Para abordar los efectos del neoliberalismo sobre la ciudad sin que parezcan amenazas preelectorales, resulta pertinente reconstruir algunas de sus cadenas causales. Desagregar los eslabones de estas cadenas, desde las consignas abstractas hasta su impacto en la cotidianeidad, permite entender que parte de estos procesos ya están en marcha, aumentan ante la pasividad general y pueden tornarse irreversibles ante una nueva ofensiva neoliberal.
La apertura de importaciones somete la producción local, incapaz de competir con los precios de los productos importados. El cierre de industrias se suma al achicamiento del Estado para aumentar el desempleo y la pobreza, deteriorando los barrios de la población trabajadora. Grandes infraestructuras relacionadas con la producción caen en desuso, convirtiendo la ciudad en un archipiélago de ruinas.
Con el cierre de comercios y empresas de pequeña escala se desactiva parte del circuito que mantiene la vitalidad de las calles. Hay menos personas caminando, se reducen los intercambios cotidianos que refuerzan la confianza mutua.
Al renunciar a la función redistributiva de los impuestos, aumenta la concentración de capitales. En un segundo eslabón de esta cadena, las elites favorecidas promueven una sociabilidad selectiva en enclaves de ostentación, como complejos residenciales cerrados, malls o polos gastronómicos que se instalan en grandes predios vacantes junto a barrios deteriorados. La violencia simbólica de estos destellos de lujo en mares de miseria aumenta la conflictividad urbana, reforzando la tendencia al aislamiento.
La desregulación del mercado beneficia a grandes corporaciones, que tienen mayor capacidad para implementar estrategias opacas en perjuicio de pequeñas empresas, como la monopolización, la especulación, el tráfico de influencias, el lobby o el dumping. Con el cierre de comercios y empresas de pequeña escala se desactiva parte del circuito que mantiene la vitalidad de las calles. Hay menos personas caminando, se reducen los intercambios cotidianos que refuerzan la confianza mutua y los espacios públicos se vuelven inseguros. Al dejar de concebirse como construcción colectiva, la seguridad se transforma en un negocio que promociona el control represivo de los ciudadanos mediante un urbanismo hostil que despliega rejas, cámaras, reflectores, guardias privados, muros ciegos y otros trucos para desalentar la permanencia, el paseo, y -en fin de cuentas- el disfrute.
La presión inmobiliaria eleva los índices de hacinamiento, aparecen nuevos asentamientos en terrenos poco rentables -por lo general con malas condiciones ambientales- y se expanden o densifican los existentes.
La vivienda deja de considerarse un derecho para convertirse en producto comercial librado a la especulación. El auge del sector financiero complejiza las herramientas de financiarización inmobiliaria para promocionar megaemprendimientos que capturan capitales volátiles. Cuando estos conjuntos se construyen sobrecargan las escuálidas infraestructuras públicas y expulsan a la población local por el aumento del precio del suelo. Sin embargo, cualquier parpadeo del mercado internacional evapora las inversiones abandonando grandes moles vacías, fragmentando el tejido.
Bajo una supuesta libertad de mercado, los megaemprendimientos especulativos compiten por los recursos (tierra, materiales, maquinaria) contra una masa poblacional cuyos ingresos se deterioran por la concentración de la riqueza y la inestabilidad laboral. Por garantizar menor rentabilidad, las mayorías empobrecidas quedan excluidas del mercado inmobiliario.
Si a esta cadena sumamos la desregulación de los alquileres, familias enteras se ven arrojadas a la calle, albergues (en crisis por el achicamiento del Estado) o distintas formas de alojamiento informal. La presión inmobiliaria eleva los índices de hacinamiento, aparecen nuevos asentamientos en terrenos poco rentables -por lo general con malas condiciones ambientales- y se expanden o densifican los existentes.
La ciudad convertida en oportunidad de negocio niega el valor simbólico de los espacios. Los recursos naturales y patrimoniales se ponen en venta y la lógica extractivista termina permeando -y llevando sus prácticas opacas- hacia todos los ámbitos de la cultura. La lógica de la máxima rentabilidad se convierte en un discurso único que impregna las subjetividades e impide la emergencia de cualquier actitud empática, solidaria, o simplemente, desinteresada.
Aún estamos a tiempo de romper estas cadenas causales, y cada instancia electoral resulta determinante.
JSP
El autor es Investigador del CONICET, especializado en diseño participativo de vivienda de interés social en el Centro de Estudios del Habitar Popular de la Universidad Nacional de Avellaneda. Doctor en Arquitectura en la Universidad Nacional de Córdoba, docente de Historia de la Arquitectura en el Departamento de Arquitectura Urbanismo y Diseño de la UNDAV. Fue becario CONICET, dirigido por Ana Falú, y becario posdoctoral de la Asociación Universitaria Iberoamericana de Posgrado, en Sevilla, bajo la dirección de Esteban de Manuel Jerez.