Las imágenes de esta nota corresponden a fotos y cuadros representando escenas de París en las primeras décadas del siglo XX, del libro Atlas de París. Parigramme. Par1s, 1999
El texto que reproducimos es la primera parte del relato “El anfión, falso Mesías o historias y aventuras del Barón d´Ormesan”, incluido en el libro “El Heresiarca y Cía.”, publicado en 1910.
Hacía fácilmente quince años que no veía a d´Ormesan, uno de mis camaradas de estudio. Solo sabía de el que, después de haber redondeado una considerable fortuna que pronto disipó, servía de guía a los turistas en París. Le encontré un día , ante uno de los más grandes hoteles de los bulevares, mordiendo un cigarro a la espera de algún cliente. Fue el quien me conoció primero. Me salió al paso y, viendo que su semblante no parecía serme familiar, escarbó en sus bolsillos en busca de una tarjeta que me tendió en enseguida, y donde se leía: Barón Ignace Ormesan.
Le di un abrazo, y , sin asombrarme mucho de su sin duda reciente ennoblecimiento, le pregunté que tal marchaba el negocio y si los extranjeros producían bien ese año.
– ¿Me toma usted por guía? – exclamó indignado- ¿Por un guía, un simple guía?
– Eso creía -farfullé-. Me habían dicho…
– ¡Ta, ta, ta! Los que tal cosa dijeron, bromeaban. Usted me da la impresión de un hombre que preguntara a un pintor conocido si su obra anda bien. ¡Soy un artista, querido amigo, más aún: he inventado un arte exclusivo que soy el único en practicar!
– ¿Un arte nuevo? ¡Caramba!
– ¡No! ¡No se burle usted! -agregó en un tono severo- Se lo digo en serio.
Le presenté mis excusas y él continuó con cierta modestia:
– Adoctrinado en todas las artes, hubiera podido destacarme; pero todas las profesiones artísticas están plagadas de dificultades. Convencido de no podría lograr renombre como pintor, quemé todos mis cuadros. Renunciando a los lauros poéticos, rompí cerca de ciento cincuenta mil versos. Con ello establecí mi libertad en la estética e inventé un nuevo arte fundado en el peripatetismo de Aristóteles, arte al que bauticé con el nombre de anfionía, en recuerdo del extraño poder que poseía Anfión sobre las piedrecillas y los diversos materiales que componen las ciudades. Por otra parte, aquellos que practiquen la anfionía, serán llamados anfiones.
Como a todo nuevo arte corresponde una nueva Musa, y como era yo su creador, fui, en consecuencia, su musa; así es que simplemente agregué al grupo de las Nueve Hermanas mi personificación femenina, con el nombre de baronesa d´Orseman. Debo agregar que soy soltero y que por lo tanto tuve menos escrúpulos en aumentar a diez el número de Musas, con lo que vengo a estar en armonía con las leyes de mi país relativas al sistema decimal.
“Ahora que están claramente expuestos -así lo creo- los orígenes históricos y los datos mitológicos de la anfionía, voy a explicarle en que consiste.
“El instrumento y la materia de este arte es la ciudad, a la que se trata de recorrer en parte, de manera que se exciten en el alma del anfión o del diletante, los sentimientos que surgen ante lo bello y lo sublime, como es la música, la poesía, etcétera.
“Para conservar los trozos compuestos por el anfión y poder ejecutarlos nuevamente, se anotan en el plano de una ciudad, indicando exactamente el trazado del camino a seguir. Esos trozos, esos poemas, esas sinfonías anfiónicas, se llaman antiopías, en memoria de Antíope, madre de Anfión.
“Por mi parte, yo practico la anfionía en París. Aquí tiene usted una antiopía que compuse esta mañana. La he titulado: “Pro Patria”, y está destinada, como su título lo indica, a exaltar el entusiasmo y los sentimientos patrióticos.
“El punto de partida es la Plaza Saint-Agustin, donde se halla un cuartel y la estatua de Juana de Arco. Se sigue por la calle de la Pépinière, la de Saint-Lazare, la de Châtealun hasta la de Laffitte, donde se puede ver el palacio de Rothschild. El regreso se hace por los bulevares hasta la Madeleine. Los grandes sentimientos se exaltan frente al edificio de la Cámara de Diputados.
“El Ministerio de Marina, ante el cual se pasa, brinda una idea elevada de la defensa nacional, y en seguida subimos por la Avenida de los Champs-Elysées. La emoción llega al punto culminante al ver levantarse la mole del Arco del Triunfo; los ojos se llenan de lágrimas ante la cúpula de los Inválidos. Se vuelve rápidamente a la avenida Marigny para conservar esta emoción que llega a su máximo delante del palacio del Eliseo.
“No le oculto que esta antiopía sería mucho más lírica, tendría mayor grandeza si se la pudiera terminar ante el palacio de un rey; pero, ¿qué quiere usted? Hay que tomar las cosas y las ciudades tal como son.
– Pero -dije riendo-; yo hago anfionía todos los días. No se trata más que de un paseo…
– ¡Señor Jourdain…! -exclamó el barón d´Ormesan-. Dice usted bien; usted practica la anfionía, pero sin saberlo.
* * *
En ese momento salió del hotel un grupo de extranjeros. El barón se precipitó hacia ellos y les hablo en su idioma; luego me llamó:
– Como usted puede ver, soy políglota. Venga con nosotros. Voy a ejecutar para estos turistas una antiopía resumida, algo así como un soneto anfiónico. Es unos de los trozos que más me producen y se titula Lutecia. Gracias a ciertas licencias no poéticas pero sí anfiónicas, me permite mostrar todo París en una media hora.
Los turistas, el barón y yo subimos al imperial de un autobús que hace el recorrido entre la Madeleine y la Bastilla. Al pasar por delante de la Opera, el barón d´Ormesan lo anunció en voz alta, agregando mientras indicaba la sucursal del Banco de Descuentos:
– El Palacio de Luxemburgo, el Senado.
Frente al Napolitano, dijo con énfasis:
– La Academia Francesa.
Ante el edificio del Crédito Lionés, anunció el Eliseo, y continuando de esta manera, mostró, en el trayecto hasta la Bastilla, los principales museos, Notre Dame, el Panteón, la Madeleine, las grandes casas de comercio, los ministerios, las residencias de todos nuestros hombres ilustres muertos o vivos y, en fin, todo cuanto un extranjero debe ver en París. Descendimos del autobús. Los turistas retribuyeron con largueza al barón d´Ormesan. Yo estaba sorprendido y se lo dije, pero él me agradeció modestamente el cumplido y nos separamos.
* * *
Algún tiempo después recibí una carta del barón d’Ormesan, fechada en la prisión de Fresnes.
“Querido amigo -me escribía este artista-: había compuesto una antiopía titulada: El Vellocino de oro y la ejecuté el miércoles a la noche. Salí de Grenelle, donde vivo, en un vaporcillo; cosa que como usted podrá apreciarlo, era una sabia evocación de la leyenda de los Argonautas. Hacia medianoche, rompí algunos escaparates de joyerías en la rue de la Paix. Se me detuvo con bastante brutalidad, encarcelándome bajo el pretexto de haber robado diversos objetos de oro que constituían el Vellocino, objeto de mi antiopía. El juez de instrucción no entiende nada de anfionía y si usted no interviene seré condenado. Usted sabe que soy un gran artista. Proclámelo y sálveme”.
Como nada podía hacer por el barón d’Ormesan y, además, no me gusta tener que ver con la justicia, no me tomé el trabajo de contestarle.
GA
Traducción: Alberto Laurent.
Agradecemos a Edicomunicación s.a. (Barcelona) la autorización para reproducir este texto, extraído de la edición de 1997 de El Heresiarca y Cía., incluido en la Colección Fontana.
En la continuidad de este relato, el barón d’Ormesan inventa el genero cinematográfico snuff, hace fortunas en un pueblo minero del Canadá e inventa una máquina de tacto a distancia que le permite corporizarse como supuesto Mesías en varios lugares del mundo. Es probable que algunos relatos de Borges y Bioy Casares estén influenciados por la prosa desprejuiciada y socarrona de Apollinaire. Pero el máximo esplendor de este escritor (nacido en 1880 en Roma, hijo de padre desconocido y de una noble polaca adicta al juego, muerto en París en 1918 como consecuencia de heridas recibidas en la guerra) está en su obra poética, en particular las colecciones Alcoholes y Caligramas.
Sobre la deriva, otra forma de estetización del paseo urbano, ver la nota sobre los situacionistas en el número 7 de Café de las ciudades.
Las reconstrucciones naturales e históricas, las ciudades temáticas y las vacaciones siguiendo un estilo de vida en su “auténtico” entorno, son parte de una industria cultural en auge, que situa la producción cultural en el mismo centro de la vida económica. A lo largo y ancho del mundo se crean nuevos espacios turísticos para que la gente los visite. “Estas atracciones turísticas” dice Daniel J. Boorstin “ofecen una experiencia mediata y preconcebida, un producto artificial para consumir allí donde lo auténtico es gratis como el aire”. Dean MacCannell añade que estos nuevos espacios artificiales permiten a los turistas hacer excursiones sin tener que relacionarse directamente con extranjeros. Son oasis seguros donde uno puede presencia la acción como en una pantalla de televisión, cómodamente y desde la distancia.
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Una parte cada vez mayor de la esfera cultural mundial -sus maravillas naturales, catedrales, museos, palacios, parques, rituales, festivales- está siendo desviada al mercado, donde se transforma en variadas producciones culturales para el entretenimiento y edificación de los más ricos. Lo que antaño era la histórica magnificencia de estas culturas, se convierte ahora en mero escenario o telón de fondo para la representación de experiencias culturales de pago.
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La cuestión de la propiedad y el uso contra el acceso y disfrute está enfrentando a la gente y a las empresas a lo largo y ancho del mundo. La industria del turismo se verá cada vez más involucrada en el debate político entre la producción industrial y la producción cultural, a medida que la economía mundial cambie de prioridades en las próximas décadas.
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En la actualidad, el empleo de más de 230 millones de personas en todo el mundo depende del turismo -esto es, el 10% de la mano de obra mundial-. En Australia, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Estados Unidos, Reino Unido y Brasil, el turismo es la primera industria por volumen de empleo.
Hace 20 años, alrededor de 287 millones de personas viajaban al extranjero. En 1996 lo hicieron más de 595 millones de personas. La Organización Mundial del Comercio prevé que, para el año 2020, lo hagan más de 1.600 millones de personas.
Fragmentos de La era del acceso – La revolución de la nueva economía, por Jeremy Rifkin, Paidós, 2000, Buenos Aires.