A Horacio y Maria Marta
La aldea de Casabindo está resguardada por montañas en un rincón lejano del altiplano que se conoce como la Puna jujeña. A Casabindo le faltan muchas cosas, pero no le ha faltado un gran escritor que se ocupara de su “fundación mítica”. Héctor Tizón, que es de quien hablamos, dice de ella que “la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre”. Fuego en Casabindo es la gran novela argentina del norte andino, esa región donde el paisaje superpone hábilmente múltiples capas de historia y naturaleza.
Todos los 15 de agosto la aldea festeja su fiesta patronal, la de la Asunción de la Virgen. Para la ocasión se desarrolla en la plaza principal del pueblo, frente a la capilla blanca, la Fiesta de la Vincha, una particular corrida de toros sin derramamiento de sangre. Los improvisados toreros, muchachos del lugar o visitantes algo bebidos pero dispuestos a demostrar su coraje, se enfrentan a los toros con la sola misión de arrebatarles de la frente una vincha roja colocada entre sus cuernos.
Desde la capital provincial hay dos maneras de llegar a Casabindo: por el camino de la Quebrada hasta Abra Pampa y desde allí hacia el suroeste por la ruta provincial 11, o por el camino al paso de Jama y la ruta 75, tras las Salinas Grandes. Ese es el camino que eligió nuestro grupo. A lo largo de la ruta se suceden los ranchitos aislados y unos pocos caseríos, cada uno de ellos trazado en la manera que requiere para cada caso el paisaje y acompañado de al menos un olmo.
La iglesia blanca domina el paisaje de Casabindo en el sentido de su eje; frente a ella una plaza cercada por una pirca, al costado unos corrales también cercados. Las pircas, los pocos árboles, el campanario, las edificaciones y una elevación pedregosa hacia el este se transforman en la Fiesta en un vasto dispositivo de mirar; para el ojo voyeur del observador del territorio las aglomeraciones de espectadores son en si mismo un espectáculo. Al este, el caos visual de los ómnibus, los autos y los puestos de venta queda domado por la fuerza panorámica del paisaje natural y construido.
Encuentro a un amigo y una amiga que se han citado aquí por primera vez; me enternece su pudor de ser descubiertos en un lugar donde ni siquiera hay señal de telefonía móvil y acepto sin cuestionar su relato. Los visitantes somos gentes con diversidad de orígenes e intereses: lugareños, sus hermanos de la región (una región que incluye Puna, Quebrada y la vecina Bolivia), viajeros del Sur y del Norte, y diversas tribus de intelectuales y sensibles (profesionales de disciplinas cuyo nombre termina en “logos”, arquitectos, historiadores, músicos, artistas varios).
Vista una corrida, vista todas: los toros parecen desconcertarse ante la multiplicidad de estímulos de la plaza (lejos de la focalidad y concentración de una plaza de toros española). La mayoría da una vuelta alrededor de la construcción central de la plaza y busca volver a los corrales por la misma puerta por la que entró; al encontrarla cerrada y ante los reproches de los mozos por su escasa predisposición a la pelea, vuelven al ruedo y terminan entreverados con el torero que finalmente les saca la vincha. Por algún motivo, la misma ingenuidad de la corrida es lo que le da su atractivo (sin contar el dramatismo que le presta el locutor desde los altavoces, entre recomendaciones civiles y saludos de los visitantes).
En la iglesia, los altares y retablos hacen las delicias de improvisados teóricos de arte, mientras los lugareños prenden velas u homenajean a la Virgen pasando en fila por debajo de su imagen; cholas y hippones aguardan en sus puestos a los últimos compradores y los chicos de la aldea juegan entre el gentío en retirada. Ya es difícil encontrar un último costillar de cabrito en las parrillas, pero queda algo de choclo de granos enormes y algún tamal. “Viajar es bueno, hace trabajar la imaginación”, recuerda alguien que dijo Celine; otros discuten si la supervivencia del toro es una decisión filosófica o mera preservación de la hacienda en un territorio donde nada abunda.
La Fiesta de la Vincha es todo lo “auténtica” que puede ser una fiesta en el mundo de hoy. No hay aquí la “estrategia del gran acontecimiento para poner a un lugar en el mapa turístico del mundo”, no hay marketing urbano ni creación de una marca territorio. Se agradece. Queda uno pensando si la pobreza es condición necesaria para encontrar un episodio de realidad en la Sociedad del Espectáculo.
MC
Sobre Jujuy y las festividades andinas, ver también la nota El Tantanakuy en Florencio Varela en este número de café de las ciudades, y en números anteriores:
Número 40 I La mirada del flâneur
La Juventud Alegre I Inicio de un viaje. I Carmelo Ricot
Número 40 I Lugares
Quebrada de Humahuaca, del patrimonio a la innovación I Los desafíos culturales, sociales y ambientales en el norte andino argentino. I Marcelo Corti
Sobre la Sociedad del Espectáculo, ver también en café de las ciudades:
Número 7 | Cultura Nuestros antepasados (I)
Situacionistas: la deriva y el placer | El urbanismo contra la sociedad del espectáculo. | Marcelo Corti