tierra, era el productor arquetípico de todas las culturas neolíticas. Atado a su hogar, sujeto al poder a menudo arbitrario de sus superiores, ya sea un señor feudal o un administrador municipal, él y su familia proporcionaron, a través de una vida de trabajo agotador, la base material para toda la civilización. La República romana fue una de las raras instancias políticas antiguas o medievales que, al menos por un tiempo, profesaron ser una confederación de agricultores independientes, una comunidad de hogares y familias, cada una con una pequeña participación en su país. La casa del campesino era claramente un lugar de trabajo con su propia división de trabajo por género, ya que las mujeres y los niños cargaban con su propia carga de trabajo, no solo para garantizar la supervivencia de la familia a través de las tareas históricamente feminizadas del cuidado sino también a través del trabajo en el campo. Y a medida que los insaciables imperios atlánticos del noroeste de Europa comenzaron a expandir inexorablemente su capacidad económica mediante la conquista, surge el concepto del "taller". Por ejemplo, como un artículo reciente en el Economic History Review de Jane Humphries y Benjamin Schneider ha detallado, con el alcance masivo de la hilatura manual en la Inglaterra del siglo XVIII.
En la década de 1750 era la categoría de empleo más grande, con casi un millón de mujeres y niños dedicados a la producción de hilados, y su trabajo constituía más de un tercio del ingreso de un hogar pobre. Tal trabajo fue abrumadoramente llevado a cabo en talleres hogareños y fue una explotación, ya que los empleadores poseían los materiales y simplemente 'lo sacaban' para que sus empleados los trabajaran y regresaran. Luego vino la mecanización de la producción, que Humphries y Schneider especulan fue una respuesta no a los altos salarios, como se había planteado anteriormente, sino a la disponibilidad para el empleo de mujeres y niños aún más empobrecidos. Esto llevó el mundo del trabajo remunerado de la casa a la fábrica. La construcción social del tiempo, de la conducta social e incluso sexual fue modificada por esto: la división entre el tiempo de la fábrica, sin el permiso de la discreción, y el tiempo hogareño, donde la familia podría reproducirse.
Invenciones como la hiladora Jenny, máquina hiladora multibobina, aún requieren energía producida por la energía humana y animal. A pesar de toda la sofisticación de las civilizaciones neolíticas, ya sea en la Etiopía medieval o en la Inglaterra moderna, en última instancia fueron limitadas por la naturaleza y dependían de la vida vegetal para sustentar tanto a la gente como a la ganadería.
Esa restricción fue eliminada en el tiempo por el descubrimiento de la capacidad de convertir la energía liberada por la combustión de carbono en energía mecánica. Esto dio lugar a una nueva relación entre la economía, la ecología, la ética, la cultura y la sociedad, que se apoyó en una visión estrecha y distorsionada de la economía política. Una visión de acumulación que sancionaba la pobreza en medio de la abundancia e internacionalmente una ideología imperialista que integraba la nueva ciencia y tecnología de la era en una ideología que afirmaba una arrogancia de superioridad que consideraba a los conquistados y desposeídos como, en el mejor de los casos, atrasados, inferiores.
En el corazón industrializado de Europa occidental, esta nueva civilización industrial no requirió campesinos sino obreros y así surgió una nueva clase trabajadora en las ciudades. A fines del siglo XIX, los trabajadores calificados estarían capacitados, en un sentido mimético, para replicar la domesticidad de una clase media profesional y mercantil en crecimiento, con mujeres que realizan trabajo doméstico no remunerado y hombres que realizan trabajo remunerado en el nuevo sistema fabril. El producto del trabajo y el trabajador se distanciaron el uno del otro.
Esta es la época en la que Emile Durkeim comenzó su trabajo, que entre otras cosas nos ofreció el concepto de "anomia" que surge de su estudio del suicidio, y por supuesto, es también la época en la que Karl Marx escribió, con la idea de “alienación” como punto central. Los cambios en el modo de producción forzaron cambios profundos en el contexto más amplio de las relaciones personales, familiares y sociales. La literatura hizo todo un tema de ese mundo en el que uno no podía estar "en casa".
Tal vez no sea sorprendente entonces que también fuera la época en la que se produjo, tanto en la erudición legal como en la práctica cotidiana, una separación de la idea de hogar y casa, de propiedad y vivienda. Porque el conflicto entre ideas de hogar y propiedad, entre vivienda y pertenencia, nunca fue mayor que en la era industrial e imperial. El choque entre los supuestos de diferentes civilizaciones en conflicto podría sentar las bases de una cosecha que tardó un siglo en madurar.
Solo tenemos que pensar en los pueblos originarios de América del Norte y Australia, cuyos ideales de vida y lo que concibieron como "hogar" eran muy diferentes de los desarrollados en el noroeste de Europa.
Cuando visité Australia el año pasado, lo hice sabiendo que esas ideas seguían siendo un tema de disputa, sobre todo después de la sentencia Mabo, que finalmente reconoció los intereses de los aborígenes en la tierra, al menos dentro del ámbito de la ley común. La concepción de la tierra y del "hogar" -del "país"- sostenida por los primeros australianos, la cultura humana más antigua que sobrevivió, era que las personas pertenecían a la tierra tanto como la tierra pertenecía a la gente. El juicio de Mabo anuló la doctrina de terra nullius, una ficción arrogante, monstruosa e imperialista según la cual los pueblos de Australia no tenían derecho, al menos según el derecho consuetudinario inglés, a la tierra que habían habitado y formado durante 60.000 años.
La gran confiscación de extensiones de tierra, no solo en Australia sino en América del Norte, fue justificada y consagrada por las teorías de John Locke, a veces anunciadas como un padre del pensamiento y la tolerancia liberal moderna, aunque sus categorías fueron construidas por exclusión.
Si sus Ensayos sobre la tolerancia excluían a los irlandeses católicos con la frase memorable de que "los papistas son como serpientes", también excluía a los que no cultivaban la tierra de su teoría del derecho de propiedad como derecho natural. Los nativos americanos eran, Locke escribió, "bestias salvajes".
Como el filósofo italiano Domenico Losurdo nos recuerda correctamente, la idea de que la tierra se convierta en propiedad en virtud de mezclarse con el trabajo se usó para excluir a un continente entero de personas que no compartían esa concepción de propiedad y cuya gestión de recursos naturales no se consideró 'trabajo' por aquellos que se consideraban colonos.
Tal teoría de la propiedad era entonces la base de lo que deberíamos llamar la "gran desposesión del hogar" infligida a los pueblos de América y Australia.
David Hume escribió en 1767 en su Historia de Gran Bretaña: "Los irlandeses han sido sepultados desde el principio de los tiempos en la más profunda barbarie e ignorancia y como nunca fueron conquistados, nunca fueron invadidos por los romanos de quienes todo el mundo occidental deriva su civilidad, continuaron aún en el estado más rudo de la sociedad y se distinguieron solo por aquellos vicios a los que la naturaleza humana no domesticada por la educación, ni restringida por las leyes, está eternamente sujeta".
Nuestra propia historia nacional está marcada por su propia gran desposesión y los prejuicios sostenedores del proyecto de colonización.
Incluso cuando la conquista y la creación de los estados colonizadores imperiales alcanzó su apogeo y su conclusión a finales del siglo XIX, la concepción del "hogar" en este país y su relación con la propiedad estaba experimentando su propia transformación bajo la presión de uno de los los mayores movimientos de pensamiento y acción jamás vistos en esta isla, el Movimiento de la tierra.
La sociedad irlandesa en la década de 1870 fue producto de los conflictos del siglo XVII, de un Acta de Unión que conduciría a la imposición del paradigma único del pensamiento económico en cuanto al comercio y la productividad, y de la catástrofe representada por la Gran Hambruna.
Irlanda era una sociedad en gran parte rural, caracterizada por un gran número de minifundios fragmentados, aunque no tantos se cultivaban en condiciones de subsistencia como en la víspera de la hambruna. En el apogeo de las relaciones económicas y legales se encontraba un pequeño número de propietarios, que operaban a través de administradores de patrimonio o intermediarios, con arrendamientos intermedios y secundarios.
La economía política de sentido común de la propiedad había cambiado en contenido pero no en forma, ya que la idea lockeana de la propiedad como un derecho natural había dado paso a la idea de Bentham de seguridad de los derechos de propiedad como el medio más eficiente para garantizar que los propietarios del capital maximizaran la utilidad del capital (¿no se escucha un eco de esto en las circunstancias actuales?). En 1848, en la profundidad de la Hambruna, James Fintan Lalor se enfureció contra la idea de que la propiedad debería ser inviolable, escribiendo: "No reconozco ningún derecho de propiedad en ocho mil personas, sean nobles o innobles, lo que le quita todo derecho de propiedad, seguridad, independencia y existencia a una población de ocho millones, y se opone a todos los derechos políticos de esta isla y todos los derechos sociales de sus habitantes. No reconozco ningún derecho de propiedad que tome la comida de millones y les dé hambre, que niegue al campesino el derecho a un hogar y conceda a cambio el derecho a un asilo".
Contra ese derecho individual, Fintan Lalor afirmó un derecho aún mayor, el derecho, en sus palabras, a “vivir en [esta tierra] en seguridad, comodidad e independencia”. Su estatua se encuentra ahora en su Portlaoise natal: a pesar de su reconocimiento y gran influencia en Davitt, Connolly y Pearse, tal vez todavía sea algo así como un profeta perdido. Su radicalismo democrático palidece injustamente al lado del romanticismo más fácil de manejar de sus amigos en el Movimiento Joven de Irlanda.
Sin embargo, fue su idea del "hogar" como un derecho social inalienable y su asociación con la idea de la nación, de la comunidad nacional en general como "hogar", la que fue invocada, a sabiendas o no, por Charles Stewart Parnell cuando , en una reunión pública en Limerick el 31 de agosto de 1879, imploró a los inquilinos de Irlanda “mantener un control firme de sus hogares y granjas” y unirse a la Guerra por la Tierra, que luego tomó la forma de una huelga de arrendamientos a nivel nacional para asegurar las demandas históricas de seguridad en la tenencia, rentas justas y venta libre.
Más allá de la intimidad del hogar, existe el anhelo de la seguridad de los dependientes para quienes constituye refugio. Todavía hoy está algo olvidado que cuando los líderes masculinos de la Liga Nacional Irlandesa por las Tierras fueron encarcelados, fueron las mujeres quienes tomaron la lucha, trayendo un nivel de organización y disciplina hasta entonces no vista en la Guerra por la Tierra, siendo la hermana de Parnell, Anna, la más destacada entre ellos.
Trajeron una energía nueva y renovada y vigor a las protestas contra los desalojos y, donde no impidieron que las familias fueran sacadas de sus hogares, erigieron refugios temporales y edificios para ellas en previsión, se esperaba, de un regreso a sus hogares tras la victoria en la Guerra por la Tierra. La seguridad del hogar y de la casa no estaba, en lo que a ellos respecta, subordinada, como podría haberlo estado para otros, a la perspectiva de la autonomía.
Es significativo que Ladies ´Land League, la "primera organización nacional de mujeres irlandesas dirigidas y organizadas por mujeres”, como más tarde recordaría Jennie Wyse Power, no buscaba un objetivo pequeño o parcial sino un conjunto de demandas transformadoras, orientadas en torno a la protección y, de hecho, la creación del "hogar": el hogar como vivienda física y refugio, el hogar como lugar de seguridad. Al hacerlo, redefinieron la visión de lo que podría ser el hogar nacional más amplio y lo que debería ser.
No deseo volver a revisar necesariamente la historia de la Guerra por la Tierra o la forma en que se redistribuyeron grandes extensiones de tierra, a través de sucesivas Leyes de Tierras, a aquellos que en muchos aspectos eran los más poderosos de los arrendatarios, incluso cuando aquellos localizados en tierras marginales o trabajadores sin tierra continuaron lo que se había convertido en un patrón familiar de emigración.
La economía política importa, las suposiciones de las diferentes versiones de la economía política alimentan las políticas concretas. Me gustaría reiterar un punto que formulé durante una conferencia que pronuncié en la Universidad de Melbourne en octubre pasado, donde reflexioné sobre la influencia de los economistas políticos irlandeses en Australia e Irlanda. Esto ilustra cómo un instrumento puede tener diferentes resultados y ser definido por la configuración histórica. En la década de 1840, un discípulo irlandés del economista David Ricardo llamado Robert Torrens emigró a la reciente colonia de Australia del Sur con la esperanza de establecer una "Nueva Hibernia" en los océanos del sur, poblada por agricultores irlandeses independientes que cultivarían pequeñas parcelas de tierra.
Ese plan fracasó, ya que Australia del Sur se vio envuelta en una gran ola de especulación de tierras, ya que las concesiones de tierras emitidas por el gobierno colonial se vendieron rápidamente de tal manera que las disputas por el título fueron endémicas en la nueva colonia. Esa crisis de propiedad fue resuelta por el hijo mayor de Torrens, Robert Richard, a través de la introducción del principio de registro por título, cuya característica definitoria es la irrevocabilidad del título otorgado al titular registrado.
Aquí hay un punto moral y ético: el sistema Torrens no solo constituyó un medio para resolver una crisis temporal de especulación colonial, sino que constituyó una tecnología jurídica de imperio para extirpar cualquier reclamo de título que tuvieran los primeros ocupantes de la tierra, quienes a su vez, no compartían ninguna de las suposiciones legales o filosóficas inherentes ya sea a las ideas de propiedad del derecho ordinario o al sistema Torrens. Se otorgaron concesiones de tierras a especuladores coloniales en tierras habitadas por los primeros pueblos de Australia y el sistema Torrens garantizó su expropiación, a pesar de la promesa de respetar los "derechos y disfrutes" de los primeros ocupantes descriptos en las Cartas de Patente que autorizan la colonización de Sur de Australia.
La gran ironía es que el sistema Torrens, cuando se extendió a Irlanda en 1891 en el contexto de las Actas de Tierras de 1885, 1891, 1903 y 1909, financió sucesivamente |la compra y transferencia del interés de los terratenientes en la tierra a sus inquilinos. Aun cuando el principio de título por registro se usó para despojar a los primeros pueblos de la colonia de Australia del Sur, se utilizó para reconstituir las relaciones de propiedad construidas durante los largos siglos de conquista en Irlanda, rompiendo los viejos lazos con la tierra y entregando a los inquilinos irlandeses el título de propiedad absoluta sin gravar.
En Irlanda, esto representó una liberación parcial del pasado para permitir en algo la creación del hogar, aunque una parte gradualmente dominada en gran medida por una nueva clase de agricultores hegemónicos. En Australia, anunció una supresión total del pasado que marca un sometimiento del concepto de hogar a las nuevas demandas del imperialismo de la era industrial.
Para volver a la idea del hogar como una realidad inmaterial, como ese conjunto de relaciones entre las personas y con el lugar, podríamos obtener una comprensión de cuán traumática fue esa ruptura y confiscación, no solo en Australia, sino para todos los pueblos indígenas.
¿En qué áreas resulta el mercado el mecanismo apropiado? ¿En qué términos debe regularse su presencia? Si la vivienda es un derecho, ¿en qué circunstancias es correcto reclamar su protección y reivindicación por parte del Estado? Estas son preguntas morales inevitables. Detrás de nuestro debate actual sobre la vivienda están todas esas suposiciones en cuanto al papel del Estado, al estatus de las necesidades esenciales frente a los derechos de propiedad. Para las opciones de elección ciudadana estas políticas deben ser transparentes y evaluarse en términos de las suposiciones que hacen sobre el rol del mercado y el estado.
También estamos obligados a mirar una vez más nuestros propios esfuerzos en este país para utilizar la idea de "hogar". Aquellos de ustedes que asistan a la charla de Catherine Corless más tarde reconocerán que, para aquellos ubicados en aquellos hogares de Madre y Bebé, el "hogar" constituía un lugar de encarcelamiento, de pérdida, incluso de venganza invocada por la ruptura de una versión autoritaria del nacimiento, la vida, la familia y la sociedad.
Volviendo a la idea del hogar de Gaston Bachelard como el lugar de la intimidad y la seguridad, debemos preguntarnos si el hogar privado, ese concepto tan prominente en la herencia del derecho romano, también ha sido un lugar de relaciones de género opresivas, la manifestación más terrible de las cuales es el abuso doméstico.
En cuanto al trabajo en sí, el ejemplo más cotidiano es, por supuesto, la distribución del trabajo doméstico y la doble carga de trabajo en la economía de mercado y en el hogar que aún se le asigna a las mujeres. En este momento presente se percibe que el movimiento de mujeres ha sido infundido con un vigor y una autoridad renovados y por eso estoy seguro de que continuaremos progresando, reconociendo el pasado y construyendo un futuro mejor.
Me parece afortunado que esta universidad sea la sede del Centro de Derecho de Vivienda, Derechos e Investigación de Políticas, cuyo trabajo es fundamental para mejorar nuestra comprensión del sistema de vivienda aquí en Irlanda y su compleja relación con los desarrollos de la política monetaria y financiera internacional y europea. El Centro es el hogar de académicos que proporcionan una comprensión exhaustiva del papel de la vivienda, y me permito citar al Dr. Padraic Kenna, "la vivienda atiende la necesidad básica de refugio humano, pero también resulta el requisito humano esencial para constituir el hogar". Estoy obligado a no desviarme más en los detalles de la política de vivienda en Irlanda, no solo por razones constitucionales sino también porque soy consciente de que Catriona ha reunido un excelente panel para debatir sobre la vivienda esta noche. Sin embargo, deseo hacer dos observaciones generales más a nivel de principio.
Primero, que la observación del Dr. Kenna es absolutamente vital; de hecho, es una verdad moral que refleja las luchas en nuestra historia. Incluso como respuesta residual o mínima, las Actas de Tierras fueron, después de todo, acompañadas por una serie de Leyes de los trabajadores que fueron aprobadas, después de un activismo concertado, para proporcionar subsidios del Tesoro a las autoridades locales para construir nuevas viviendas a precios razonables para trabajadores rurales sin tierra en Irlanda. Entre 1883, el año de la primera Ley de Obreros, y 1914, las autoridades locales construyeron cerca de 50.000 cabañas rurales en Irlanda, que albergan a más de un cuarto de millón de personas.
No debemos subestimar qué notable desviación de las proclamas de laissez-faire de esos tiempos representaba esto, ni qué victoria parcial, por tardía que sea, para los elementos más emancipadores de la Liga de la Tierra (incluso si el propósito principal de esas medidas fueran la ruptura de la cohesión social y la necesidad de fuerza de trabajo). En las ciudades irlandesas, las autoridades locales fueron bastante más lentas para hacer uso de la Ley de vivienda de las clases trabajadoras, la contraparte urbana de las Leyes de los trabajadores.
Naturalmente, no se reconoció ningún derecho legal al "hogar", pero se afirmó un derecho moral y fue parcialmente reconocido. Fue un reconocimiento de que el hogar es algo más que un refugio, no simplemente un recurso temporal. Se trata de la adquisición de los medios para pertenecer a la comunidad y participar en la sociedad sin vergüenza, como podría decir Amartya Sen.
Hasta el momento, no existe un derecho justiciable al hogar como a la vivienda en el ordenamiento jurídico irlandés, aunque celebro las discusiones previas de la Convención sobre la Constitución sobre la posible incorporación de los derechos económicos y sociales en nuestra Constitución.
Este es un debate que no solo debemos continuar sino profundizar urgentemente tomando en cuenta el trabajo del Profesor P.J. Drudy, Des Collins, Punch y otros, así como del Dr. Kenna. ¿Podemos y debemos de una manera seria integrar la idea del derecho a un hogar y la formulación de políticas a tal efecto en nuestra legislación?
Si reconocemos que la vivienda es necesaria para la creación de un hogar en nuestra sociedad, debemos pensar seriamente sobre todas las partes constitutivas de nuestro sistema de vivienda. Utilizo el término sistema deliberadamente, ya que el término mercado inmobiliario puede oscurecer el papel masivo y necesario desempeñado por el Estado a través de áreas de política fiscal, monetaria o de otro tipo, en las diversas partes del sistema, desde la planificación hasta la financiación de la construcción, el diseño y la regulación de la construcción en sí misma, y ??los diversos mecanismos mediante los cuales se financia la adquisición de una vivienda, ya sea mediante el alquiler o mediante la compra.
¿Cuántas casas se deben construir cada año? ¿Cómo debería financiarse la construcción? ¿Cómo deben diseñarse los espacios habitables? ¿Qué combinación de tenencias de vivienda creemos que es apropiada? ¿Qué tipo de estructuras de propiedad, ya sean municipales, privadas o colectivas? Ampliemos el debate y comprometámonos seriamente con una gama completa de respuestas políticas a estas preguntas, y estemos dispuestos a evitar cualquier obstáculo ideológico al más amplio rango posible de políticas.
Volver a leer el Libro Blanco sobre la vivienda publicado en 1964 es instructivo: su revisión histórica describe cómo el Estado decidió embarcarse en un programa masivo de construcción de viviendas en 1933, en medio de la Gran Depresión.
Como consecuencia, las casas construidas por la autoridad local construidas excedieron la construcción privada durante los quince años entre 1933 y 1948. Esa fue una opción de política pública, y el Estado lo tuvo claro, y sus objetivos fueron claros y abiertos.
Fue durante ese mismo período que los socialdemócratas suecos enunciaron un notable ideal político, el folkhemmet (casas para el pueblo, hogar del pueblo). Es una frase que contiene la idea de un hogar como una comunidad política y como un conjunto de relaciones solidarias, no muy diferente de lo que en esa época establece el irlandés 'Clochán on Baile' y, en su implementación de políticas, exigió y sigue exigiendo la provisión de viviendas como una cuestión de derecho para todas las personas.
En esta era del Antropoceno, creo que no solo puede mantenerse el ideal del hogar como una comunidad política comprometida con una visión de la justicia basada en los derechos, sino que debe ser sostenida. Para hacerlo, sin embargo, nuestros horizontes no pueden limitarse simplemente a una única comunidad política definida territorialmente. Nosotros, todos nosotros en este planeta, compartimos lo que el Papa Francisco ha llamado 'nuestro hogar común' y, si queremos enfrentar los desafíos presentados en este hogar común, estamos obligados a ampliar nuestra perspectiva de hogar para abarcar a todas las personas de esta tierra.
Porque en el siglo XXI no puede haber solidaridad parcial, ya sea solidaridad nacional o solidaridad europea. Requerimos ahora una solidaridad internacional, desprovista de antagonismos nacionales, abierta y dispuesta a cooperar donde podamos y sacrificarnos donde debemos.
Para Europa este puede ser otro siglo de inmigrantes, una reversión de la gran salida al Nuevo Mundo y las colonias experimentada en el siglo diecinueve. Esto no es solo un argumento moral o político, sino práctico. Después de todo, las tasas de natalidad están muy por debajo de los niveles de reemplazo en toda la Unión Europea y una necesidad constante de inmigración para apoyar a nuestras economías en el Norte Global continuará atrayendo gente a nuestras costas.
Además, dada la trayectoria actual de las emisiones de gases de efecto invernadero (a pesar de todas las promesas del Acuerdo Climático de París), también habrá millones de personas que buscan refugio contra la degradación ambiental y el agotamiento de los recursos naturales. Nuestra capacidad de solidaridad se pondrá a prueba y se medirá por nuestra disposición a recibir a aquellos que huyen del desastre climático, la guerra y la persecución.
Muchos de los desafíos que enfrentamos son aquellos que ponen a prueba nuestra capacidad y voluntad de participar en la deliberación colectiva para discernir el bien común y la acción colectiva para lograrlo.
La historia de los pueblos indígenas del mundo es su testimonio de nuestra capacidad humana de forjar concepciones colectivas del hogar, concepciones sobre las cuales se pueden construir instituciones colectivas de gobierno y gobernanza. Recordemos y aprovechemos los mejores ideales de nuestro pasado colectivo, e imaginemos juntos un futuro compartido para todos los pueblos de nuestro hogar común.
Vaya raibh mile maith agaibh vaya léir. (Gracias a todos)
Traducción: MC
El autor es el actual Presidente de la República de Irlanda. Es sociólogo, comunicador y poeta. En la actividad política ha sido parlamentario, Ministro de Cultura y presidente del Partido Laborista.
Sobre la Política de Aristóteles, ver el fragmento Teoría general de la ciudad perfecta, reproducido en nuestro número 69.
Sobre la idea de propiedad en la filosofía política de John Locke, ver el texto de Bertrand Russell en nuestro número (2)156.