El pasado 16 de diciembre se reabrió la catedral de Notre Dame tras las tareas de reconstrucción realizadas luego del incendio de 2019. La blancura de su “nuevo” aspecto nos trae recuerdos de aquel libro de Le Corbusier, Cuando las catedrales eran blancas (1936), en el que contrapone la suciedad (más que la pátina) de los monumentos franceses con la vitalidad de la nueva civilización estadounidense. Reproducimos dos fragmentos, uno ampliatorio de la postura implícita en el título; el otro, una reivindicación de la guaranguería plebeya, con cierta idealización poco fundada de la sociedad que construyó las catedrales. Este segundo párrafo fue publicado en un legendario número de la revista Summa de comienzos de los setenta, dedicado al humor. Allí lo conocimos, antes de la lectura del maestro.
MC
Este libro, una vez más, estará lleno de tumulto porque el mundo de hoy está lleno de tumulto, porque todo se ha desencadenado.
Es un día de verano, a mediodía; corre mi coche a toda velocidad por los muelles de la orilla izquierda, hacia la Torre Eiffel, bajo el inefable cielo azul de París. Mi ojo se posa durante un segundo en un punto blanco en el azur: el campanario nuevo de Chaillot. Freno, miro, me zambullo de pronto en la profundidad del tiempo. Si las catedrales fueran blancas, completamente blancas, deslumbrantes y jóvenes, y no negras, sucias, viejas… Toda la época era fresca y joven.
Y hoy, ¡pues sí!, hoy también es joven, es fresco, es nuevo. Hoy también vuelve a empezar el mundo…
[…]
Si las catedrales fueran blancas, completamente blancas, deslumbrantes y jóvenes, y no negras, sucias, viejas… Toda la época era fresca y joven. Y hoy, ¡pues sí!, hoy también es joven, es fresco, es nuevo.
El mundo se mata por querer ser distinguido. ¡Ah! ¡Poder meter la pata! Más cortésmente, no tener siempre el aspecto de un señor metido en una vitrina, retirado tras el vidrio de su “respetabilidad”. ¿Qué? ¿Necesitamos, absolutamente, certificados de distinción, títulos aristocráticos? ¿Nuestras expresiones son, necesariamente, siempre refinadas, reservadas y, por supuesto, nuestro inmenso conocimiento esta cuidadosamente velado con pátinas por una cortesía que sirve para engañar a los demás? Cuando las catedrales eran blancas, la piedra tenía la marca reciente del corte del hacha o del cincel, las aristas eran vivas, los rasgos netos, los rostros duros. Todo era nuevo, invención y creación y, piedra sobre piedra, crecía una civilización. La gente era feliz, obraba. No se rotulaba en guías sociales honoríficas; no llevaba grados en la manga o en el ojal. No había entonces salones de París, algodonosos de conversaciones literarias; no existía –otra encarnación del mismo espíritu de vanidad– el “Social Register” de Chicago estableciendo en cuatrocientas el total de notabilidades, en virtud del “grado de consideración” (a fuerza de dinero).
LC
Le Corbusier (Charles-Édouard Jeanneret-Gris, 1887-1965) fue el maestro por excelencia de la arquitectura moderna ortodoxa del siglo XX. Entre otras notas dedicadas a su obra en café de las ciudades, ver Le Corbusier: los viajes al Nuevo Mundo. Cuerpo, naturaleza y abstracción, por Roberto Segre; El autor y el intérprete. Le Corbusier y Amancio Willliams en la Casa Curutchet, por Daniel Merro Johnston; y Los muchachos corbusianos. La red austral: Le Corbusier y sus discípulos en Argentina, según Liernur y Pschepiurca