Suele escucharse en las reuniones y encuentros de urbanistas o leerse en documentos de planificación la intención de “densificar la ciudad” o la pregunta por “cómo densificar”. Funcionarios y técnicos de Buenos Aires, por ejemplo, expresan cada tanto la intención y conveniencia de alcanzar los 4, 5 o 6 millones de habitantes para los que la ciudad estaría teóricamente preparada, aunque cada censo nacional desde los últimos 75 años confirma su estancamiento en más o menos 3 millones de porteñas y porteños (a quienes se suman varios cientos de miles, quizás un millón y pico de bonaerenses los días de semana sin pandemia en horas laborales).
La intención subyacente en la consigna densificadora es plausible, pero el uso de la palabra (o las trampas de sentido que puede ocasionar su mal manejo) conduce a imprecisiones y equívocos; veamos por qué.
La baja densidad, propia de la dispersión en las periferias, viene asociada a disfunciones sociales (encarecimiento del acceso al suelo y la vivienda, carencia de servicios y atributos urbanos, segregación), económicas (elevado costo unitario para la provisión de infraestructuras, movilidad, etc.) y ambientales (emisiones y consumo de combustibles por la extremada dependencia del automóvil privado). Por el contrario, una densidad adecuada (concepto que nos lleva a otra pregunta: ¿cuál es la densidad adecuada?), tendiente a alta o al menos media-alta (ídem anterior…), es deseable en una ciudad porque, además de generar condiciones de amenidad y mezcla social, contribuye al dinamismo de la economía y genera un mejor aprovechamiento de las infraestructuras, equipamientos y servicios y en general de los atributos propios de la urbanidad.
Ahora bien, son aquellas virtudes las que buscamos, no la densidad en si misma. Y la densidad es una relación numérica entre dos cantidades; en el caso del urbanismo, entre la población en número de habitantes y la superficie disponible, generalmente expresada en hectáreas. Aquí aparece otro factor de imprecisión: habitualmente se confunde densidad con grandes alturas o grandes superficies construidas, cuando en realidad hay disposiciones edilicias no necesariamente de gran altura que permiten obtener buenas densidades. Ahora el urbanismo anglosajón, con esa facilidad envidiable que lo caracteriza para fabricar conceptos atractivos, está poniendo de moda la “densidad gentil” (gentle density), concepto afortunado que sin embargo corre el riesgo de transformarse en otra palabra mágica del urbanismo. Se trata del viejo y querido sistema de viviendas colectivas en edificios de 4 a 6 pisos de altura (“la altura de la copa de los árboles”, como dice Alfredo Garay), con zócalo comercial y gastronómico.
Y nos quedan aquellas preguntas pendientes: ¿cuál es la densidad adecuada?, ¿qué densidad es baja y cual es media, media-alta o alta? ¿Los 1.000, 2.000 o 3.000 de algunas ciudades asiáticas? ¿Los 180 de Barcelona o los 150 de Buenos Aires? No hay respuesta universal. Por un lado, si aceptamos que una densidad correcta es la que garantiza un costo razonable de provisión de servicios, eso dependerá de los costos locales. Hipotéticamente, sería aceptable en ese sentido la baja densidad en tanto que sus usuarios internalicen los costos sociales, económicos y ambientales resultantes. Por otro, la densidad tiene lo que podríamos llamar “factor de corrección cultural”, que es el grado de densidad que una sociedad está dispuesta a aceptar. O la que puede alcanzar con su población. La pandemia también puso en claro que densidad no es (y no debe ser) hacinamiento, lo cual agrega a la necesidad de definir los valores numéricos de la densidad sus condiciones físicas y ambientales.
Si no hay población que ocupe el área a densificar, podremos construir edificios destinados a quedar vacíos (probablemente con fines especulativos o de “reserva de valor”, como algunos llaman ahora al suelo y la vivienda ociosa) o aumentar el precio del suelo por su mayor capacidad constructiva, pero no lograr las ventajas de la densidad urbana o, en otras palabras, de la ciudad compacta. El movimiento YIMBY estadounidense, por las iniciales en inglés de “¡sí, en mi patio trasero!” en oposición al difundido NIMBY, comete también ese error de considerar que una mayor densidad abaratará el costo del suelo cuando: de no mediar una fuerte regulación o intervención directa del Estado en alguno de sus niveles, ese costo aumentará inmediatamente con la mayor capacidad constructiva.
En definitiva, se puede densificar permitiendo una renovación de lo ya construido (con sus implicancias de alteración del paisaje urbano y de convivencia forzadas entre morfologías diversas en el periodo de transición entre lo viejo y lo nuevo) u ocupando vacíos ociosos en la mancha consolidada de la ciudad. Un crecimiento ordenado en la periferia de la ciudad, ya sea adyacente o externo a la mancha urbana, con adecuado financiamiento de las infraestructuras, equipamientos y servicios, con todas las funciones y atributos de la urbanidad y con accesibilidad económica universal es también una forma eficiente y virtuosa para generar calidad urbana. Y no es necesariamente una alternativa de baja densidad.
MC
Ilustraciones: Salvador Rueda, Brookings Institution y propias
Sobre densidad (o su déficit) ver también en café de las ciudades:
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