N. de la R: el texto de esta nota es la base de la ponencia presentada por la autora en el Seminario Reforma económica, Integración regional y Democratización en Argentina y Chile, realizado en el mes de junio en Buenos Aires y Santiago por FLACSO.
Introducción
A partir de la llamada “Generación del Centenario” -es decir, aquella que ubicamos temporalmente en 1910, al cumplirse los cien años de la Revolución de Mayo- la estructura socio-cultural de Buenos Aires comienza a sufrir modificaciones radicales que afectarían, entre otras cosas, al campo intelectual. Si seguimos la línea diacrónica propuesta por Ivonne Bordelois en El país que nos habla, obtenemos el siguiente mapa de generaciones, en este caso, con propuestas ideológico-literarias:
Tenemos, en los noventa años que transcurren entre 1837, fecha que marca la llegada al Río de la Plata del Romanticismo, de la mano de Esteban Echeverría, a 1927, la irrupción de los movimientos vanguardistas, cambios que determinan una actitud hacia la lengua. Una actitud por parte de los intelectuales que intentan concentrar el poder a la hora de definir una “cultura nacional”. En este sentido, podemos pensar a “la lengua” como un elemento mucho más político que “lingüístico”.
La Generación del ’37, a la que se sumaría más tarde Sarmiento, se ve inmersa en un debate con lo hispano, con su normativa, que afirmaba fundamentalmente un derecho de autonomía cultural que los “distinguiera fuertemente de sus antepasados coloniales”. Esta necesidad implicaba diferenciarse y, también, forjar una lengua futura.
En los ’80, el faro cultural se vuelve hacia la Europa francesa. París es el modelo, el centro de la emanación de los saberes y de los movimientos estéticos.
Finalmente, en 1927, junto y a raíz del fuerte impacto inmigratorio -lo que los hombres de esta generación consideran en su mayoría la “horda inmigratoria”- se ven abocados a una tarea que difiere en un todo con la de las generaciones anteriores: reafirmar un pasado nacional-patricio, una “pureza” que muchas veces anida, paradójicamente, en el pasado hispano.
Siguiendo las consideraciones de Bordelois, las dos primeras generaciones necesitan marcar distancia con una España sinónimo de dominación y no muy amada ni admirada. En cambio, la generación del ’27 se vuelve “centrípeta”, una defensiva frente a los “advenedizos invasores” que amenazan contaminar, entre otras cosas y por sobre todo, el idioma. Esa “intimidad lingüística”, conquistada duramente por las generaciones anteriores (Bordelois, Ivonne, “Martín Fierro y Boedo”, en El país que nos habla, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2005).
Para redondear un contexto, es importante señalar cómo estaba constituida la trama del campo intelectual del momento. En estas primeras décadas del siglo se produce el fenómeno –o proceso- que Sarlo da en llamar “autoidentificación del escritor”. El escritor se vuelve un “escritor profesional”. Esto no implica ni define necesariamente el modo en que el escritor obtiene los recursos para vivir. El mercado literario es todavía demasiado pequeño como para permitir a un autor sustentarse con la venta de sus obras. Lo que sí implica es un “proceso de identificación del escritor”: son sujetos que dejan de ser políticos y también escritores para ser sólo escritores que en la práctica literaria cotidiana afirmaban su identidad social.
La “amenaza inmigratoria”
Los inmigrantes de finales del siglo XIX no provenían de donde se los esperaba, sino de una Europa empobrecida. En general carecían de formación escolar, muchos de ellos eran analfabetos. La generación siguiente, en cambio, se diferencia cualitativamente y, no sólo se incorpora al proceso productivo de una nación en crecimiento, sino que también avanza sustancialmente en el terreno cultural. La marca de esta generación no deja de ser fuertemente innovadora en los terrenos del periodismo, la literatura y los emprendimientos editoriales. Sin embargo, este aporte no es visto con agrado por los “porteños de pura cepa”, que pretendían representar con exclusividad el mandato intelectual de la nueva generación posterior al Centenario.
El escritor pasa a ser el portaestandarte de una identidad nacional amenazada por la “contaminación lingüística” del inmigrante y también por sus costumbres y por sus gustos literarios. Un baluarte largamente defendido y con celosa protección amenaza con desmoronarse frente a una oleada de nuevos habitantes que comienzan a afincarse en la ciudad de Buenos Aires y a modificarla en más de un sentido. Al respecto, no carece de importancia la transformación del mapa urbano de la ciudad. Un mapa que no sólo denuncia un crecimiento no previsto y, por lo tanto, desordenado y hasta caótico, sino también una pertenencia de clase, una división ideológica.
La calle Florida, eje del porteñismo aguerrido, de la extraña mezcla de vanguardia, cosmopolitismo y xenofobia de estos años, sigue siendo la calle de la elite. Una calle sin espíritu, como la definiría, palabras más palabras menos, Roberto Arlt. Una calle en la que todos se reconocen, se saludan, se reafirman en su sensación de pertenencia a esa “clase” de legítimos portadores de lo porteño puro, de la pura idiosincrasia de una ciudad.
Entre tanto, Boedo comienza a crecer desde el loteo de quintas hasta parcelas de bajo costo, destinadas a las viviendas de los inmigrantes. Este cambio urbanístico también implicó, por supuesto, cambios en la estructura cultural del barrio. La confluencia en esta zona de los suburbios de la ciudad de diferentes individuos, con sus cargas culturales propias, sus propios anhelos y su propio bagaje cultural, proporcionó al barrio características distinguibles del resto de la ciudad.
Estos inmigrantes, primero ahogados por la añoranza del regreso, pero paulatinamente insertándose en la vida social y cultural de la ciudad, fueron el germen de una nueva concepción de la literatura y de la política -con su bagaje de ideas anarquistas y de transformación social-. Insertos desde el comienzo en un contexto de pobreza, no tardaron en impulsar también desde lo literario y desde el mismísimo idioma un cambio que para unos se resumía en la palabra “revolución” y para otros implicaba un proyecto de cambio con diferentes estrategias pero con las mismas finalidades. Este, entre otros, también era el “peligro” que significaba esta “horda de inmigrantes”. Las necesidades de cambio ante una sociedad cargada de injusticias y desequilibrios, de una sociedad que estaban seguros de poder cambiar.
El idioma, la palabra, la literatura, en fin, no están ajenos de modo alguno a este instrumento de cambio que, desde Boedo, estos nuevos actores sociales se proponían encarnar. La Editorial Claridad (que significa sin duda el antecedente inmediato de Eudeba, Editorial Universitaria de Buenos Aires, o de CEAL, Centro Editor de América Latina, en los sesenta) más la publicación en folletos de colección “Los Pensadores”, fueron baluartes de un intento de difusión democrática de las ideas hasta ese momento inédito en el círculo intelectual argentino.
Florida y Boedo: una dicotomía compleja
Entender la discusión entre dos de los grupos más significativos de la historia literaria argentina simplemente como estética reduce y minimiza lo que esta oposición significó en su momento y, de algún modo, sigue significando. Podemos pensar que, a partir de este “agrupamiento”, el mapa cultural literario e ideológico queda trazado de un modo indeleble. Quién participó de qué grupo, qué implicaba pertenecer a cada uno de ellos y quienes se “movían libremente” entre uno u otro sigue definiendo hoy una pertenencia que es literaria pero también mucho más que eso. Si ocultamos o ignoramos la ferocidad del enfrentamiento entre ambos grupos también estamos ocultando e ignorando todos sus matices político-sociales y discriminatorios que la tiñeron y caracterizaron. El conflicto entre los grupos de Boedo y Florida fue mucho más que algunas escaramuzas menores mencionadas, por ejemplo, por Borges en posteriores publicaciones.
El grupo Florida se aglutinó en torno de, fundamentalmente, una publicación: la revista “Martín Fierro”. Ser “martinfierrista“, pertenecer al Grupo de Florida o a la vanguardia son, entonces, términos intercambiables. ¿Qué significaba, concreta y simbólicamente, aglutinarse en esa época en torno a una publicación?
En principio, los avances de la llamada “Segunda Revolución Industrial” que afectan, como es sabido, fundamentalmente a las comunicaciones, permiten un intercambio de ideas jamás experimentado hasta ese momento. El abaratamiento de los medios de transporte y, en modo especial, de los medios de impresión, acorta las distancias de un modo que para nosotros puede parecer casi absurdo, pero que en estas décadas de principios del siglo XIX implicaron una movilización intelectual sin precedentes.
Entonces fundar una revista formaba parte del necesario mecanismo de identificación: daba la posibilidad de publicar casi simultáneamente traducciones que formaran un corpus y, por lo tanto, un canon; abría discusiones, debates, ciclos de artículos que se respondían el uno al otro; fomentaba las encuestas y proponían -o descartaban- a los “jóvenes escritores”. Una revista se conformaba así en un medio invaluable de construcción de identidad, difusión de ideas y legitimación de posiciones, tanto literarias como ideológicas.
Las revistas más importantes de estas décadas son la mencionada Martín Fierro -en su tercer época, que comienza en 1926-, que en principio se erige explícitamente como ruptura con Nosotros, la publicación que por entonces constituía uno de los modelos a rebatir por lo que sería la vanguardia propuesta desde Florida. Proa es otra de las publicaciones en la que podemos ver colaboraciones frecuentes de Borges, del poeta Oliverio Girondo -entre otros- ambos vinculados fuertemente con Martín Fierro y con el movimiento vanguardista.
Si de mecanismos de legitimación y de identidad se trata, es llamativo el rol que la vanguardia argentina le otorga al Estado. En el contexto de los movimientos vanguardistas de la época, que en su mayoría tenían como pilar fundamental la ruptura con las instituciones y todo lo que éstas implicaran, la actitud de los martinfierristas se distingue de un modo particular. Por esto resulta casi una paradoja la “doctrina del patronazgo”, como la llama Beatriz Sarlo.
Si desde Boedo se apunta con un dedo acusador al Estado como parte fundamental de un sistema corrupto y socialmente injusto, desde Florida se requiere un nivel de legitimación del escritor o de las figuras culturales por parte de ese mismo Estado que lo coloca casi en el lugar de mecenazgo. Esta intervención estatal, llamada desde la dirección de la revista Martín Fierro a través de una serie periódica de artículos, se manifestaría concretamente en los premios y concursos organizados institucionalmente, a un nivel de “oficialismo” que marcaría el prestigio literario y que desplazaría el circuito de legitimación de los artistas jóvenes.
Así, se acepta el “concurso” como “mecanismo de promoción” y “reconoce explícitamente la legitimidad de la intervención estatal como reguladora y patrocinadora de las artes: incluso que los presidentes de la nación intervengan a favor del desarrollo artístico puede ser, desde el punto de vista de esta vanguardia, ‘honroso para ambas partes’” (Sarlo, Beatriz, “Vanguardia y criollismo, la aventura de Martín Fierro”, en Ensayos Argentinos, de Sarmiento a la Vanguardia, Editorial Ariel, Buenos Aires, 1997, págs., 222-223).
¿Qué implicaba, concretamente, la propuesta vanguardista de este grupo? En principio, como toda vanguardia, parte de una ruptura que pretende ser radical con lo que la antecede. Para los integrantes de Florida -mayoritariamente poetas- la vanguardia llegó principalmente de la mano de un Borges recién llegado de España y deslumbrado por el Ultraísmo. Un movimiento literario español cuya doctrina adjudicaba a la búsqueda de la metáfora un papel esencial, y que Borges definió de esta manera: “Tachadura de las frases medianeras, de los nexos y los adjetivos inútiles. Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha así su facultad de sugerencia“. Así queda definido entonces el programa, al menos desde lo literario, que seguirían en general los vanguardistas de esta generación.
Paradójicamente, este modelo de claro corte español se cruza con un enraizado antihispanismo, con una alabanza a la modernidad, con antiinmigracionismo y una inclinación a los modelos franceses. Si ponemos esto en contexto, nos arroja una mezcla singularmente compleja. Por una parte, el ultraísmo y su origen innegablemente español, por otra el antihispanismo pero en estrecha convivencia con la defensa del idioma “porteño” que “amenazan” los inmigrantes con su nuevo bagaje lingüístico. Lugones, como figura, sintetiza bastante bien este complejo marco de confluencias. Se lo rechaza o se lo admira, sin medida, sin reconvenciones. Sin duda es un punto de mira, o se escribe desde él o en contra de él. Pero no puede obviarse. No ocurre lo mismo con Rubén Darío. Del poeta fundador del único movimiento literario puramente latinoamericano, el modernismo, se reniega sin pudores.
Este conjunto de inclinaciones estético-ideológicas, sumado al gusto por el jazz, por la música de Stravinsky y otras sofisticaciones, no puede ocultar de modo alguno una tendencia clasista. Un clasismo determinado por la opción por los lujos de la vida moderna y, desde lo fonético, por una impecable dicción porteña que los detenta en portadores del “deber ser” del idioma y que los distingue de los boedistas.
Los integrantes más destacados de este grupo eran Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Evar Méndez (director del periódico Martín Fierro), Norah Lange y Leopoldo Marechal. Por otra parte, en la confluencia entre Florida y Boedo, podemos encontrar figuras como Raúl González Tuñón o Nicolás Olivari, que responden a las propuestas de ambos grupos.
Para Boedo, desde el punto de vista estético, el predominio estará puesto en la novela de corte realista-naturalista, en la literatura al servicio de la revolución social y en la concepción del “arte comprometido”, en lugar del “arte por el arte” propuesto por la vanguardia martinfierrista. Desde el punto de vista político, ya hemos mencionado el aporte que desde la segunda generación de inmigrantes nos llega de las corrientes socialistas y anarquistas europeas. La revolución social, o el cambio hacia una sociedad más justa, será entonces el campo de apoyo en el que se sustentarán todas las actividades culturales, incluso y fuertemente, la literaria.
Como bien apunta Ivonne Bordelois (ibíd., pág. 59), aparentemente esta “batalla” estético-ideológica la ha ganado la vanguardia martinfierrista. Entonces, si la historia la narran los vencedores, no sólo se narra una versión de la historia desde este costado literario (y como suele constar en más de un manual o de lo legitimado institucionalmente como “historia de la literatura argentina”), sino que además se suprime la parte de esa historia que resultó resueltamente enriquecida por el aporte del grupo de Boedo.
Siguiendo a Bordelois: “El tono de la literatura argentina, a partir de esa generación, será más y más acentuadamente porteño, establecido y dictado por porteños, y será correlativamente más difícil para los escritores de provincia salir de los rangos del anonimato y brillar paralelamente a los nombres consagrados en Buenos Aires” (ibíd., pág. 59). Y de esta centralización cultural son responsables ambos grupos.
Este grupo no sólo logra una toma de conciencia social inexistente hasta el momento: también y a partir de sus traducciones, introduce en el sistema literario argentino “algunas de las obras europeas más revolucionarias de principios de siglo“. Se publicaron, gracias a su esfuerzo, en millares de ejemplares, a Dostoievsky, Shopenhauer o Nietzsche. Se trataba de jóvenes escritores que expresaban la necesidad de cambio, como dijimos, frente a una sociedad injusta, que veían cargada que desequilibrios; una realidad, en fin, que ellos estaban convencidos de poder cambiar.
Así es que presentaban desde la literatura los hechos del modo más descarnado posible, los conflictos humanos en tono de denuncia. Este modo de percibir el arte quizá haya alcanzado su máxima expresión en las obras teatrales -por las características propias del género- que crearon. Hablamos de Los Pensadores, una de las publicaciones casi con forma de folletín -por lo económico de las ediciones y de su manufactura- que dio lugar después a la Editorial Claridad, en la que la izquierda se manifestaría por escrito durante décadas.
Allí los boedistas expresaron con palabras que dejan de lado cualquier explicación: “La literatura no es un pasatiempo de barrio, no: es un arte universal cuya misión puede ser profética o evangélica“. También, y en concreta referencia a la literatura nacional, sostenían: “Hacemos realismo porque tenemos la convicción de que la literatura para el pueblo debe ser sincera, valiente… Los escritores que hicieron sano realismo enfrentarán a los que viven de la literatura falsa, romántica y hueca“. En estas palabras podemos descubrir un velado o semi-velado ataque a las vanguardias que les eran contemporáneas.
Los escritores de Boedo recibían las influencias de un perfil de arrabal que del que no renegaban y que, por el contrario, intentaban reflejar sin freno alguno. También era evidente la influencia del realismo social que mostraban los escritores rusos. El mencionado Dostoievsky, pero también Tolstoi y Gorki. Y no sólo los rusos, sino además otros europeos como Román Rolland, Emilio Sola -el arquetipo por antonomasia de intelectual moderno-, y Enrique Barbusse. Ellos aportaron su mirada naturalista, muchas veces violenta, en sus enfoques de la realidad cotidiana.
Si bien se marca a este grupo con el predominio de la prosa, la poesía no fue ajena a estas manifestaciones. Las obras de Raúl González Tuñón que lo acercan más a Boedo muestran la misma sensibilidad y modo de impactar sobre la realidad; por ejemplo, en su libro Violín del Diablo, de 1926 (se toma como referencia lo expresado por Zakim, Néstor, J., en “Boedo, su historia, su espíritu…”, Boedo Un barrio con historias, Edición del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2006):
“Cien lucecitas, maravilla
de reflejos funambulescos.
Aquí hay una mujer y manzanilla,
aquí hay olvido, aquí hay refrescos.
Pero sobre todo mujeres
para los hombres de los puertos,
que prenden como alfileres
sus ojos en los ojos muertos”.
Son representantes fundamentales de este grupo Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta y Roberto Mariani, Alvaro Yunque, Roberto Arlt, Nicolás Olivari, y otros.
Lugares de confluencia: de lo privado a lo público
Es, entonces en estas décadas fundamentales en las que se forma una nueva identidad social, la del artista. Y, por consiguiente, nuevas relaciones entre los “hombres de letras”. Estas nuevas relaciones requerirán nuevos espacios. Así, de la mano de la creciente urbanización de la ciudad, se produce un paso fundamental en la conformación de los lugares simbólicos de “encuentro”. De los salones y los clubes se pasa a los cafés.
El café se erigirá en el lugar de encuentro por antonomasia de la estirpe porteña argentina, una mezcla de parentescos y camaraderías, de relaciones políticas y de romances o desencuentros literarios. El café será el lugar en el que por primera vez una mujer -Norah Lange- se subirá sobre una mesa para recitar a viva voz un poema o gritar sus opiniones.
En el café se configuran los estereotipos de la bohemia, del “escritor malogrado” y el de las “jóvenes promesas”. En palabras de Sarlo, un lugar para la conformación de cofradías, tanto estéticas como ideológicas. Todo un entramado de condiciones socio-culturales deriva en el espacio híper-simbólico del café, como lugar sacro del imperio porteño. El “lugar de encuentro” por excelencia, que perdura hasta nuestros días.
La dicotomía “Florida / Boedo; Vanguardia / Izquierda; Ultraísmo / Realismo (…) se proyectan a la literatura en el nombre de dos calles de la ciudad de Buenos Aires: históricamente aristocrática y situada en el centro la primera; obrera y fabril la segunda, que atravesaba lo que entonces era el suburbio suroeste de la ciudad” (Prieto, Martín, “Capítulo 8”, en Breve Historia de la Literatura Argentina, Editorial Taurus, Buenos Aires, 2006, pág., 223). Así los espacios simbólicos de pertenencia a grupos estéticos se hacen concretos en los espacios de pertenencia en determinados cafés: la clave del encuentro, del debate, del torbellino de ideas. Espacios para crear revistas, para leer en voz alta textos propios o ajenos. Espacios, en fin, en los que se materializa y cristaliza esa identidad de la que hablamos anteriormente.
La trama del campo intelectual, que podemos rastrear en las revistas, en los manifiestos, en los famosos “epitafios” con los que los martinfierristas atacaban a sus opositores de Boedo, tiene su correlato exacto en esos puntos de encuentro que también podemos marcar como pares opuestos y, además, enfrentados:
Centro | Periferia |
Martín Fierro | Boedo |
Lector de poesía | Lector inseguro del idioma (prefiere las novelas) |
Alabanza del cine y del Jazz | Tango |
Dos sistemas literarios, dos sistemas de traducciones, dos formas que se acusan mutuamente de cosmopolitismo. Y, como consecuencia, dos lugares de encuentro: la confitería Richmond, en un lugar privilegiado de la calle Florida para los martinfierristas. Y, en Boedo 837/39, en un local ubicado en el fondo de una construcción que ha llegado hasta nuestros días, “Antonio Zamora se reunía con jóvenes escritores: Elías Castelonuovo, Álvaro Yunque, Leonidas Barletta, Roberto Arlt, Nicolás Olivari, Roberto Mariani y otros (…), jóvenes proletarios representativos de intereses de perfil popular coherente con su formación política y con su modo de vida” (Zakim, Néstor, J., “Boedo, su historia, su espíritu…”, en Boedo Un barrio con historias, Edición del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2006, pág., 13). Algo similar podemos decir acerca del grupo de escritores que se reunía, entre otros lugares y preferentemente, en la Richmond. No cualquier lugar, sino un lugar que representaba y ratificaba también una pertenencia social. Un lugar de reconocimiento mutuo y de mutua aceptación.
La autora es poeta, ensayista, docente de castellano, literatura y latín y profesora de música. Es titular del curso El lenguaje en acción: palabra y paisaje urbano en la Literatura Argentina, que dicta en FLACSO.
Ver su blog puertas adentro.
La presentación de esta ponencia en el Seminario de FLACSO se continuó con la recorrida urbana descripta en la nota De Florida a Boedo, 2007, en este número de café de las ciudades.
Buenos poemas de Oliverio Girondo están publicados en el sitio Web de Daniel Rodríguez, de donde se obtuvo la imagen de Espantapájaros que se reproduce en esta nota; el sitio El Ortiba contiene textos de Nicolás Olivari y el tango La Violeta, que compuso junto a Cátulo Castillo, grabado por Carlos Gardel; el facsímil del poema de Cesar Tiempo se obtuvo del sitio de Matilde Alba Swan.
Un poema de Raúl González Tuñón:
La Libertad
(de La muerte en Madrid)
I
De pronto entró la Libertad.
La Libertad no tiene nombre,
no tiene estatua ni parientes.
La Libertad es feroz.
La Libertad es delicada.
La Libertad es simplemente
la Libertad.
Ella se alimenta de muertos.
Los Héroes cayeron por Ella.
Sin angustia no hay Libertad,
sin alegría tampoco.
Entre ambas la Libertad
es el armonioso equilibrio.
Nosotros tenemos vergüenza,
la Libertad no la tiene,
la Libertad anda desnuda.
(Y el señor Jesucristo dijo
que el reino de Dios vendrá
cuando andemos de nuevo desnudos
y no tengamos vergüenza.)
Hermanos, nosotros sabemos,
pero la Libertad no sabe.
II
Hay que ser piedra o pura flor o agua,
conocer el secreto violeta de la pólvora,
haber visto morir delante del relámpago,
conocer la importancia del ajo y el espliego,
haber andado al sol, bajo la lluvia, al frío,
haber visto a un soldado con el fusil ardiente,
cantando, sin embargo, la Libertad querida.
Viva el amor, la vida poderosa,
la muerte creadora de olores penetrantes
y eso porque uno muere y resucita,
la luz sobre los techos de la aurora,
sobre las torres del petróleo,
sobre las azoteas de las parvas,
sobre los mástiles del queso y el vino,
sobre las pirámides del cuero y el pan,
la gente retornando,
una ventana con la bandera en familiar bordado
y la exacta ambulancia, con heridos,
cantando, sin embargo, la Libertad querida.
Hay que ser como el puente necesario,
natural como el lirio, como el toro,
saber llegar al fondo del silencio,
al subsuelo del brote y a la raíz del grito,
hay que haber conocido el miedo y el valor,
haber visto una mano que agita una linterna
de noche, hacia el distante nido de metralla,
hay que haber visto a un muerto cicatrizado y solo
cantando, sin embargo, la Libertad querida.
III
De pronto entró la Libertad.
Estábamos todos dormidos,
algunos bajo los árboles,
otros sobre los ríos,
algunos más entre el cemento,
otros más bajo la tierra.
De pronto entró la Libertad
con una antorcha en la mano.
Estábamos todos despiertos,
algunos con picos y palas,
otros con una pantalla verde,
algunos más entre libros,
otros más arrastrándose, solos.
De pronto entró la Libertad
con una espada en la mano.
Estábamos todos dormidos,
estábamos todos despiertos
y andaban el amor y el odio
más allá de las calaveras.
De pronto entró la Libertad,
no traía nada en la mano.
La Libertad cerró el puño.
¡Ay! Entonces…
RGT