Esta serie es un homenaje a ciertas manifestaciones culturales precursoras de café de las ciudades. Los lectores/as están invitados a sugerir sus propios “antepasados” (solo se requiere justificarlos y demostrar por ellos una debida y auténtica veneración). El nombre de la sección repite el de la magnífica trilogía de Italo Calvino, que incluye las novelas El caballero inexistente, El vizconde demediado y El barón rampante. Ellos también, por supuesto, son nuestros antepasados.
Una vez más evoqué la ciudad irguiéndose contra el espejo chato del lago verde y los lomos irregulares de piedra arenisca que señalaban los límites del desierto. La política del amor, las intrigas del deseo, el bien y el mal, la virtud y el capricho, el amor y el crimen se movían oscuramente en los rincones sombríos de las calles y plazas de Alejandría, en los burdeles y salones, como un gran banco de anguilas en el fango de las conspiraciones y contra conspiraciones.
Era casi el alba cuando abandoné el fascinante montón de papeles con sus comentarios sobre mi verdadera vida (interior), y como un borracho me fui a la cama tambaleándome, con la cabeza a punto de estallar, resonante de los ecos de la ciudad donde todavía pueden encontrarse y unirse todas las razas y todas las costumbres, donde se entrecruzan los destinos más íntimos. En el momento de hundirme en el sueño, oí la voz de mi amigo que me repetía: “¿Qué es lo que le interesa saber?… ¿qué más le interesa saber?” “Tengo que saberlo todo para liberarme por fin de la ciudad” – respondí en mi sueño.
(Lawrence Durrell, Balthazar)
Entre 1957 y 1960, Lawrence Durrell se propuso representar en una saga literaria la noción del espacio – tiempo de la teoría de la relatividad. El resultado fue una serie de 4 novelas, que en su continuidad constituyen un solo texto, El cuarteto de Alejandría. Las tres primeras representarían las dimensiones euclidianas del espacio, narrando una misma historia desde distintas miradas (“cada persona tiene distintos prismas desde los cuales puede ser descripto”, sugiere el autor en un momento). La cuarta introduciría la dimensión temporal y explicaría la totalidad de la obra. Durrel intenta así en la literatura lo que Giedion dice que habían hecho, algunos años antes, los maestros del Movimiento Moderno en la arquitectura.
Si se toma al pie de la letra su intención original, la obra de Durrell es probablemente un fracaso: no creo que nadie tenga una mejor comprensión de las teorías de Einstein por haber leído el Cuarteto (algo que suele suceder con estos homenajes del arte a la ciencia). Más fortuna parece haber tenido en la investigación del amor moderno, otro de los objetivos declarados por el autor. Para la literatura, en definitiva, y especialmente para al placer de los lectores, Durrell dejó 5 magníficos textos: cada una de las novelas, que se disfrutan por si mismas, y el Cuarteto como obra completa. La ironía es que un libro que aspira a representar una teoría científica del siglo XX, una obra que debería opacar los logros de Joyce y de Proust, resulta finalmente una entrañable novela en la mejor tradición del XIX, con personajes muy bien definidos componiendo un grupo de amigos que se constituye casualmente durante el período inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial. Toda la novela está recorrida por esa agradable sensación de la amistad sincera entre gente que se aprecia a pesar de sus diferencias y de sus pasiones (que abundan en el Cuarteto).
El otro gran logro del Cuarteto, y el que más nos importa en esta nota, es la representación de una ciudad que aparece vívidamente descripta como un personaje más de la novela. “La ciudad -al decir de Durrell- que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, la amada Alejandría”. Aun sin conocer nada sobre la ciudad, el lector vive desde las primeras páginas en la realidad geográfica y humana de Alejandría, una lengua de tierra en la desembocadura del Nilo, entre el Mediterráneo y el Lago Mareotis, en sus palacios de inspiración europea contrastando con los minaretes, sus bares callejeros, los tugurios, burdeles y callejuelas de los barrios populares, el sol que pega sobre las velas de los barcos en el Yacht Club, los paseos por el malecón de la Corniche. Toda la atmósfera cosmopolita y milenaria de Alejandría, protegida por el recuerdo del gran Poeta de la Ciudad: Constantino Kavafis.
En esa vívida y decadente Alejandría (“lo único real en esta novela”) se mueven los personajes de Durrell. Justine, promiscua y seductora arrastrando la herida de un trauma adolescente, su perfume Jamais de la vie y sus “ojos translúcidos, agrandados por la belladona”, amada por Darley (narrador del Cuarteto) con el aparente consentimiento de su esposo, Nessim. Una hija auténtica de Alejandría, su paisaje y su llanura aluvial, con “su aire de extenuación”, es decir, “ni griega ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura” (“Justine y su ciudad se parecen en que ambos tienen un sabor intenso aunque les falta todo carácter auténtico”). Balthazar, amigo de Kavafis y “oráculo” de la ciudad, “su daimon platónico, el mediador entre sus dioses y sus hombres”. Mountoulive, embajador de Inglaterra atrapado entre su deber profesional y la amistad con Nessim. Pursewarden, alter ego de Durrell, el salvaje Naruz, la pobre y melancólica Melissa (“señor: yo soy la soledad misma”), la encantadora Clea, el siniestro Capodistría y tantos otros.
Esta troupe de amigos ocasionales, locales y extranjeros, parece una versión del grupo del bar de Rick en Casablanca (otro de “nuestros antepasados”), con la diferencia de que aquí la ciudad es real mientras que en la película es de cartón piedra y completamente ficticia, y que el drama no se establece en una ética de amor y militancia sino en un viscoso entretejido de conjuras irracionales y pasiones sexuales de todo tipo. Como ya se ha dicho, la ciudad no es el “fondo” de estas pasiones y conspiraciones, sino su condición y causa. “Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y solo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos”.
Durrell erotiza Alejandría, sin recurrir a estereotipos ni a búsquedas retóricas del “alma de la ciudad”. Simplemente transmite en su escritura el placer que le produjo la experiencia del lugar. En ocasiones personaliza hábilmente a la ciudad, en otras la convierte en metáfora de las pasiones y conjuras que envuelve y ampara, en otras la presenta como un mero escenario. La ciudad es un personaje flexible en el manejo literario, pero rígido en su inmutable indiferencia a la suerte de sus habitantes: de estas tácticas de escritura surge buena parte de la eficacia del texto. Durrell no nos quiere convencer de la grandeza de Alejandría: la da por supuesta y la expone. El mismo explica: “una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes”.
En el Cuarteto es recurrente la geografía alejandrina: las tormentas de arena al finalizar la primavera, las llanuras aluviales del delta del Nilo, las aguas fangosas del Mareotis, las dunas del desierto circundante, el Mediterráneo. Aparece el área agrícola circundante, una proeza humana de diques y canales entre el desierto y la ciudad, los dos enemigos de la vida rural. Cuando Nessim visita su finca familiar, los relojes se detienen en su homenaje (“para que las horas que dura tu agradable visita no pasen tan rápido”), pero el gesto también expresa la idea de un tiempo rural opuesto al tiempo urbano, cíclico, en verdad no detenido pero si recurrente desde épocas milenarias..
Y también hay un lugar para la historia de Alejandría, con un carácter mítico más que didáctico. Nombrados o no, recorren la novela los recuerdos de Alejandro Magno (fundador de la ciudad que fue su tumba), del Faro, del Museion, de la Biblioteca, de Marco Antonio y Cleopatra, de la filosofía neoplatónica de Plótino, de la matemática de Euclides, de los sabios Ptolomeos.
Quizás la visión general del Cuarteto peca de cierto colonialismo, político y cultural. Muchos de los personajes locales son parte de la oligarquía egipcia, y algunos de los extranjeros son diplomáticos de las potencias imperiales, aunque todos se hagan queribles en la prosa del autor. La servidumbre y la prostitución se naturalizan y tienen un toque de glamour en muchos párrafos, las conjuras políticas parecen juegos de adultos inmaduros. En defensa de Durrell, cabe decir que el cuenta su historia desde su posición personal, que es la de un miembro de la diplomacia británica, una mezcla de bon vivant y aventurero. Pero sin caer en la banalidad de un simple libro de memorias: el Cuarteto es una ficción intencionada y contundente, donde cada situación y cada personaje se nos revela de distintos modos, con virajes y cambios sorprendentes que solo al final adquieren un sentido provisorio. Justine es una narración subjetiva de un romance clandestino; Balthazar, un Comentario que altera los significados de la anterior; Mountolive, la contraposición objetivista (es la única de las novelas donde Darley no es el narrador); Clea, la resolución de los hechos en el tiempo, ya en plena guerra..
Para la misma época en que Durrel escribía su Cuarteto, Kurosawa revolucionaba el lenguaje del cine con Rashomon, una película (que aun hoy es de vanguardia) donde un mismo hecho es narrado desde 4 ópticas distintas. El Cuarteto coincide en esta exploración sobre la relatividad de las verdades humanas, distinta a la relatividad científica, y donde solo el amor nos salva de la angustia y el vacío. Como Durrell mismo dice en el final de Justine, “¿acaso no depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio que nos rodea?”.
“Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡que empobrecida quedaría la imaginación del hombre!”
¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?
No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mi mismo.
(Lawrence Durrell, Balthazar)
MC
Hay varios sitios en la Web donde se habla de la vida y obra de Lawrence Durrell (1912-90), pero quizás lo más interesante es una carta que le envío su amigo Henry Miller en 1937. Para esta nota, hemos utilizado la reedición de El Cuarteto de Alejandría publicada por Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1986.
Datos sobre Alejandría, en la página de la University of South Florida . Una buena descripción de la ciudad, en la nota “Alejandría: entre el recuerdo y el olvido”, de Angel Martínez Bermejo, en El Mundo.
Y por supuesto, la celebre guía “Alexandria: a History and a Guide” de E. M. Forster (1914).
Recientemente Alejandría inauguró la versión moderna de su fabulosa Biblioteca , auspiciada por la Unesco. La obra fue proyectada por los arquitectos C.Dykers, C.Kapeller, K.Thorsen, J.Bjørnsson, R.Greenwood, O.Gustavsen, P. Josefson, E.Molinar, O.Mo, K.Stensrød y K.Tronstad, ganadores del Concurso Internacional de anteproyectos realizado en 1989.
Constantino Kavafis (1863-1933), “el poeta de la ciudad”, fue hijo de una rica familia de comerciantes griegos, caída en la decadencia con la muerte de su padre. Estudió en Londres y Liverpool, vivió en Estambul y en Grecia, y fue funcionario público y viajante de comercio en Alejandría. Cantó a los bares, los burdeles y los amantes de la ciudad, en unos pocos pero ineludibles poemas que recién fueron publicados oficialmente luego de su muerte.
Al finalizar la primera parte del Cuarteto (Justine), Durrell transcribe este hermoso poema de Kavafis sobre La Ciudad:
Te dices: Me marcharé
A otra tierra, a otro mar,
A una ciudad mucho más bella de lo que esta
pudo ser o anhelar…
Esta ciudad donde cada paso aprieta el nudo corredizo,
un corazón en un cuerpo enterrado y polvoriento.
¿Cuánto tiempo tendré que quedarme,
confinado en estos tristes arrabales
del pensamiento más vulgar? Dondequiera que mire
se alzan las negras ruinas de mi vida.
Cuántos años he pasado aquí
derrochando, tirando, sin beneficio alguno…
No hay tierra nueva, amigo, ni mar nuevo,
pues la ciudad te seguirá.
Por las mismas calles andarás interminablemente,
los mismos suburbios mentales van de la juventud a la vejez,
y en la misma casa acabarás lleno de canas…
La ciudad es una jaula.
No hay otro lugar, siempre el mismo
puerto terreno, y no hay barco
que te arranque a ti mismo. ¡Ah! ¿No comprendes
que al arruinar tu vida entera
en este sitio, la has malogrado
en cualquier parte del mundo?
KC