La “década larga” de 1880 comienza y termina con sendos episodios de violencia política en Buenos Aires: la virtual guerra civil con la que la Provincia resistió la entrega de su ciudad más importante como capital de la República, y la Revolución del Parque, como respuesta a la crisis económica de 1890. Entre ambas, la flamante capital permanente (apelativo que el hombre fuerte de la época, el Presidente Julio A. Roca, se encargó cuidadosamente de resaltar) fue objeto a la vez de reflexión y de praxis técnico-política. Si hasta entonces la pregunta clave era dónde debía instalarse la capital argentina, a partir de ahora los interrogantes, resumidos en el cómo debía ser la capital, incluían tanto la extensión y trazado definitivo de la ciudad como el carácter que debían tener sus edificios más representativos, y en particular aquellos que albergarían las funciones propias de la capitalidad. De este momento particular de la historia de Buenos Aires se ocupa Claudia Shmidt en su reciente libro, Palacios sin reyes, producido a partir de su tesis de Doctorado en Historia y Teoría de las Artes y publicado por Prohistoria.
Un rasgo notable de este proceso es la marcada diferencia en los tiempos y formas de ejecución entre los planes y proyectos destinados a la expresión física y simbólica del poder político respecto a los más expeditivos y firmes del programa de escuelas ejecutado por el Consejo Nacional de Educación. La definición sobre el tamaño y los límites del territorio a ser ocupado por la capital, como asimismo sobre las características que deberían tener sus edificios más significativos, había sido prefigurada por los debates anteriores a 1880 sobre la elección de la ciudad que debía cumplir ese rol. Shmidt parece sugerir que en las discusiones sobre Villa María, Fraile Muerto, Rosario, Córdoba, “un punto cualquiera sobre una línea de ferrocarril”, la utopía sarmientina de Argirópolis y otras propuestas formuladas se hallaba ya en germen la discusión sobre los cambios que debía realizar Buenos Aires una vez que hubiera accedido a su “destino manifiesto” (“Toda la historia del debate sobre la cuestión capital estuvo concebida como un juego de espejos reflejantes y refractarios de la ciudad de Buenos Aires!).
La discusión entre la regularización del ejido original y el ensanche incorporando los municipios de Belgrano y Flores, zanjado en una doble operación de ensanche y regularización, viene mediada por la persistencia del enfrentamiento entre los políticos del interior y los bonaerenses. La contemporánea fundación de La Plata parece expresar esa persistencia de los debates anteriores, además por supuesto de la puja interna entre Roca y Dardo Rocha por el liderazgo del Partido Autonomista Nacional. Respecto al trazado urbano, las divergencias (no explícitas en el discurso político) se expresan en torno a dos ejes posibles de desarrollo y de localización de los principales monumentos. Uno de ellos. la Avenida de Mayo encarada por el Intendente Torcuato de Alvear, el otro, la diagonal virtual hacia el Noroeste (décadas después concretada en la Diagonal Norte) entre la Plaza de Mayo, el antiguo Parque de Artillería (lo que hoy llamaríamos un área de oportunidad para la renovación urbana), la actual Plaza Lavalle y el ascendente barrio norte, particularmente el entorno de la Avenida Callao entre Córdoba y Santa Fe. Y en un orden que en principio expresa rivalidades y vedetismos profesionales, pero en última instancia se vincula a la expresión de padrinazgos políticos y producciones de sentido, las disputas por encargos y prestigios entre Aberg, Tamburini, Buschiazzo y Maillart.
La construcción de las escuelas-palacio, en cambio, no tuvo contratiempos. De hecho, 40 de las 64 escuelas de la Capital fueron inauguradas en un mismo día, el 25 de Mayo de 1886. “Los niños al pasar los umbrales de estos magníficos monumentos serán iguales a los ciudadanos más dignos de la nación”, al decir de Roca. Nuevamente, asoma en el lector (o al menos en este comentarista) el aire de familia con discursos contemporáneos, como los de la inclusión social y la construcción de ciudadanía, aun cuando su autor se constituya hoy en la bestia negra de las concepciones progresistas de la historia argentina. En todo caso, la operación descripta por Shmidt incluye la asunción completa por parte del Estado respecto a las responsabilidades de la educación popular, arbitrando en esa resolución en las disputas teórico-ideológicas sobre los valores del edificio escolar: higiene, espectáculo, fábrica o usina de instrucción.
Como señala Pancho Liernur en su prólogo, el libro de Claudia Shmidt aporta nuevos elementos a los estudios históricos sobre la constitución urbana de Buenos Aires, particularmente en la dialéctica entre las ideas de capital y metrópolis (par alternativo al par tradicional de Simmel entre ciudad y metrópolis) y en el sagaz abordaje que realiza sobre “la compleja cuestión del carácter” y los valores que transmuten las intervenciones arquitectónicas del Estado. Al decir de la autora: “Si bien es evidente que las búsquedas expresivas, estéticas y simbólicas no estaban del todo claras, se puede encontrar un denominador común: el de la apelación a la figura del palacio como la expresión republicana de la nueva presencia del Estado en términos institucionales”. O en otros términos, “no hay gloria sin piedra que la perpetúe”.
Palacios sin reyes. Arquitectura pública para la “capital permanente”. Buenos Aires, 1880-1890. Claudia Shmidt. Prohistoria Ediciones, Rosario, 2012. 254 pp. (il.). Col. Historia Argentina. ISBN 978-987-1304-94-3.
Claudia Shmidt es arquitecta e historiadora (UBA) y dirige la Maestría en Historia y Cultura de la Arquitectura y la Ciudad de la Escuela de Arquitectura y Estudios Urbanos de la Universidad Torcuato Di Tella.
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