Durante los últimos años, la violencia urbana se ha convertido en uno de los temas más importantes de la ciudad andina, debido a las nuevas formas que asume, a los impactos sociales y económicos y al incremento de su magnitud (*). Las violencias se han extendido en todos los países y ciudades de la región con peculiaridades y ritmos propios, provocando cambios en las urbes: transformaciones en el urbanismo (amurallamiento de la ciudad, nuevas formas de segregación residencial), en los comportamientos de la población (angustia, desamparo), en la interacción social (reducción de la ciudadanía, nuevas formas de socialización) y en la militarización de las ciudades, amen de la reducción de la calidad de vida de la población.* “La violencia no sólo es ubicua y elusiva, sino que parece crecer y multiplicarse rápidamente en todo el planeta, amenazando en convertirse en uno de los problemas más intratables de la especie humana. Su veloz crecimiento, es probable que la convierta en el problema más importante del ser humano para el Siglo XXI” (Echeverri, 1994).
La importancia de la delincuencia común en las ciudades de los Andes aún no tiene un correlato respecto de su conocimiento, porque no se le ha concedido la importancia, ni ha sido incorporada en la discusión de los problemas del desarrollo y de las formas de vida urbana, con la urgencia y la prioridad que merece. Si bien esta situación es generalizada en la subregión, no se puede desconocer que hay un desigual desarrollo. Colombia tiene un desarrollo mayor del conocimiento respecto de los restantes países, gracias a la información, comunidad académica y estructura institucional que posee.
En los países andinos hay propuestas innovadoras en materia de control y prevención de la violencia urbana que superan aquellas concepciones que postulan su tratamiento con una acción sobre los síntomas mediante la acción policial, la privatización de la seguridad y el incremento de penas. Algunos gobiernos nacionales y locales, instituciones policiales, ONG´s y organismos académicos han iniciado investigaciones y tomado medidas específicas para prevenir la violencia con resultados positivos.
Con este artículo se presenta -de manera somera- el estado de situación de la temática, desde las perspectivas de la violencia y las políticas.
La violencia andina – Los Andes en el contexto de América Latina
Para 1990, el promedio mundial de la tasa de homicidios fue de 10.7 por cien mil habitantes y de 22,9 de América Latina. Esto significa que Latinoamérica tiene una tasa de más del doble del promedio mundial (Buvinic, Morrison y Shifter, 1999). Según la OPS (1994) la tasa de homicidios para América Latina en 1994 fue de 29 por cien mil habitantes y entre 1984 y 1994 aumentó en más del 44%, siendo pocos los países que decrecieron. El BID (Londoño, et.al. 2000) estima que la violencia en América Latina arroja resultados alarmantes: cada año cerca de 140.000 latinoamericanos son asesinados; 54 familias sufren un robo por minuto (28 millones al año) y la pérdida de recursos es aproximadamente del 14.2% del PIB. Estas cifras significan que “la violencia, medida por cualquiera de estos indicadores, es cinco veces mas alta en esta región que en el resto del mundo”.
Como todo promedio esconde diferencias, no se puede negar la dispersión existente entre países, que se expresa en una brecha de 50 veces entre el país que tiene la tasa más alta -El Salvador- con el que tiene la más baja -Chile-. Los países que tienen las más altas tasas de homicidios por cien mil habitantes son El Salvador (150), Guatemala (150) y Colombia (89,5), aquellos que tienen las más bajas son: Chile (3), Uruguay (4,4) y Costa Rica (5,6), siendo las tasas de estos últimos comparables con las tasas de los países europeos. Estamos viviendo -desde mediados de la década de los ochentas- una tendencia generalizada de crecimiento de la violencia en América Latina. Si bien pueden existir algunos países que bajen relativamente el crecimiento de sus tasas de homicidios, éstas no terminan por modificar la tendencia general de las subregiones y América Latina.
Desde la perspectiva de las regiones, el Cono Sur es una de las regiones menos violentas de América Latina, con una tasa promedio de homicidios del 6,2 por cien mil habitantes en 1999, pero con un crecimiento del 14,8 por ciento entre 1984 y 1994. En contrapartida, tenemos a la región andina con una tasa de 51,9 homicidios por cien mil habitantes y un crecimiento espectacular en la década de 105,9 por ciento. Esto significa que la tasa de homicidios en la región andina creció más de 7 veces que el Cono Sur.
América Central crece con una tasa del 20,5 por ciento, con el rasgo de haberse producido procesos de pacificación en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, lo cual nos hace pensar que se ha pasado de la violencia política a la común. Lo paradójico de la violencia centroamericana es que la tasa de homicidios en tiempos de paz es mayor a la de los tiempos de guerra. En la subregión andina crecen las tasas de homicidios a un ritmo mayor que en las otras.
La otra característica digna de resaltarse tiene que ver con la variable de género: existe una tasa promedio para América Latina de 22,9 por cien mil homicidios, que está compuesta por 41,3 de homicidios masculinos y 4,5 femeninos. Esto significa que mueren 10 veces más hombres que mujeres o que los homicidios en América Latina son fundamentalmente masculinos; con una tendencia más clara en la región andina.
De esta aproximación se puede concluir que desde 1985 se vive un ciclo expansivo y de transformación de la violencia en América Latina, al grado de que la tasa de homicidios supera en 114 por ciento a la tasa promedio mundial; que el área andina supera a la de América Latina en un 79%; y Colombia rebasa al promedio de la región Andina en 49,3%. Esto es, que América Latina es el continente con mayor cantidad de homicidios del mundo, los Andes la subregión más violenta de Latinoamérica y Colombia el país andino con mayor tasa de homicidios.
La subregión andina tiene dos extremos: Colombia con la tasa más alta (65,5) y Bolivia (9) la más baja. Esta comparación niega la corriente de interpretación de la violencia que se sustenta en la hipótesis de que las violencias se originan en la pobreza, el narcotráfico, el déficit de Estado y la diversidad étnica. Estos supuestos pierden sustento porque Colombia no debería tener la violencia que le caracteriza ya que es uno de los países latinoamericanos que tiene larga tradición de gobiernos democráticos y crecimiento económico sostenido. Y Bolivia, en cambio, tiene las condiciones para ser uno de los países más violentos, por ser pluriétnico, tener menor desarrollo relativo, una fuerte presencia dictatorial, un escaso peso estatal y es productor de narcóticos. Por lo pronto se puede formular la hipótesis de que en Bolivia se canaliza la conflictividad social a través del sistema político y de una sociedad civil fuerte. Pero también puede ocurrir que cada país tenga un tipo de violencia propia, que le sea característico de su conflictividad o que, lo que en un país puede ser una causa o factor en un momento determinado, en otro país o momento puede ser otra.
La criminalización tiene un costo económico que lleva, según el BID, a que “la violencia sea en la actualidad -sin duda- la principal limitante para el desarrollo económico de América Latina”. El costo económico promedio de la violencia en Latinoamérica es del 14,2 por ciento del PIB (BID, 2000), lo cual significa 160.000 millones de dólares o cerca del 25% de la deuda externa de América Latina.
El costo económico de la violencia
Si comparamos las tasas de homicidios por país con el de costo económico de la violencia, se puede concluir que a mayor tasa de homicidios es mayor el costo económico de la violencia; que en la relación de homicidios por costo, Colombia y Perú tienen un comportamiento relativamente parejo (2,6 y 2,5 respectivamente) mientras que Venezuela tiene un poco más bajo (1,9). Ecuador y Bolivia no han hecho estudios del costo económico de la violencia, pero si extrapolamos el comportamiento de los otros países estudiados por el BID (Colombia, Venezuela y Perú), se llega a la conclusión de que el promedio regional andino es de 13,86 % del PIB, un poco más bajo del promedio de América Latina (14,2%), que en Ecuador serían de 6,2% y en Bolivia de 9,5%del PIB (*).* Según el BID, “la violencia es en la actualidad -sin duda- la principal limitante para el desarrollo económico de América Latina, a lo cual puede añadirse -sin temor a equivocación- que también es una limitante para la democracia, porque corroe y deslegitima a las instituciones democráticas como, por ejemplo, el sistema judicial, la Policía, y el Parlamento…” (BID 1996).
Por otro lado, tenemos que los países con las más altas tasas de homicidios son los que destinan la mayor cantidad de recursos económicos a la seguridad. El costo de la violencia en Colombia, que tiene una tasa de 65 homicidios por cien mil, fue del 24,7 % del PIB y en El Salvador (con cerca de 150) del 24,9 %. En contrapartida, Costa Rica, Chile y Uruguay, que tienen las tasas de homicidios más bajas de América Latina, son los países que cuentan con los presupuestos más altos destinados a la inversión social. Ergo: la mejor política de seguridad ciudadana es aquella que diseña buenas políticas sociales con recursos económicos significativos.
Esto significa que el incremento de los gastos en seguridad disminuye los recursos destinados a lo social, porque hay un comportamiento inversamente proporcional. Esto es, una lógica contraria a la disminución de la violencia y próxima al incremento de los costos que se incurren en ella. Si se diseñara un presupuesto que apoye a la disminución de la violencia, se tendría más recursos para lo social y ayudaría a reducir el déficit presupuestario. Adicionalmente, no habría la necesidad de los ajustes, habría más recursos económicos, mejoraría la calidad de vida y las instituciones se fortalecerían.
La violencia urbana
¡Error!Marcador no definido. La violencia es un proceso que tiene historia, por eso crece y cambia. La transformación en la hora actual tiene que ver el aparecimiento de una violencia moderna que supera y coexiste a la tradicional. La violencia tradicional es la expresión de un hecho cultural (asimetría familiar, mecanismo lúdico) o de una estrategia de sobre vivencia para ciertos sectores empobrecidos de la población. Y la moderna es aquella que se organiza con la disposición explícita de cometer un acto violento. Este tipo de violencia se desarrolla a través de organizaciones con recursos, criterio empresarial, tecnología avanzada, nuevos actores, transnacionalización del delito e infiltración en el sistema social. Este tipo de violencia se expande con fuerza desde la mitad de la década del ‘80 y es el que genera el incremento de los hechos delictivos.
La violencia moderna constituye un espacio que no reconoce las fronteras dado su carácter ubicuo, pero que tiende a privilegiar lo urbano. Por eso estamos viviendo un proceso de urbanización de la violencia en la sub región andina, lo cual -bajo ningún punto de vista- significa que la ciudad sea fuente de violencia por sí misma. Con la urbanización acelerada de la subregión, hoy tenemos que la mayor parte de la población vive en ciudades y que, por tanto, la mayor cantidad de delitos se concentran en las urbes.
En el caso ecuatoriano se tiene que los homicidios son fundamentalmente urbanos: de los 1.834 homicidios que se contabilizaron en 1999, el 77,5 por ciento se produjeron en las ciudades, es decir, 1.422.Las ciudades colombianas de Bogotá, Medellín y Cali concentran aproximadamente el 30% de la población colombiana y aportan cerca del 40% de los homicidios, lo que permite ilustrar la hipótesis del proceso de urbanización de la violencia” (Zuluaga, 2001) En Bolivia, las tasas de homicidio por departamento permiten relacionarlas con el grado de urbanización y concentración demográfica. Así, conforme el proceso de urbanización y migración campo-ciudad se incrementa, las tasas de homicidio se concentran más en los tres departamentos del eje central del país (La Paz, Cochabamba y Santa Cruz), espacio geográfico que asimila en mayor proporción los flujos migratorios. En 1995 los tres departamentos del eje central concentraban el 81% del total de homicidios cometidos en el país. En cambio, en el año 2001, la misma región concentró el 95% del total de homicidios a nivel nacional (Quintana, 2003). En Perú, Lima concentra casi el 60% de la población urbana y de los delitos del país (Piqueras, 1998).
Por otro lado, si comparamos las tasas de homicidios de los promedios nacionales con las correspondientes a las ciudades más importantes de cada país, vemos que las urbes tienen tasas superiores a las de los países. Es decir, que las tasas de las ciudades principales son bastante superiores a los promedios nacionales. El caso colombiano quizás sea el más aleccionador y la ciudad más violenta, sin duda, es Medellín, aunque con una tendencia hacia el descenso desde 1990.
Lo que sí se evidencia es una falta de correlación entre urbanización y violencia, porque según ello Venezuela debería ser el más violento y Bolivia el menos. El predominio de la población urbana, el incremento del número de ciudades y la generalización de la urbanización, no son causales del incremento de la violencia. Lo que ocurre es que en las ciudades se concentra el mayor número de casos de violencia porque hay más población, pero de allí extraer una correlación de que a mayor urbanización mayor violencia hay una distancia muy grande.
Las propuestas de política
La violencia común es una de las expresiones más claras de la inseguridad ciudadana. Sin embargo, los gobiernos locales y nacionales de la región y la propia sociedad aún no la han asumido con la debida propiedad, al extremo de que el enfrentamiento al hecho delictivo arroja resultados más bien preocupantes. Instituciones fundamentales como la policía y la justicia se desacreditan por fuera y se corroen por dentro y los habitantes se recluyen en un mundo privado cada vez más complejo. La justicia acumula más casos de los que ventila y en general se erosiona a pasos agigantados.
Las principales concepciones que sirven para enfrentar la violencia urbana son dos: la una, inscrita en una política estatal -hoy dominante- que propugna el control de la violencia vía represión y privatización y, la otra, como seguridad ciudadana que se inscribe en una relación sociedad-estado que, a la par que enfrenta al hecho delictivo, busca construir ciudadanía e instituciones que procesen democráticamente los conflictos.
La primera tiene dos salidas equívocas: reprimir y privatizar
Para hacer frente a la violencia urbana se plantean dos salidas: represión y privatización, inscritas en las ópticas de la seguridad nacional y pública, con lo cual no hay una diferenciación entre el acto de violencia política con el de violencia común porque -según sus preceptos- todas las violencias socavan las bases de la convivencia de la sociedad y del Estado, en tanto afectan la propiedad privada, rompen las reglas del mercado y deslegitiman la acción estatal.
Se puede señalar que la mayoría de las violencias se dirigen hacia la población y una minoría hacia el Estado (*). Pero la acción del Estado es inversamente proporcional, a pesar de que en la actualidad las violencias afectan más a los ciudadanos y a sus instituciones, que al Estado y sus órganos. En general, los Estados latinoamericanos prestan mayor atención a las violencias macro, relacionadas con el narcotráfico y la guerrilla, que a las comunes, siendo paradójicamente que la mayor cantidad de víctimas provienen de esta última.* “El porcentaje de muertos como resultado de la subversión no pasó del 7.5% en 1985, que fue el año tope. Mucho más que las del monte, las violencias que nos están matando son las de la calle” (UNAL-COLCIENCIAS, 1988)
El Estado (policía, ejército y justicia) se convierte en el depositario de la seguridad y garante de la protección colectiva de la población -que exige mano dura a la fuerza pública y al conjunto de los aparatos estatales para que se proteja sus bienes y vidas-. En este caso, las acciones fundamentales se dirigen hacia el control de la violencia bajo una óptica represiva, que se caracteriza por:
Ante el desbordamiento de los sistemas judiciales y penitenciarios, por la magnitud de la violencia y sus nuevas formas, se exige una reforma a los códigos penales dirigida a modificar los tipos de delito y a incrementar las penas. El concepto de delito y de delincuente cambia en la visión estatal que es, en última instancia, la que crea y define la figura del delito y las penas correspondientes. Se aumentan las penas a cierto tipo de delitos y también nuevos tipos de delincuentes (los niños y los jóvenes). Pero lo más grave es el avance de la impunidad y la saturación de las cárceles, en muchos casos, con personas sin sentencia o inocentes (*).* Según Armando Montenegro, Ex-Director de Planeación Nacional de Colombia, la probabilidad de que un delincuente sea capturado y juzgado es casi nula. Por cada 100 delitos que se cometen en Colombia, sólo 21 son denunciados a las autoridades. De éstos, 14 procesos prescriben por diferentes causas y únicamente 3 terminan con sentencia. Esto quiere decir que la probabilidad de que un delincuente no reciba un castigo es del 97 por ciento (El Tiempo de Bogotá, 27 abril de 1994).
El enfrentamiento al hecho delictivo mediante el uso de la fuerza: allí se inscriben, por ejemplo, los operativos que periódicamente se realizan para controlar la delincuencia común en las poblaciones de bajos ingresos. En general se caracterizan por ser parte de una estrategia de represión, amedrentamiento y seguridad inscritas en una concepción antisubversiva. Son operaciones tipo rastrillo que se desarrollan con gran despliegue informativo y de fuerzas.
El Estado se ve desbordado en sus capacidades y pierde su condición de garante de la seguridad ciudadana (*). Las limitaciones de las políticas represivas y de control, y ante el aumento de la delincuencia y la corrupción de los aparatos punitivos, conduce -en un contexto de modernización del estado- a la privatización de la seguridad. La privatización de la seguridad permite que ciertos sectores sociales -entre los cuales se encuentran policías jubilados- promuevan empresas de guardianía privada con personal poco formado y sin un real control. Se desarrollan un conjunto de actividades económicas vinculadas a la seguridad, como la venta de servicios y mercaderías: armas, alarmas, seguridades, defensa personal, perros. Este marginamiento en la administración de justicia produce un copamiento del control de la violencia por parte de la sociedad civil, a través, por ejemplo, de la justicia por su propia mano. Los cementerios clandestinos se multiplican por la existencia de grupos paramilitares que se dedican a la “limpieza social” (Colombia) o “profilaxis social” (Venezuela). La experiencia muestra que este fenómeno de asesinato de delincuentes, prostitutas y homosexuales proviene del cambio en la política de equilibrios entre la policía y la justicia, expresado en el debilitamiento del poder judicial y la imposición de políticas represivas por sobre las preventivas. De esta manera, la seguridad tiende a ser patrimonio exclusivo de los sectores sociales que pueden adquirirla y, por lo tanto, un factor regresivo adicional de la calidad de vida de la población.* “La corrupción y, junto a ella, la impunidad, conducen a la criminalización de la propia policía y al desarrollo del crimen organizado” (Oviedo 1995).
La gobernabilidad de la violencia
En contrapartida a la concepción dominante, toma existencia una visión alternativa que ve con preocupación la renuncia del Estado a su rol de corrector de las desigualdades, a su condición de árbitro en la resolución de conflictos y a su cualidad de garante del interés colectivo. En este contexto, la seguridad ciudadana se desarrolla en un espacio social donde la participación permite enfrentar los eventos sociales y naturales que socavan lo social, lo público, la convivencia, las instituciones de intermediación social, etc. Es una propuesta que busca gobernar la violencia desde el diseño de políticas sociales, urbanas y de control, orientadas hacia la protección ciudadana.
Los postulados que toman peso en el enfrentamiento del hecho delictivo provienen de la vertiente epidemiológica que tienen en la Organización Panamericana de la Salud y en la Alcaldía de Cali a sus dos más importante impulsores. El escenario nacional más interesante y de mayor aliento en el enfrentamiento a la violencia es el colombiano, donde se vienen aplicando un conjunto de acciones locales y nacionales con resultados interesantes. El hecho de que Colombia tenga un nivel alto de violencia, la convierte en el mejor laboratorio de estudio y de experimentación de la región.
Dentro del territorio colombiano se han creado múltiples proyectos e instituciones que trabajan sobre el tema: se tienen estrategias nacionales, planes regionales y planes locales. Hay un marco institucional altamente diversificado por sector (familia, escuela, juventud, mujer) y ámbito (comunal, local, regional, nacional). Existen ópticas preventivas (educación, empleo, participación) y coercitivas (policía, ejército, justicia). Asimismo, en Colombia se percibe una nueva actitud frente al tema por parte de los partidos políticos, organizaciones populares y medios de comunicación.
Si a nivel nacional existe una propuesta tan amplia, a nivel local se tienen también experiencias puntuales bastante interesantes. Quizás las más acabadas sean las de Cali y Bogotá, a través de estrategias explícitas para enfrentar la problemática, mediante la formulación de sendos planes integrales denominados “Desarrollo Seguridad y Paz” (DESEPAZ) y “Plan Estratégico de Seguridad”, respectivamente.
Esta experiencia piloto trasciende a la Organización Panamericana de la Salud, a través de su División de Promoción y Protección de la Salud, que formula el Plan denominado “Salud y Violencia: Plan de Acción Regional”, que tiene un contenido regional y una metodología que combina experiencias novedosas de distintos lugares. En su enfoque deja de lado la tradicional óptica del control de la violencia por vías represivas, y asume una visión preventiva. Intenta enfrentar la problemática desde una perspectiva descentralizada, donde lo municipal tiene un peso importante, y tiene una pretensión de ser una propuesta interdisciplinaria e integral.
Conclusiones
La seguridad ciudadana debe ser asumida de manera inmediata. Es un problema internacional, de interés colectivo y público, que compromete al conjunto de la sociedad y sus instituciones. Así como no es un problema de exclusiva responsabilidad de la policía y la justicia, ni tampoco es sólo del gobierno, la población no puede excluirse y quedar pasiva, porque el paternalismo estatal no conduce a la formación de ciudadanía (*).* “La seguridad ciudadana, más allá de su carácter de tema ideologizado, es ante todo un derecho al que le corresponde un deber” (Camacho 1994b:1).
Siendo la ciudadanía la fuente y fin de la seguridad ciudadana, se requiere su participación en la solución del problema (por ejemplo, en vez de privatizar la policía, dotarla de ciudadanía). Pero también una nueva institucionalidad que la asuma, en la que bien podría participar la municipalidad por ser el órgano estatal más cercano a la sociedad civil y a la vida cotidiana. El municipio es una entidad omnipresente en el contacto con la población y tiene un gran reto: abrir dentro de sus competencias un área especializada en juventud.
Pero no será suficiente si no se hace control de la apología de la violencia que realizan algunos medios de comunicación y en especial la televisión, si no se modifican los factores de la cultura lúdica basada en el alcohol, el control de las armas de fuego, el desarme de la población y su monopolio por el ejército y la policía, la iluminación y transporte barrial, el desarrollo de campañas de seguridad ciudadanas y defensa civil. Enfrentar la violencia exige una visión y acción globales, porque en el mejor de los casos “las medidas aisladas solo tienen efectos marginales” (Ratinoff-Bid, 1996)
En el campo penal se debe avanzar más en la búsqueda de una racionalidad jurídica fundada en el derecho ciudadano, en la desburocratización y agilidad de la justicia, que en el incremento de las penas. Hay que diseñar mecanismos que tiendan a resolver pacíficamente los conflictos y espacios donde la ciudadanía pueda conciliar y hacer justicia. Se requiere de una institucionalidad que procese los conflictos, sobre la base de una pedagogía de la convivencia ciudadana inscrita en una estrategia de orden público democrático. Por eso hay que modernizar y descentralizar el sistema judicial para que sea menos politizado y más eficiente. Y, por otro lado, reducir la conflictividad judicial, por ejemplo, con la introducción de la justicia comunitaria, la conciliación y el arbitraje para descongestionar el sistema judicial, y la puesta en práctica de agencias comunitarias, comisarías de familia o de género. En otras palabras, hay que introducir mecanismos alternativos de solución de conflictos, que respeten la diversidad y que legitimen la justicia consuetudinaria (derecho nacido de la costumbre).
Es singular la importancia de la investigación, articulada al diseño de políticas y programas públicos. Pero debe ser una investigación que combine aspectos teóricos y operativos. Este es un campo que requiere un desarrollo teórico y una producción de información confiable.
Es necesario repensar, redefinir y fortalecer los espacios de socialización fundamentales de la sociedad urbana latinoamericana: la familia, la escuela, los medios de comunicación, la ciudad, etc., así como la creación de nuevos “lugares” y mecanismos institucionales para la solución de los conflictos, de pedagogía para la convivencia, la comunicación y la expresión de sentimientos.
No se puede luchar contra el crimen sin la existencia de una política social explícita. El control no puede eliminarse, pero sí transformarse, desde una estrategia de orden público democrático donde la policía, la justicia y los derechos humanos jueguen otro papel.
Hace falta diseñar estrategias ciudadanas de prevención y control, inscritas en visiones de gobierno de la seguridad, que vayan más allá de lo policial y del estrecho marco nacional. Es necesario construir una “gobernabilidad de la violencia” que surja de una estrategia que vaya de lo local a lo internacional, pasando por la escala nacional, y que involucre a la sociedad toda.
FC
El autor es Director de FLACSO-Ecuador, Editorialista del Diario Hoy y Consultor internacional.
Sobre seguridad urbana, ver la presentación del número 23, sobre el consultor, empresario y ex alcalde Rudy Giuliani, y las notas Muros de la vergüenza y Favelas en la ciudad: articular, no separar, de Jorge Jáuregui, en los números 14 y 19, respectivamente, de café de las ciudades.
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