En La ciudad regular, el libro más reciente de la colección Las Ciudades y las Ideas, Fernando Aliata presenta un análisis documentado y preciso de un período habitualmente simplificado de la historia urbana argentina: la Buenos Aires post-revolucionaria, entre la “anarquía” de 1820 y el advenimiento de Rosas. Sin embargo, la construcción historiográfica de Aliata comienza varias décadas después, cuando los historiadores post- Caseros, y particularmente los intelectuales de la generación del ´80, reconstruyen para esa Buenos Aires unos rasgos supuestamente pueblerinos, una “pequeña aldea” pintoresca y premoderna (esta “imagen idílica del inmovilismo“, sostiene Aliata, “volverá a reiterarse cada vez que la ciudad, desde un presente siempre confuso, quiera revisar su pasado“). Una “perspectiva de infancia” bien distinta a la ciudad real que abordan las políticas urbanas de Bernardino Rivadavia y sus seguidores.
El programa de Rivadavia es el primer intento serio de trasladar los postulados de la Ilustración, tanto en sus versiones más radicales como en su institucionalización napoleónica, a la construcción del Estado argentino. La adopción de estos principios no son, sin embargo, una absoluta novedad en la política del Río de la Plata, sino que arrancan ya desde el ilustrado virreinato de Vértiz y su plan de 1783, y en general con los ecos locales de las reformas borbónicas, que parecen instaurar por primera vez la idea de una política de control urbano en el ámbito hispánico. Pero es la nueva clase política que surge tras la guerra de la Independencia la que se impondrá el programa ilustrado como misión generacional. En esta tarea tendrán la doble desconfianza de las fuerzas políticas del interior del país y de la elite económica de Buenos Aires, poco dispuesta, como expone Aliata, a acompañar estas epopeyas de la razón.
Las implicancias territoriales de esta intentona abarcan una diversidad de escalas y disciplinas. En lo arquitectónico, los episodios alrededor de la construcción de la fachada de la Catedral y la Sala de Representantes. En materia de ordenamiento urbano, la regularización del trazado de la ciudad y la trabajosa organización de cuerpos profesionales modernos. En el marco territorial más amplio, el intento de capitalización de Buenos Aires, como foco de difusión territorial del progreso y la civilización.
Arturo Jauretche ridiculizaba la supuesta improcedencia de las propuestas urbanas de Rivadavia en el contexto de una guerra contra el Imperio del Brasil y enfrentamientos internos, como los que llevaron a la separación de la Banda Oriental. Jauretche se preguntaba que hubieran pensado los ingleses si Churchill hubiera propuesto en los años de la Segunda Guerra Mundial la demolición de esquinas para realizar ochavas en las calles de Londres, “mientras las bombas alemanas ya lo estaban haciendo” (aunque en realidad el Plan de Londres de Abercrombie sí se estaba preparando en aquellos años…). Incomprendido hasta por la misma clase social en la que pretendía apoyarse, las ideas de Rivadavia dieron lugar sin embargo a una utopía porteña que influyó sobre los desarrollos posteriores a Caseros e incluso llegó hasta el siglo XX.
Las realizaciones institucionales del “Partido del Orden” incluyeron la instauración del sistema representativo, la reforma religiosa, la concesión de tierras en enfiteusis, la creación del Banco de la Provincia y de la Universidad. Entre las realizaciones en materia de ordenamiento urbano se cuentan la regularización del trazado de la ciudad, deformado en la práctica a pesar del origen cuadricular y amanzanado del plano fundacional de Garay, y el disciplinamiento del espacio público (no exento de un sentido elitista de desplazamiento de las clases populares y las etnias no hegemónicas). Las políticas incluyen la generación de equipamientos especializados, particularmente en el orden del comercio y las industrias, sobre las que además se propone una política de separación de aquellas consideradas peligrosas o molestas, discutida y resistida por los empresarios. Relevamiento topográfico, zonificación, discurso higiénico, hasta expropiaciones, pero en todos los casos deteniéndose en la fachada, “delgada membrana” entre la calle y el espacio privado, sobre el que no existe la intención de avanzar (no por pragmatismo político sino por no estar incluida la intervención sobre la edificación privada en el cuerpo ideológico que sostiene el programa regulador).
Se proyectan así (y en algunos casos se construyen) equipamientos como los Mercados del Centro, San José y las Artes, el Cementerio de la Recoleta, un Hospital General, el Matadero de la Convalecencia, etc. En materia de edificación privada, se promueve una arquitectura austera, contenida en el plano de fachada, despojada de ornamentación e impedida de desaguar a la calle o avanzar con enrejados.
Los programas post-revolucionarios de la arquitectura se sintetizan en la construcción del pórtico de la Catedral y del “teatro de la opinión” pública, la Sala de Representantes. En ambos casos se trata de obras insertas en discusiones más amplias, que refieren a la Europa napoleónica y de la Restauración.
Entre la Iglesia de la Madeleine y el Palacio de Bourbon como posibles modelos parisinos de la Catedral, Aliata toma partido por la referencia a la Madeleine, más allá de la no literalidad en la reproducción del modelo. Se apoya en el marco ideológico que implica la adopción de un modelo abiertamente laico, templario, de resolución de la fachada. La obra se enmarca en un momento particular de relación entre Estado e Iglesia, tensionada por la reforma religiosa, y tiene como objetivo anexo la celebración de las glorias de la guerra por la Independencia.
La Sala de Representantes es una expresión fiel y disciplinada de la teoría del Panóptico, y cumple con los preceptos que establece Bentham respecto a las Asambleas Legislativas, en las que “el teatro se convierte en perfecta república. Bentham confía en que la transparencia de los discursos y las acciones o el control de la opinión pública conduzcan a la verdad y al bien común“. Para Aliata, la legislatura porteña no es un simple modelo a escala pequeña de la Asamblea francesa, sino “una construcción mucho más compleja que involucra un proyecto político de vastas proyecciones, en la cual la ausencia de decoración no es sólo pobreza de recursos, sino voluntad de atenerse a los principios nacidos del trazado“.
La discusión por la capitalización de Buenos Aires se realiza en el Congreso General Constituyente de 1826-28 y enfrenta a varias posiciones contrapuestas. Mientras que los rivadavianos sostienen un criterio “foquista” de expansión de las ideas ilustradas sobre el territorio a partir de una ciudad que ilumine al país con su progreso, existen grupos que plantean una capitalidad alternada, sectores provinciales celosos de su autonomía, partidarios de la creación de una nueva capital que represente los ideales de un republicanismo agrario, y una clase terrateniente porteña especialmente desconfiada de perder la ciudad en estas operaciones, como en definitiva propuso la Ley de Capitalización: un territorio federal extendido casi a lo que hoy es la Región Metropolitana, y un radical desmembramiento de la Provincia de Buenos Aires entre las provincias del Paraná y el Salado, con sendas capitales en San Nicolás y Chascomús (el futuro Restaurador Juan Manuel de Rosas enviaría con tal motivo una carta de protesta refrendada por mil hacendados). La simplificación entre unitarios y federales que haría la historiografía posterior encubre la existencia de otras posiciones, más ligadas a una suerte de pragmático confederacionismo que a la experiencia federal norteamericana.
El problema del territorio aparecía como sustancial a la definición de la Nación: un territorio desconocido al extremo de generar situaciones bizarras, como la discusión por el canal que desde la Cordillera llevaría la producción minera al Atlántico a lo largo de 1.000 kilómetros sobre los que ni siquiera se conocían los cursos de agua existentes, o los empresarios salteños detenidos en Paraguay mientras intentaban probar la posibilidad de un circuito de navegación que a través del Río Bermejo conectara el noroeste con Buenos Aires. Indicios de la concepción “civilizada” que vio el territorio como problema, tal como expresaría Sarmiento en su celebre frase inicial del Facundo: “el mal que afecta a la Argentina es su extensión”.
La implementación de estos programas urbanos y territoriales se realiza en paralelo entre una elite intelectual y política influida por las ideas de la Ilustración y el ideal del Progreso, y un cuerpo profesional de origen europeo, que llega a la Argentina y participa de este programa, con inclusive una asombrosa capacidad de adaptación política (casi acomodaticia). Técnicos formados en las escuelas europeas y que como tal desarrollarán “un tipo de arquitectura que encuentra sus bases en las enseñanzas y los nuevos programas que, con posterioridad a 1789, produce la Ecole Polytechnique bajo la influencia de la ideología“, como Prospero Catelín, James Bevans, y el italiano Carlo Zucchi (cuyo archivo fuera descubierto recientemente en Italia y forma parte esencial de la investigación de Aliata).
El merito de La ciudad regular está en el justo equilibrio que sostiene entre el análisis técnico y político de esta etapa, y en encuadrarla en una continuidad histórica que lleva desde Vértiz a las operaciones de Torcuato de Alvear, abarcando inclusive la supuesta fractura representada por Rosas en la evolución de estas ideas sobre el territorio. Las invocaciones rivadavianas serán explícitas en las sucesivas modernizaciones metropolitanas, aunque olviden, como señala Aliata al comienzo y al final de su libro, “el complejo contexto de su realización“. Un modelo cultural que implica el “inicio de un proceso de modernización política, social, urbana, antes que la llegada de la inmigración masiva y los conflictos que esta supone hagan visibles sus signos más característicos“.
La ciudad regular: arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires Posrevolucionario, 1821-1835, 304 páginas ilustradas, 15 x 23 cm., de Fernando Aliata, es el más reciente libro de la colección Las Ciudades y las Ideas, que editan la Universidad Nacional de Quilmes y Prometeo 3010 con la dirección de Adrián Gorelik.
De la misma colección es Las huellas de la política – Vivienda, ciudad, peronismo en Buenos Aires 1942-1955, de Anahí Ballent, reseñada en la nota La Ciudad Peronista, en el número 41 de café de las ciudades.
Sobre Adrián Gorelik, ver la reseña de su libro Miradas sobre Buenos Aires, en el número 25 de café de las ciudades.
Sobre la segregación en los espacios públicos como ideal de la elite porteña, ver el párrafo de La ciudad regular citado en la presentación del número anterior.
Sobre Arturo Jauretche, ver la opinión de Carmelo Ricot en su nota Las 10 boludeces más repetidas sobre los piqueteros y otros personajes, situaciones y escenarios de la crisis argentina, en el número 15 de café de las ciudades.