N. de la R.: este artículo fue publicado originalmente en Liberation, edición del 8 de julio de 2023. Traducción al español de Danielle Zaslavsky.
Si usted no vive allí, póngase un minuto en los zapatos de una familia que vive en una unidad habitacional (cité). ¿Cómo se resuelven allí las múltiples cuestiones de la vida cotidiana? Alojarse y moverse desde su casa hasta la ciudad, el trabajo, la escuela… El agua potable y la energía que nos da luz y calor; la educación de los niños y su salud, sus momentos de ocio; y ¿cómo se accede a la cultura? Una larga y compleja serie de instituciones públicas tiene en sus manos las respuestas a todas estas preguntas. La oficina de la administración de la unidad, la biblioteca, el centro cultural, el teatro, la escuela, el hospital, la asistencia y protección de la infancia, la oficina de bienestar, el ministerio público. En cada una de las instituciones, un funcionario público: el profesor, el bibliotecario, el médico, el animador, la asistente del preescolar, el de la limpieza, el policía. En estos espacios sociales, la vida se organiza mediante el contacto con cada uno de estos funcionarios. Y detrás de cada una de las instituciones, los que están por elección popular y los políticos. El consejero municipal, el alcalde, el ministro y el presidente de la República. La vida cotidiana de las clases populares se politiza directamente.
El estado social está secuestrado por mutaciones económicas que desestabilizan estas vidas. Pero las autoridades que están a cargo de las instituciones constituyen una meta más expuesta a la demanda y la rebeldía que la empresa y el mercado, más lejanos y a salvo de la crítica.
Poco queda fuera del espacio de las instituciones: el trabajo, y gracias a este, el supermercado y el consumo, el coche y algunas diversiones. Así se reparte, entre el mercado y el sector público, la vida de estas familias sumamente pobres, las que tienen los niveles educativos más bajos, las más expuestas al desempleo y la precariedad, en las que los hijos tienen como horizonte un trabajo desagradable, duro y sin interés a lo largo de una larga vida de trabajo, de ahora en adelante, con dos años más de trabajo. Empleos que no son fuente de estatus profesional de prestigio: transportista y repartidor, cajero, empleado, obrero, trabajos a los que los lleva su paso por la escuela, con poco dominio de lo escrito. El estado social está secuestrado por mutaciones económicas que desestabilizan estas vidas. Pero las autoridades que están a cargo de las instituciones constituyen una meta más expuesta a la demanda y la rebeldía que la empresa y el mercado, más lejanos y a salvo de la crítica.
Bomberos apagando el incendio de una biblioteca en Villiers-le-Bel (Val-d’Oise), el 27 de noviembre de 2007. (Thomas Coex/AFP).
Infraestructuras que envejecen
Contrariamente a lo que caracteriza los espacios de vida de las clases populares y de los más pobres en el resto del mundo (Estados Unidos, Europa del sur y del este, América latina), en Francia, ser pobre o de clase popular no se conjuga con una ausencia del Estado. El Estado aquí es omnipresente a través sus instituciones y sus distintos niveles de gobierno. Y eso gracias a la República que amplió la democracia gracias a la fuerza del Estado social. La ciudad perdida y el tugurio desaparecen y el barrio se integra a la Ciudad.
La biblioteca se integra sin perder su especificidad de institución de la lectura y escritura, de la cultura, el pensamiento, la inteligencia y la información, la expresión y la comunicación, cerca de la escuela.
Pero hoy ¿qué sucede? Elevadores que no sirven, autobuses que no circulan, expedientes sin respuesta, apoyos insuficientes, servicios de emergencia saturados en los hospitales, escolaridades truncadas, la lista es larga. Cuando se degradan los servicios, cuando envejecen y dejan de funcionar las infraestructuras, se multiplican los conflictos entre las instituciones y los habitantes que viven su ciudadanía en la confrontación. Esta singular conflictividad crea una cadena en la que los agentes están imbricados unos con otros y al final siempre está el policía, y detrás de todos ellos las reglas, la ley y el poder político.
En el centro de estos espacios sociales existe muy a menudo y por fortuna una biblioteca. Debe su existencia al poder público, en el marco de la economía social que acabamos de describir. Gracias a este acto, la República logra la integración de la Unidad a la Ciudad, e integra al bibliotecario en la cadena de los agentes públicos. La biblioteca se integra sin perder su especificidad de institución de la lectura y escritura, de la cultura, el pensamiento, la inteligencia y la información, la expresión y la comunicación, cerca de la escuela.
La politicidad de las clases medias, es decir el modo en que habitamos y vivimos nuestra condición ciudadana, se separa y se divorcia de la de las clases populares. Poco a poco se instala una impresión de alteridad.
Actos simbólicos
En 2023, el Ministerio de la Cultura registra 6 bibliotecas incendiadas de un total de 39 establecimientos dañados (piedras aventadas, conatos de incendios, daños menores). Registramos 33 bibliotecas incendiadas durante las revueltas de 2005. Al reaccionar a los ataques, el ministro de cultura, conmocionado, consideraba en aquel entonces que se quemaba “al equipamiento más simbólico de nuestra democracia”. Tenía razón, y se equivocaba profundamente. El ataque no apunta hacia la democracia. Se puede defender la revuelta, pese a sus errores y aun cuando, a primera vista, produce efectos contrarios a lo deseado. Al hablar 20 años más tarde de “descivilización”, el poder político muestra su débil capacidad de aprendizaje. La revuelta, los incendios, los ataques a las bibliotecas constituyen actos simbólicos destinados a provocar la toma de palabra y el debate, y rompen el silencio que se habría impuesto. No se trata de disculparlos, sino más bien escuchar y entenderlos.
La perplejidad ante el incendio, y en general ante la revuelta después de la muerte de un joven por un policía, dice tanto como la revuelta en sí. Si nosotros, reunidos alrededor de esta página del periódico, no entendemos lo que significan los mensajes que nos mandan las imágenes incendiadas de la revuelta, esto significa que nuestra democracia está enferma. La politicidad de las clases medias, es decir el modo en que habitamos y vivimos nuestra condición ciudadana, se separa y se divorcia de la de las clases populares. Poco a poco se instala una impresión de alteridad. Sin embargo, los incendios no son autos de fe. Nuestras bibliotecas arden ante la incapacidad de volver inteligible la evolución de un mundo que se calienta ante nuestros ojos hasta incendiarse periódicamente, como libros obsoletos que un bibliotecario mandaría a la bodega.
DM
El autor es profesor de Sociología, Director del Instituto de Altos Estudios para América Latina IHEAL.
Sobre el tema, ver también la presentación de nuestro número anterior.
Sobre las revueltas de 2005, ver también en café de las ciudades “El circulo vicioso de la marginación”. Jordi Borja y la violencia en el banlieue de París, y ¿Arde París?, de Jean Louis Cohen.