N. de la R.: El texto de esta nota reproduce un fragmento de la introducción de la Tesis Doctoral del autor, recientemente defendida en la Universidad de Navarra, Escuela Técnica Superior de Arquitectura y Urbanismo. Fue Tutor José Manuel Pozo y Co-Tutor Joaquín Medina Warmburg.
Introducción
“SAPER VEDERE”
Esta investigación aborda el análisis del proyecto argentino de la ciudad universitaria de Tucumán, desarrollado por una escuela de arquitectura creada para tal fin, en el borde subtropical entre la cordillera de los Andes y la llanura chaco-pampeana. Tomando como punto de partida de la investigación unas estructuras inconclusas, algunas de ellas en ruina (Fig.1), hemos reunido los testimonios de algunos de sus protagonistas, y una selección de documentos pedagógicos de aquella experiencia. Inicialmente el interés estaba en el proyecto de arquitectura, que apreciamos como una ciudad manifiesto de un espacio pedagógico y un pensamiento en relación al paisaje pero, a raíz del “hallazgo” de un nuevo documento y las reflexiones provocadas por él, aparece el tema de la escala, para volver a apreciar lo acontecido como manifiesto del tipo de pensamiento arquitectónico elaborado desde un conocimiento más amplio e integral que se estructuró en base a distintos saberes. Convocar a esa sabiduría, que conoce tanto a la naturaleza como a las culturas, puede permitirnos formular la arquitectura y la ingeniería desde unos presupuestos que podrían recomponer los desastres provocados por la ocupación irreflexiva y especulativa el territorio.
Fig. 1. Estructura de la residencia para estudiantes en el Cerro San Javier.
Punto de partida
Podemos considerar en términos generales que a mediados del siglo XX el Movimiento Moderno ya estaba asimilado en Europa, Norteamérica y la Unión Soviética, mientras en América Latina se producía la reafirmación local no solo en la práctica profesional sino también en la enseñanza de la arquitectura.
En ese contexto, la asunción de los preceptos del movimiento moderno sometidos a la escala y los paisajes de América Latina, en un medio físico que exige nuevas reflexiones y en un medio cultural que imprime posibilidades impensadas de realización, perfilarán un momento que sin lugar a dudas podemos acentuar como histórico.
Las primeras experiencias educativas en consonancia con los preceptos modernos aparecen en Latinoamérica como intentos de reformar las escuelas de bellas artes y universidades existentes entre 1930 y 1950. En Brasil, con la reforma de la Escuela de Bellas Artes de Río de Janeiro; en Chile con la reforma en 1933 y posteriormente en 1946 de la Universidad de Chile. En este contexto, el intento argentino que presentamos constituye un caso muy importante por su radicalidad. Ya que no solo se plantea en términos de modernización del currículum o supresión de modelos clásicos sino que intenta establecer una nueva relación alumno-profesor y el rol de la escuela proyectando para el medio regional. Un intento en el que encontraremos ecos revolucionarios tanto del Bauhaus como de otros experimentos posteriores.
Aquella primera y ambiciosa experiencia educativa y proyectual tuvo lugar en el Noroeste Argentino, entre los años 1946 y 1955, bien distante del centralismo de Buenos Aires. Se trata de la fundación, desarrollo, eclipse y proyecciones del Instituto de Arquitectura y Urbanismo (I.A.U.) perteneciente a la Universidad Nacional de Tucumán. Y a su análisis vamos a dedicar nuestros esfuerzos.
Contexto
Tucumán (suele abreviarse con la denominación de la provincia al nombre de su ciudad capital, San Miguel de Tucumán; en este caso nos referiremos a la ciudad) había tenido una tradición de investigadores de campo que habían desarrollado formas académicas no convencionales, tales como Alfred Métraux, Miguel Lillo y Horacio Descole. Será bajo la gestión de este último, en 1946, cuando se intentará crear una universidad de investigación en base al concepto de institutos, que necesitará plasmarse en un espacio pedagógico y residencial propio, que será la Ciudad Universitaria. Quizás dicha iniciativa científica no se deba solo a una fortuita coincidencia de investigadores iluminados sino que constituyese a ello la favorable ubicación de Tucumán, ya que la ciudad se encuentra a una altura de 400 m s. n. m., sobre una llanura al borde de una zona subtropical donde los procesos biológicos se aceleran, proporcionando abundante material para las investigaciones. Asimismo, se encuentra dentro del polo de calor del continente, el gran Chaco Sudamericano. La baja altura de las edificaciones, las dimensiones de sus calles y el tamaño de sus manzanas de 120 metros de lado dieron lugar a una expansión superficial de las Leyes de Indias, tornando su ambiente caluroso y sofocante. Ahora bien, a menos de 15 km del casco urbano aparece la primera montaña de la cordillera, un cerro largo de 600 metros de altura llamado San Javier, que redefine longitudinalmente el horizonte occidental de la ciudad.
Imaginémonos viajando en un avión a 10.000 m de altura, en uno de los vuelos de relevamiento fotogramétrico que, en aquellos años, la técnica ponía a disposición por primera vez. En este hipotético vuelo en sentido este-oeste, veremos al cerro San Javier como una oruga verde sobre una llanura agrícola que se extiende desde la Pampa. Son montañas verdes y húmedas que encierran valles suaves; anfitrionas de una sucesión de cordones, quebradas y altiplanos que endurecen su tono hacia el marrón, al volverse cada vez más fríos y secos, donde se distinguen las cumbres Calchaquíes y la Puna.
No son ni picos ni ondulaciones, son pinceladas topográficas en donde la fisonomía plana se encuentra con elevaciones arrugadas y escarpadas, densamente cubiertas de selvas nubosas (yungas). Allí el clima es más fresco y agradable respecto al de la ciudad; unos cuatro grados menos, ya que la temperatura desciende 1ºC cada 180 metros que nos elevamos. Probablemente a esta primera fenomenología de un ambiente climático mejor y también espiritualmente más confortable se debe la decisión de ubicar la universidad en el cerro. Tal vez, la ciudad de Tucumán estaba mal fundada.
En ese vuelo imaginario de 1946, de nuevo en tierra firme, pero conservando en la mente aquella secuencia de montañas como escenografía de un diorama, podemos notar la presencia de un colectivo de jóvenes arquitectos, ingenieros y artistas plásticos trabajando junto a sus respectivos alumnos en torno a la idea de una “acrópolis del conocimiento” en donde se desarrollarán sus estudios. No trabajan solos sino integrando a geólogos, biólogos, ingenieros forestales y toda disciplina que opera en el campo de las realizaciones concretas sobre un entorno físico nuevo y complejo. Mientras que los filósofos, músicos, matemáticos y abogados aguardan en la ciudad de Tucumán la construcción de sus respectivos institutos educativos.
A la manera de la acrópolis griega, la condición elevada del lugar, no accesible fácilmente pero si practicable a través de un funicular, sugiere la idea de peregrinación y de apartamiento de la sociedad: de retiro. Pero no para acudir a templos donde venerar dioses, sino a Institutos donde investigar sobre el medio natural, sus recursos y posibilidades productivas al servicio de los “peregrinos” que llegan (Fig. 2).
Fig. 2. Comparación de la Ciudad Universitaria y la Acrópolis de Atenas en la misma escala.
Ahora bien, ¿cuál es el grado de ambición con que se planteó el proyecto? ¿Cuál era el tamaño de esta idea? Aquel equipo creativo decidió una escala para este nuevo ambiente educativo. Primeramente, intentaremos establecer parámetros universales en las comparaciones de los siguientes párrafos, no para caer en lo pretencioso sino con el objeto de facilitar su entendimiento a cualquier lector. Veamos qué hicieron:
El terreno que se compró para tal fin, en el que cabe dos veces la isla de Manhattan, tiene aproximadamente el área de la Capital Federal de la República Argentina.
Un casco secundario al pie del cerro recogía la llegada desde San Miguel de Tucumán. Este ocupaba un fragmento de la llanura para la investigación agrícola y concentraba la salud en una ciudad de médicos y hospitales a la escala de la ciudad. Un funicular de 2,5 km subía en 9 minutos los 500 metros de altura hasta el casco principal en la cima plana del cerro. A 1.200 m s. n. m., una mega-terraza desde la que se podía ver todo Tucumán sobre el campo. La llegada se producía bajo la protección de una cubierta de 260 bóvedas cónicas bajo la cual cabría todo el foro romano o la plaza San Marcos con sus edificios.
Desde la sombra de las bóvedas, se podía ver un edificio de viviendas tan largo como el Empire State Building recostado, puenteando un lago artificial. Entonces se ingresaba en un sistema de plataformas deportivas y educativas que acomodan las pendientes del cerro para que se posaran sobre ellas los 8 monobloques de 120 metros de largo cada uno. Dos diques regulaban un embalse en el corazón verde de un triángulo y dos anfiteatros en los vértices completaban un suelo común al que se adhería aquel bestiario formado por pesados mastodontes de hormigón.
Desde el fondo del valle tras el cerro no podemos ver la acrópolis, aunque nos llama la atención sobre uno de los peñascos lo que parece una fortificación incaica. Se trataba de un basamento de piedra de 1 kilómetro de largo sobre el cual se situaban 33 viviendas a una misma cota. Casitas en planta baja integradas sobre muros de piedra que llegaban a elevarse 20 metros sobre el perfil de la montaña. ¿Cómo es posible tal esfuerzo para una casita? ¿Quién financiaba tal envergadura edilicia?
Allí los edificios se colocan como infraestructuras que cortan la geografía y se yerguen contrastando con ella, estableciendo referencias a la manera de templos, puentes, acueductos o murallas de defensa.
Y al final, uno debe preguntarse ¿cómo puede ser posible todo aquello allí arriba? Despierta la noción de límite en este sentido: ¿se puede dibujar una ciudad?
La acrópolis ateniense, que Le Corbusier dibujaba desde lejos (Fig. 3), parece dominar el paisaje como una escultura entre el cielo y la tierra. Ese enfoque de una montaña de piedra sin pico sobre la que se posan edificios hechos de esa misma piedra es uno de los símbolos clásicos de nuestra cultura occidental. Sus significados los hemos negociado a lo largo del tiempo, ¿deidad, república, civilización, educación? Un ejemplo de arquitectura sobre el que todos nos sentimos cómodos, una escultura que por su concepción autónoma en el centro de una planicie nos permite escindirla de su entorno para volverla un símbolo. Forma parte de la tierra, pero sale de ella y se eleva hacia el cielo. Pues bien, aquellos templos mediterráneos con su montaña debajo se quedan pequeños si los comparamos con cualquiera de los edificios del proyecto de la ciudad universitaria en Tucumán. La fuerza de esta comparación fue quizás lo que despertó nuestro interés para realizar esta investigación; por las impresiones que causó, sin referirnos sólo a los tamaños.
Fig. 3. Vista del Cerro San Javier desde la Avenida a Yerba Buena, al fondo las Cumbres Calchaquíes. Vista de la Acrópolis. Croquis por Le Corbusier.
Si ampliamos el ángulo de la imagen de la Acrópolis vemos que es una pequeña piedra en un llano rodeado de montañas. Al sur, siempre de fondo, mudo, se encontraba el Monte Himeto (Hymettus), verdadero pulmón de Atenas donde abundaban las abejas que daban la mejor miel (apicultura), de sus canteras de Kara se obtenía el mejor mármol de Ática (minería). La variedad de plantas aromáticas y flores de montaña era tal que, según la leyenda, hasta los reptiles que vivían allí dejaron de ser venenosos (medicina). Allí se encontraban los recursos. Todo esto pasa a ser, como mínimo, pura especulación; pero si imaginamos la hipótesis de que en el valle de Atenas pudiese hacer un calor insoportable y sobre el monte hubiera confort, la idea de la ciudad universitaria sería como haber decidido llevar todo el ágora y la acrópolis al monte para poner un pie en él y civilizarlo (Fig. 4).
Fig. 4. Vista de la Acrópolis de Atenas con el Monte Himeto al fondo. Grabado en madera (1882)
Pero ahora necesitamos situarnos a escala sudamericana, para entender a lo que Ernesto N. Rogers describió como un “grupo de valerosos arquitectos con singular audacia, que habían tratado de establecer una escuela de arquitectura” (ROGERS, Ernesto Nathan; Experiencia de la arquitectura. Traducción de Horacio Crespo. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1965, 1a ed, p. 93).
Como lo indica el título, el paradigmático proyecto de la Ciudad Universitaria en el Cerro San Javier, alrededor del cual transcurre la vida del Instituto de Arquitectura y Urbanismo de Tucumán, constituirá el núcleo de análisis del trabajo. Probablemente sea el primer establecimiento sudamericano de enseñanza vinculante a la práctica de arquitectura moderna tal como hoy la entendemos. Idea que contrastaremos a lo largo del trabajo, pero no como retórica que busca justificar los hechos a partir de un presunto estado de pureza inicial.
El propósito es establecer un ámbito de discusión sobre la base del entendimiento de la escala, en el sentido de “tamaño o magnitud en que se desarrolla una idea, no en el que se la dibuja” (VIVANCO, Jorge; “Las Escalas en la Arquitectura, el Urbanismo y la Planificación.” Curso dictado en la Universidad de Tucumán por Jorge Vivanco en mayo de 1960. Inédito). Se trata de una investigación de arranque historiográfico y finalidad instrumental; que persigue ante todo analizar las ideas y el pensamiento aplicado al proyecto de arquitectura.
Quizás sin saberlo, pero desde la tesis de la “carga teórica de toda observación” habían fabricado herramientas que permitían resolver la problemática que Maldonado advertía sobre la enseñanza creativa al llegar a Ulm, en tanto se había pasado del apriorismo a la pura intuición (MALDONADO, Tomás; "Grundlehre", escrito mecanográfico de 1956, publicado en: Form+Zweck, no. 20. Original en el HfG Ulm Archiv -Akte Unterricht Grundlehre 2eA298. Berlín, 2003, p. 22-27).
A nuestro entender, el saber investigar a través de dispositivos que evidencien y no distorsionen lo que pretendemos observar. Dibujar las cosas del mismo tamaño que las vemos. “Saber ver” y comparar esas cosas según la escala a la que pertenecen nos introduce a un estudio superior de la arquitectura, que permite comparar edificios de cualquier época y territorio. De esta manera, un alumno del norte argentino u otro lugar, que jamás había subido a un avión, podía conocer las medidas de los espacios clásicos, al contrastarlos con ejemplos al alcance de su experiencia directa cotidiana.
La amplitud del territorio propio de la arquitectura, unida a la formación humanista que propone, supone hoy intervenir en terrenos comparativamente más alejados, como son la geografía, la sociología, la política, la filosofía, el emprendimiento empresarial, la acción social, la ciencia en general. El sustento universalista de su formación de base sigue en pie y solamente desde allí resulta posible penetrar en el núcleo tradicional de la disciplina para lograr una proyección hacia otros horizontes.
Aquella concepción humanística integradora, pluricultural, orgánica y concreta de la enseñanza conserva su valor de actualidad para la disciplina arquitectónica, en tanto conviene saber cuál es la medida adecuada de los edificios. Más aún, en qué tamaño o magnitud se concibe una idea.
DC
Sobre la Ciudad Universitaria de Tucumán y la Escuela de Arquitectura y Urbanismo de Tucumán, ver también en café de las ciudades:
Número 127 I Arquitectura de las ciudades
Ultima charla con Vivanco I Salvaje, y a mucha honra I Por Luis Elio Caporossi
Alfred Métraux (1902-1963), etnólogo suizo. En la UNT (1928-1934) funda el Instituto de Etnología. Conocido por sus trabajos en la Isla de Pascua (1936-38).
Miguel Lillo (1862-1931), Naturalista tucumano, no universitario. En 1905 publica “Fauna Tucumana .Aves”. Dona su casa y colecciones a la Universidad Nacional de Tucumán. Con su donación se crea la Fundación Lillo (1933) que será el primer Instituto científico de Tucumán.
Horacio Descole (1910-1984), Farmacéutico de Buenos Aires. Director del Instituto Lillo (1942) e interventor de la U.N.T. (1946-1951). Inicia dos colecciones, Genera plantarum y Genera Animalium, con la descripción científica de las especies argentinas.
Este concepto se funda epistemológicamente en la expresión de Russell Hanson , acerca de que toda observación es “theory ladden”, es decir tiene carga teórica –enterrando la pretensión del empirismo lógico de observaciones neutras– y siguiendo la demostración experimental de Piaget de que “no hay observables puros”. Fue una tesis asociada a finales de los años 50 y principios de los 60, época en la cual se remonta este capítulo. Rolando García, científico argentino fundador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), definió los observables como datos de la experiencia ya interpretados.