
Hubo un tiempo en el que la arquitectura constituía un instrumento esencial para corregir las diferencias entre clases sociales. Basta recordar cómo en ilustres ocasiones se hicieron desaparecer permanentes bolsas de pobreza por medio de soluciones urbanas, con el empuje decidido de la voluntad política.
En esas oportunidades, generaciones jóvenes y mayores pusieron su confianza en ella, utilizando las líneas dibujadas como proyectiles, herramientas útiles para cambiar el estado de las cosas –un estado que antes, y ahora otra vez, había estado tan afianzado en su poder que era y es incapaz de ver que pronto sería otro.
Fue esa seguridad en que se podía transformar la realidad la pólvora y alimento de la llama, una llama que duró lo suficiente como para que aquellos que querían apagarla utilizasen ese fuego para cocinar sus alimentos e invitar al festín a los que en su día decían que nunca lo aceptarían.
Sin darnos cuenta los lobos fueron corderos y al revés.
A pesar de todo, en un primer momento este desencuentro sirvió para mejorar. Esto que ocurrió de forma continua a base de interferencias se llevó algunas convicciones y trajo el desencanto y, por tanto, una debilidad que rápidamente fue aprovechada para retirar lo antes posible aquellos principios que eran indudables y así, una vez debilitado el discurso, acampar a sus anchas otra vez el deseo de fomentar las diferencias.
Y así resultó que estábamos todos bajo el mismo mantel.
Fue la veneración, el deslumbramiento producido por algunos productos tan perfectamente construidos y, también, fue la facilidad para volvernos dóciles ante lo que a todas luces era un tipo de calidad, indiscutible sin compasión, inapelable, tan exacerbada que consiguió la respuesta hipnótica actual en un amén colectivo.
Un tipo de belleza y una forma de perfección nos convocaron a la exhibición de materiales de supuesta y arrebatadora elegancia para muchos mortales.

Pero sobre todo fue esa lámina brillante y sedosa y el dolor íntimo ante la imposible respuesta por falta de medios, junto a la sobrecogedora sensación de ser pequeño ante la potencia conseguida por algunos, a base de reunir el aliento de muchos para el disfrute de muy pocos.
Y eso fue lo que sin duda nos trajo el circo de grandes, siendo tantos los pequeños, la ópera dramática que nos convirtió en forofos y expertos en la distinción –o no– del acierto y desacierto en cada caso de la obra expuesta e impuesta en portadas hasta la lágrima de reconocimientos, sin posibilidad de comparación por inanición del contrario pensador.
Con entradas y bolsas de palomitas, asistimos al discurso de la obra basada en el gasto por gastar, a la representación de un espectáculo imposible de repetir salvo para aquellos que sí fueron invitados por sus primeros méritos para entretener y dilapidar la fortuna social.
Con entradas y bolsas de palomitas, asistimos al discurso de la obra basada en el gasto por gastar, a la representación de un espectáculo imposible de repetir salvo para aquellos que sí fueron invitados

Pero nada dura eternamente.
Y un día, después de mucho tiempo, hay un joven y una joven que despiertan y descubren que lo que supuestamente era deseable ya no interesa y que, si se vuelve y nos dirigimos juntos a la búsqueda de un origen, recomponiendo la trayectoria, tal vez, solo tal vez, podremos empezar de nuevo, en algo nuevo.
Y, entonces, de forma coordinada, ser capaces de volver a poner las cosas en su sitio, o quizá, poder sacar las bases del armario donde se guardaron, recuperando principios tan sencillos como el gasto necesario o parar la insultante perfección.
Principios como la tranquila construcción directa sin empotradas pretensiones, vistos los tubos y si es necesario el mísero pladur, ¡póngase! y si lo es una bombilla, ¡póngase!, y si hace falta una puerta vulgar y un inodoro victoria, incluso gotelé, ¡póngase!
Y póngase, ante todo en nuevos lugares, lugares pensados por muchos en un reparto saludable de recursos y monederos públicos.
Y por eso y para eso, aquí estamos, esperando soluciones políticas a tanto despropósito,
Esperando la necesaria vivienda social.
Esperando el reparto de trabajo en lo pequeño y en lo grande.
Confiando en la debida potenciación de la educación como valor estratégico.
Y, si es posible ya de paso, algunos abandonen tantos discursos de preocupada y falsa devastación.
Recogemos las palabras de Bruno Taut: “No importa el aspecto de los espacios sin las personas. Lo único importante es el aspecto de las personas en esos espacios”.
Y por lo demás. . .
Y póngase, ante todo en nuevos lugares, lugares pensados por muchos en un reparto saludable de recursos y monederos públicos.
Y por eso y para eso, aquí estamos, esperando soluciones políticas a tanto despropósito
JIMG
El autor es Arquitecto, Profesor Titular de Proyectos Arquitectónicos en la Escuela de Arquitectura de Toledo (EAT-UCLM). Director Comisario de la EAT desde el año 2012 hasta el 2016, habiendo participado en su fundación junto al Profesor Manuel de las Casas, y Director electo desde el año 2016. Dedicado a la Arquitectura con estudio propio, fue seleccionado Finalista en los Premios FAD de Barcelona con el edifico Torres de Loranca. Galardonado con el Premio COAM en tres ocasiones. Ha realizado numerosos proyectos de arquitectura publicados en numerosas revistas especializadas y ha obtenido numerosos premios en concursos de arquitectura, nacionales e internacionales. Entre las obras destacan: Edificio Embajadores, Torres en Fuenlabrada, Comisarías de la Policía Nacional de Alcalá de Henares, Alicante y Valladolid. Junto a esta actividad docente y profesional ha realizado numerosas exposiciones de pintura en Galerías de Arte como Standarte y Amador de los Ríos.