Subumbra
Prefacio
¿Qué sentido tenéis, crepusculares,
saturninas ciudades de mis sueños?
Ninguna forma vuestra es gratuita.
¿Quién ordenó las claves y los signos
empapados aún del fango turbio
de lo más negro y hondo de mi ser?
En soberbias, barrocas pesadillas
panorámicamente os he visto.
Después, reinstalado en la vigilia,
sólo conservo un bello resto, una
magnífica piltrafa no muy nítida
de las raras estampas que, dormido,
me alumbraron y sobrecogieron.
Para guardar memoria -no muy fiel-
de mi breve fortuna y mi condena,
voy a poner en música de versos
lo poco de vosotras que me queda,
urbes bajo la sombra de mis sueños
como la fruta está bajo su piel.
Sé que sin Piranesi y sin Calvino,
sin Lovecraft y sin Dunsany, sin Poe
no hubierais sido como os soñé
-recóndito pasaje al Noroeste,
Desdichas y caprichos del flâneur
Lluvia, penumbra y niebla del blade runner.
Pero también pertenecéis al sueño
y a lo que da grandeza y patetismo
a nuestra vida insulsa: el misterio.
Ciudad última
Daré noticia cierta de tu ser,
Mortecina, metálica y erguida,
De chimeneas erizada, inhóspita
De inmensas tuberías y engranajes.
Hija del Capital más que del sueño,
Signo de un tiempo irreversible,
Tienes
Algo de plataforma petrolífera
Tocada por la oscura majestad
Que Giovanni Battista Piranesi
Imprimió a sus Carceri
D’invenzione;
Pero también estridente, metódica
Colmena ambivalente de Fritz Lang,
Paroxismo de Eiffel o de Tardi.
*
¿Qué memoria guardabas, ciudad
Última,
De un futuro anciano y arrumbado?
Amasijo de una industria inútil
O estética olvidada y ritual,
He dicho tu linaje; ya pregunto
Si ha de pertenecernos tu mañana,
-oh, hijos de Caín, siempre en la senda-
O si se guarda acaso en otro sueño
Que nos pertenecía y nos robaron,
La final
Leyenda para un despojo:
“La carne de tus hombres y mujeres
Fue festín en gargantas de metal”.
(De Libro de cuentos)
Via Durruti, 1936
Para Oscar Carreño
Fueron días radiantes.
Del otro lado del umbral,
atronaban banderas en balcones,
tranvías y paredes.
Pañuelos en los cuellos.
Pintadas en los coches.
La Historia, esa madre distante y exigente,
bajó a la calle con sus grandes tetas
al aire y dispuestas para todos.
Luego, entre un estruendo de certezas,
los puentes cederían a la excesiva tensión;
quedamos nuevamente de este lado, entre sus retorcidos
despojos ?escorias de plata, cabezas de Medusa, troncos
de un olivar efímero.
Luego, a la embriaguez le sucedieron
los rigores de a diario;
los incendios
en las ramas de todos los rosales se apagaron.
Luego, en fin, el invierno
y aquel entierro cuyo luto
serpenteó por toda Barcelona
?sobre el clamor de puños
y banderas rasgadas,
negras tormentas llovieron aquel día;
llovieron tenazmente, con una precisión
de símbolo. La ciudad para entonces era
un enorme rescoldo.
Vimos pasar la caja
a hombros de adustos milicianos
y fue en vano que pusieran su nombre
de difunto ecuménico
a una avenida que conduce al mar
pues por otra se iba yendo todo,
todo ya se perdía,
mejor: otra vez,
otra vez nos lo robaban.
[1957. Dicen que ha muerto el Facerías]
(A la manera del Marsé).
Para Paco, para Manuel y Toni, compañeros en la Redacción de “Soli”.
-…como un colador, te digo.
-Desde Urrutia.
-No, de la calle Nilo
salieron los disparos.
– …en el solar de Verdún con Pi i Molist, acribillado…
-¡La Soli: “Bandolero muerto”!
-(“Soli” le llaman los muy puercos).
En la bodega, en los puestos del mercado.
Bajo las luces y el cartelón de la cola del cine.
En el tranvía (un rumor entre humo de cigarros
–¿Sabes?, me han dicho, he oído, dicen–
Y humanidad de cuerpos apretados).
-Sargento, ¡el parte! -En los bolsillos del finado:
1000 francos y 500 pesetas.
Un espejo, una agenda, tabaco.
Pistola y cinco cargadores. La cartera
(identidad falsa). Una granada de mano…
-… con el seguro puesto.
-Para morir matando.
-Para no darles el gusto de cogerlo ni muerto.
Así fluye el secreto
embutido en su piel de escamas invisibles
–¿Sabes?, me han dicho, he oído, dicen–
como la sangre, como la savia y el aliento
con la eficacia del contagio
con el fervor de una consigna, barrio a barrio.
En el fragor del callejero,
noticia de los nombres legendarios.
[1957. Dicen que ha muerto el Facerías]
(De Habitantes del incendio)
Se abren en otra cosa
El planeta es inmenso
y gira
en un vacío de extensa tinta china.
Con él giran los astros; yo los veo
Como en algún delirio
De Álvaro de Campos:
cruzados por frecuencias
de radio, paralelos, meridianos
y aeroplanos.
Localizado un punto, un descenso en picado
Platónicamente nos reduce al mapa;
por debajo,
los edificios se suceden
y son cubos con gente, bien mirado, nada.
Digo que Barcelona es ese mapa,
que tú y yo charlamos en un dado
o entre los dados paseamos.
Y digo que las cosas, claro está, existen,
pobre y sumidamente existen
hasta que el Verbo sobre ellas sopla,
se abren en otra cosa
y tienen el aroma de la vida,
perfuman a placer y sufrimiento:
existían y son.
Ciudad, pues tú también existes,
esperas, como el mundo,
como la vida, esperas
-esto es:
como barro-
y con otras canciones te rehaga,
abierta ya a todas las preguntas,
entonces instalada
en un posible Génesis, sin edad y sin nombre,
y al borde, al borde entonces
de tu definitivo Apocalipsis.
Entonces y por fin,
Ciudad dispuesta a ser.
Urbs
Tu, hija del artificio,
igual que tus hermanas,
trepas contra natura,
te haces inexplicable,
nos resultas inhóspita
y ya no recordamos
de qué barro profundo,
de qué légamo antiguo
te arrancamos.
Pero está la costumbre,
los usos y la ropa, el espacio
forjado si no a nuestra medida
sí a medida que nos acostumbramos.
De la misma manera está la gracia,
la gracia repetida
que cada año nos devuelve mayo.
Con más razón
entonces nos pareces
incuestionable y natural
como la rosa pura,
la primera.
Venus a la hora del vermut
(barrio de la Barceloneta)
Con elegancia natural, distante
aunque un poco curiosa,
llegas sin saludar, te sientas
y la terraza de este bar se inflama
con los ojos saltones del asombro.
Y en un instante, mediando escasos gestos,
fácil como la seda te vistes la mañana:
la luz alta y gozosa,
las olas ya menguadas,
la distancia de barcos (y los viajes),
los alcoholes servidos en las mesas,
las tapas, el humo de cigarros,
los juegos de miradas y las conversaciones.
Entre la picardía y el reproche
pinchas nuestra pereza, nos preguntas
“¿Recordáis aún
La vida bajo el agua,
cómo era
nuestro horizonte submarino
sin árboles ni nubes, con tormentas
minúsculas de plancton?
¿Y los alucinantes, los insomnes
colores enturbiados?
¿Recordáis nuestra vida bajo el agua?”
No recordamos ya. Pero has venido,
Madonna milenaria de nuestra orilla sur,
con los pezones húmedos, salados,
poniendo el primer pie en la primera orilla,
siempre
poniendo el primer pie en la primera orilla,
siempre como recién emergida.
Y porque tú has venido,
las calles que pisamos
no nos parecen ya
improbables ni absurdas frente al mar;
y la carne se inquieta
al toque de tu voz: melodía del barro
acechando la calma del pulso,
raíz de la canción de las sirenas,
de la canción primera
verde y azul.
Poema de las Ramblas
A Fani, como una bienvenida, este poema.
Cojo la rosa pues la suerte manda.
Ricardo Reis
Vistas desde una altura respetable,
semejan más un bosque que una rambla;
un bosque que recorre,
llenándonos de pasmo,
la avenida final de su destino
y, clamorosamente, se dirige al mar:
la savia se persigna y la mader sueña
proas, cubiertas, mástiles, bodegas.
Pero no, se mantienen un día y otro día
en el mismo lugar. Eso sí:
gentes, costumbres, lenguas las transitan.
Aquí fue, en los setenta, la arteria libertaria,
la República d’A derrotada y tomada
a golpe de ceniza y de mentiras.
Luego el escaparate, y aún así, la vida.
Y quién de entre nosotros no se ha sentido aquí
máximo espectador, mínimo náufrago
de la deriva propia y de la ajena.
Después de las fachadas maternales o inhóspitas,
después de los encuentros que propone
la criatura fabulosa, Barcelona,
debéis venir aquí, meridiano acechado por pastiches,
porque aquí la ciudad se deja hacer,
consiente en no tener más santo y seña
que el flujo de miradas que a diario
la hacen y deshacen, la prenden y desprenden
infatigablemente.
Estamos, pues, en que aquí la ciudad
se distiende, y el paisaje deviene paisanaje;
ciertamente los quioscos, los plátanos
y algún que otro engendro arquitectónico
insisten en fingir la permanencia,
pero tú sabes bien que las Ramblas
son un museo de estatuas animadas
a custodia del variopinto puterío; y son
el fascinante cabaret que te acabas;
son el griterío de colores
de los puestos de flores;
y son, bajo las hojas de los plátanos,
la luz en primavera;
son el público autóctono y el Guiri;
son, también, els lladres i serenos
que en blanco y negro nos incordian;
son, tardaba ya en decirlo,
son un río y desde las orillas,
desde el Raval, la Babel incesante salta y salta,
y tú resbalas y estás participando
del gran misterio bufo de las razas.
Vaya,
Las Ramblas son un río,
el río humano que a la perfección cumple
ser imagen del mundo y de la vida.
Son Las Ramblas.
En cada posesión y en los constantes abandonos
está su santa vocación de hetaira: son Las Ramblas.
Paséalas y acecha,
comparte plano con quienes te acechan
y déjate llevar porque, total,
son cuatro días y hoy la vida es bella.
Coge la rosa pues la suerte manda,
cógela y déjate, goza del caos denso,
llega al final con encendida borrachera.
Al sur caudal, acaba la ciudad y el mar te espera:
se reanuda el mundo, que al parecer existe,
o lo que quieras.
Cuando Pericles habla a Atenas
Es
cuando Pericles habla a Atenas
y sus palabras cosen
con hilo oculto y rojo
los corazones atenienses.
La ciudad huele entonces
al roce los árboles, murmullo
de corazones atenienses,
mientras tambores y trompetas
de luz
resuenan en los ojos,
mientras sin pausa, una
a una, se abren
tus calles, Barcelona,
rosa de fuego de un 19 de julio
lleno de corazones atenienses
que al final de Las Ramblas
ven el primer azul.
Recorremos al son
de los bongós de fuego
las calles de La Habana
-1959-
y hacia el Malecón,
donde las olas van y vienen
con noticias,
baja un olor de sangre,
precediéndonos,
de corazones atenienses.
Abrimos las botellas
de vino rojo bullicioso;
desde As Portas do Sol,
qué hermosa estás, Lisboa,
capital de la Grándola,
en este inovidable
25 de abril,
cuando Pericles habla a Atenas
y se encienden y alzan
los corazones atenienses.
(De Orilla sur)
Rudimentos de urbanismo universal
Aquí en la habitación, de noche, a oscuras,
La ciudad toda es un zumbido lejano,
Gigantesca dinamo maternal que nos guarda,
Que nos mece con la calma de un mecanismo nocturno.
Cruzan por el silencio escasos coches; su rumor nos llega
Sorprendentemente parecido al de olas aisladas al romper en la playa.
La ciudad es un zumbido lejano,
Todo lo que se oye acompasa con su plácida monotonía.
Tal vez así, tal cual ahora es y de una pieza,
Emergió, chorreante y rotunda, de los abismos perturbados sólo por el ondear de las algas y la navegación lenta y mayestática de las grandes bestias.
Al aire quedó expuesta, tal como la ves, para que fuéramos llegando
A sus orillas, toda ella deseo natural de habitación.
Sé, sin embargo, ciudad, que tu historia es ardua; yo mismo soy testigo
De tus últimos avatares.
Voluntad y tesón, azar y orografía te fueron levantando de a poquito
Pero ¿y cuando tú no estabas; cuando aún no estaban ni tus hermanas más y más antiguas?
Pienso en el más remoto principio, cuando toda la tierra era una nueva tierra por habitar.
¿Acaso no sintieron los que recién llegaban
a un claro propicio en el medio del bosque,
a la llanura fértil por un río amenizada,
a la planicie amplia y de fácil defensa
que tal vez eran intrusos y sospecharon la presencia de un dueño más antiguo y por tanto legítimo?
Huido, oculto o difunto, inexistente siempre, él es el origen de múltiples leyendas.
Escasos huesos nos devuelven a veces su reproche al ser desenterrados,
Si es que existieron, cosa que juzgo de todo punto imposible
-y perdonadme por negaros, aunque fueron otros los que antes que yo os relegaron
a sombras de las aguas corrientes, de las cuevas y de los árboles.
Ahora, en fin, estamos nosotros, soberbios y poderosos, desconcertados si se va la luz en horas de oscuridad,
Inquietos, reconozcámoslo, ante la boca de las alcantarillas y la bocaza de los colectores.
Porque, en una ciudad, donde hay espacio, hay habitación,
Ya sea en las alturas que levantamos,
Ya en la maldita ciudadela que, con pudor y con asco, escondemos.
Motivadamente, sin duda: la graciosa curva en que finaliza nuestra espalda
(no recuerdo ahora quién acertó con la expresión de “la graciosa curva”),
bien merece que, orgullosos de nuestro porte y proporciones,
hagamos de volumen, luz y espacio algo digno de nuestra estirpe, y perdurable.
¡Para que después venga ese patán de espinazo retorcido, grueso como una cadena de montañas,
Esa bestia de pezuñas descomunales, indiferente y ajena,
Tiempo que todo arrasa tras dejarlo medrar!
Pero, ¿es posible que todo esto, que tanta humana fábrica,
Capaz de cifrarse armónicamente en un zumbido nocturno,
Desaparezca un día tras lenta decadencia o en cataclismo abrupto?
También, forzoso es reconocerlo, la destrucción nos parece bella
Cuando es tal su magnitud, cuando su sentencia es así de terrible e implacable,
Ciego poder o sello divino, tanto da.
Culpa es de la mórbida, procaz belleza
De la Ciudad.
Suspendo el paso y la respiración siempre que pienso de pronto
En las ciudades perdidas, que son, ni más ni menos, todas las que ya no conocemos, ciudades
Por el océano tragadas antes de la memoria,
Deshechas en la arena de desiertos, como un azucarillo en el café del tiempo
O durmientes bajo tierra hasta que vuelven a la luz
Raídas y humilladas, como una dentadura podrida brotando de encías enfermas.
Nada ha de quedar de nada.
Nada de los palacios orgánicos del Tíbet
(¿algo mejor que ellos para entender qué cosa pueda ser una ciudad: criatura, cuerpo, hormiguero, ciudad plusquamperfecta?);
nada de los austeros edificios de barro de Tombuctú, pura voluntad de tierra;
nada de la alucinante Bizancio etíope;
afortunadamente nada de los suburbios industriales,
aunque a veces acaben siendo bellos, azarosa y disformemente bellos
a fuerza de ser vividos o cuando el clima acompaña;
nada de las formas onduladas de algunas chozas africanas, tentadoras como capullos uterinos, nada de Nueva York que, pese a todo, cabe en su nombre.
¿Nada? Antes del final final,
las sucesivas generaciones persisten en ir desenterrando cosas de sus predecesoras,
y encuentran un hálito de misterio en esos pecios del olvido,
y un afán de saber y un apetito de maravilla
les empuja a seguir y seguir buscando, aunque sepan
que “aquellos otros” pringaron y se aburrieron como ellos mismos, como nosotros
y porque saben, saben bien que hay que salvaguardar dos dones: el deseo y la rabia,
salvaguardarlos contra toda esperanza, tras los colchones y adoquines de la última barricada,
hasta que todos, un día, encontremos al fondo de la gruta
lo que milenios atrás dibujó la mano del artista,
-quiero decir, la magia que alcanzó-
enajenado, clarividente tras meterse sabe Dios qué porquerías,
en la pared de la cueva:
bisontes, estilizados e inmortales semejantes, formas puras arrebatadas al tiempo
y, ¡oh, maravilla!, un horizonte irregular
-con ventanas tras las que tú y yo sentimos en la noche que la ciudad es un zumbido lejano-,
un horizonte que recuerde esquemática, imprecisamente
algo visto de lejos, borroso, incomprensible
un skyline de rascacielos.
MR
El autor (Badalona, 1968) ha escrito el poemario Orilla sur (Ediciones del Grupo León Felipe, Barcelona, 2002). Participa en la antología Barcelona. 60 poemes des de la ciutat (Eumo editorial, Vic, 2004), junto a poetas como Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o José María Fonollosa. Dirige Caravansari, revista de poesía contemporánea en lenguas peninsulares y árabe; es redactor de la centenaria Solidaridad Obrera, la popular “Soli” de CNT, y colaborador de Masala, uno de los periódicos de la Ciutat Vella barcelonesa.
De su autoría, ver también su ensayo Al hilo de la ciudad, “sobre Barcelona y el terrorismo inmobiliario“, publicado en Solidaridad Obrera.