N. de la R.: Esta nota fue publicada originalmente en la revista Esperando a Godot, Nº 16, 2007.
Tomaremos al café desde un espacio particular, desde un punto de vista. Nos lo tomaremos cortado. Sin azúcar y sin leche esta vez, para revolverlo y beberlo a sorbos, entre pedazos de historia, leyendas. Y desde la voz de un pensador al que acá haremos hablar, sobre un tema que estimamos no sospechó tratar.
Rescataremos el café en el lenguaje, armaremos la palabra “café” entre una sopa de letras, letras vivas que lo fueron construyendo, alimentando y prolongando. Y que lo siguen haciendo circular entre la comunidad argentina…tal vez mundial.
Puede que este artículo suene como un giro forzado acerca del sentido del café ¿Tanto hay para decir sobre un café? ¿Por qué teorizar sobre algo tan cotidiano? ¿Por qué no simplemente degustarlo?
Contra esos guiños de reduccionismo, nos preguntamos: ¿Quién dijo que las palabras no se degustan? ¿Quién dijo que el lenguaje no es un cuerpo vivo que late, crece y se transforma en el tiempo?
En lo cotidiano existe una vibración, un mensaje ancestral de un lenguaje compartido. Tomarse un café, sentarse en la mesa de un Café, es casi parte de nuestra habitualidad…no nos sorprende, todos lo sabemos hacer. Trasciende latitudes, capacidades, culturas y jerarquías. Se ha constituido en hábito.
Vamos a rescatar al café en su circulación social y discursiva, vamos a leerlo en el lenguaje de los hombres… y por esto a vivirlo como cosa humana. Porque el café es una bebida con historia, poderosa, mítica y legendaria. Brebaje estimulante, de cocinas, de salones, de rincones, de vidas privadas, de lugares añejos y modernos. El café es cosa pública que se incrusta en el lenguaje de todos los días, en letras de tangos, en las metáforas, en balbuceos de porteños melancólicos, en noches de espera, en los bares de ruta, en estudios interminables, en las frases populares infinitas. Se hizo institución, lugar de paso, de distracción, de refugio, de meditación: “Nos vemos en el Café”, “La vi en el café”, “Nos juntamos en la Cafetería”.
Michel Foucault se pregunta por Las palabras y las cosas, acá nos preguntamos por el café, tomado como esa cosa bien humana, que en un mismo movimiento se encarna en la palabra y la genera.
Desde las categorías de este pensador, parecería que el café guarda una “semejanza” con ese algo que nos comunica universalmente; su ser común con los hombres, se marca e impregna en cada letra y palabra conjugada que lo nombra, lo indica y lo elogia. Tal vez sea una marca más de los enlaces con nuestro lenguaje primigenio, ese que nos hace hablar a todos. A continuación, el café toma la palabra.
Entre las palabras y el café, hay semejanza
“Desde el siglo XIX, el lenguaje no se asemeja de inmediato a las cosas que nombra, no está por ello separado del mundo; continúa siendo, de una u otra forma, el lugar de las revelaciones y sigue siendo parte del espacio en el que la verdad se manifiesta y se enuncia a la vez“
Michel Foucault
(Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo veintiuno editores, Buenos Aires, 2002)
Cuenta la leyenda que, en una época remota, un pastor llamado Kaldi advirtió que, justo después de haber comido las cerezas rojas de un arbusto silvestre, sus cabras comenzaron a comportarse de manera extraña, brincando exultantes y excitadas como si algo las hubiera inflamado. Kaldi lo probó y también se sintió estimulado. Es así como se las llevó a un monasterio cercano, en donde el Abad procedió a cocinar las ramas y los frutos; después de arrojarlas al fuego, empezó a valorar la bebida que emanaba por ser muy aromatizante y tentadora.
Así comenzó a circular el café desde Etiopía, hasta Arabia y hacia el mundo, conformándose en uno de los secretos mejor guardados de las civilizaciones. A través de los mercantes de las Rutas de las Especias, llegó a Europa recién en el siglo XVII, expandiendo sus plantaciones a Latinoamérica para nunca más desterrarse de su tradición.
Mientras el café circulaba y se propagaba por espacios y tiempos, mientras seguía estimulando y energizando almas y cuerpos de culturas diversas; durante las fusiones de lenguas, intercambios y mercadeos de puertos a puertos… algo sucedía con el lenguaje de los hombres, con la concepción del conocimiento, con la escritura y las grafías…con los legados culturales de un lenguaje vivo que hoy nos determina.
Había una pregunta subrepticia que murmuraba esa época: ¿Qué relación existe entre las cosas, entre la naturaleza y los hombres, entre los nombres y las cosas nombradas?
Michel Foucault se dirige a ese período de la historia occidental para analizar “La prosa del mundo”, título que lleva el segundo capitulo de su obra: Las palabras y las cosas. Rescataremos, a nuestros fines, algunas consideraciones.
Foucault advierte que en el siglo XVII la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental: “Fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas”. Es por este motivo que se propone bucear en la riqueza de la “trama de la semejanza” de entonces, palpable en cuatro figuras esenciales: convenientia (“vecindad de los lugares”, junturas y bordes difusos entre las cosas), aemulatio (“libre de la ley del lugar” permite la imitación de las cosas sin encadenamiento ni proximidad, “recorre en silencio los espacios del mundo”), analogía (genera similitudes no visibles y aligeradas, pero puede aparecer en un número infinitos de parentescos) y sympathia (“recorre en un instante los vastos espacios”, atrae unas cosas hacia las otras por un movimiento visible). Estas figuras todavía emulaban una semejanza de las cosas con la naturaleza y el lenguaje de los hombres… tradición que hoy nos sigue marcando.
Las similitudes se señalan en la superficie de las cosas, dice Foucault, y agrega que no hay semejanza sin signatura, sin registro ni desciframiento, porque entiende que “el rostro del mundo está cubierto de blasones, de caracteres, de cifras, de palabras oscuras”.
El esbozo de este marco teórico tiene la intención de nutrir la hipótesis sobre la idea de una cierta semejanza entre palabra y cosa, entre lenguaje de los hombres y experiencia. Tratando de restituir la palabra que nos convoca, “el café”, a esa semejanza que lo hace legible para todos. Procuramos religar este enunciado a sus orígenes de conveniencia, emulación, analogía y simpatía. El café fusiona, comunica, encadena, aproxima, permite esos parentescos entre sus evocaciones, y por supuesto que siempre garantiza esa atracción tan invisible, pero tan efectiva a la vez, de encontrar, saborear, y acompañar. Hay una liga entre cosa y lenguaje que se basa sobre una semejanza ancestral, porque como señala Foucault: “El lenguaje se propone la tarea de restituir un discurso absolutamente primero, pero no se puede enunciarlo sino por aproximación, tratando de decir al respecto cosas semejantes a él y haciendo nacer así al infinito las fidelidades vecinas y similares de la interpretación”.
¡Hay café, caféeeeee!Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de la rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo
Jorge Luís Borges
(“El Golem”, en El otro, el mismo (1964); Obras Completas, t. II, Buenos Aires: Emecé, 1996)
Con tan sólo afilar el oído y agudizar la mirada podemos escuchar el sentido del café, su musicalidad, su semejanza acústica; y podemos ver, en sus diversas versiones, cuántas imágenes , colores y formas aparecen entramadas y dialogando en un lenguaje común . Sus caras son tantas como voces lo pronuncian.
Están quienes lo invocan desde su energía e intensidad: “Fuerte”, “doble”, “cargadito”. Quienes lo nombran desde los sentidos: “suave”, “amargo”, “dulce”, “con edulcorante”. Están aquellos que lo señalan según su medida: “cortado”, “un poquito”… y los que directamente lo miden por su envase: “una taza”, “en jarrito”.
Existen quienes lo valoran como una excusa de distracción: “¿Vamos a tomar un café?” y los que te lo invitan: “¿Tenés un minuto? Te invito un café”. Están quienes van por su billar, y la reunión, y por los sábados con trampas.
Muchas veces se convierte en testigo de infidencias: “¿Nos tomamos un cafecito?, así te cuento” (¡Oh de nosotros! si pudiese declarar). Hay voces que lo nombran junto a su aderezo: “con leche”, “con crema”, “con chocolate”, o aún si fuese “sólo con una gotita de leche por favor”. Algunos lo juzgan por su pureza: “¿es de filtro?”, mientras que otros lo estiman por su tiempo y velocidad: “instantáneo,””express”. En las letras de “Café La humedad“(de “Cacho” Castaña), alguien murmura: “No me pregunten si hace mucho que la espero: un café que ya está frío y hace varios ceniceros”.
Algunos no necesitan más que un café a su lado: “lo quiero solo, solito”, en cambio están quienes viajan por el mundo para conocer su multiculturalismo: “capuccino”, “italiano”, “irlandés”.
Unos cuantos lo eligen como compañero de emociones: “una lágrima”.
Es estimulo, compañero de esperas y sacrificios: “me tomé tres tazas de café…sino me dormía”, “Yo solamente necesito agradecerte la enseñanza de tus noches que me alejan de la muerte” (C. Castaña). Espacio de intelectuales: “Café literario“, y también como punto de espacios virtuales: “Cibercafé“. Hay quienes lo piensan con el estómago: “con una medialuna”, “¿puede ser con un tostado?”, “¿Postre?…no, prefiero un cafecito”.
Aunque sea infante: “cafecito”, o ya un adulto: “Café”… se lo trata con respeto: “un café por favor”.
El primer Café de Buenos Aires se abrió en 1799, en la actual esquina de Presidente Perón y San Martín; se llamó Café de los Catalanes, y de ahí en adelante el Café se transformó en el ágora de la ciudad, y de muchos pueblos del interior del país. Para intelectuales, literatos, artistas, trabajadores, políticos, hombres, mujeres, ricos y pobres, las paredes y mesas de innumerables Cafés de la ciudad, pueden atestiguar el timbre de las voces que siguen repiqueteando.
Foucault dice que en la interpretación hay fidelidades vecinas y similares, y nosotros agregamos que, mientras siga expresándose el hombre, más “parentescos” y enunciados comunes se irán tramando en torno al café. La cadena es infinita, o tan finita como vida tenga el lenguaje.
Esa cadena de sentidos e interpretaciones entreveradas es la marca legible de que el lenguaje está vivo, que siempre circula, y se nutre, entre los que se comunican.
En la noche, una poción oscura prolonga la vigilia para que las palabras puedan continuar con la sintaxis de oraciones lógicas; y por la mañana… anticipa el desayuno de las primeras palabras del día. Y ya en el ocaso de un sol que se pone, Homero Manzi evoca aquellos fantasmas del pasado que vuelven y que insisten cuando en las tardes toma su taza de café (Mi Taza de Café, letra de Homero Manzi).
El café ha tomado la palabra, y las palabras se toman un café.
La autora es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y artista plástica.
Ilustraciones: Pasaje Discepolo (50 x 60 cm.) y Café de París (80 x 70 cm.), acrílicos de Cecilia Novello; las fotos son del Bar Canigó
Sobre el café como metáfora urbana, ver las presentaciones de los números 1 (que hoy es nuestro Acerca de cdlc) y 2.
Sobre los cafés de Buenos Aires en particular, ver también en café de las ciudades:
Número 50 I La mirada del flâneur
Los Cafés de Buenos Aires I Modesta contribución a un manual del usuario. I Marcelo Corti
Número 38 I 3 años de café de las ciudades
Ronda urbana por los cafés de Buenos Aires I Del Británico al Tortoni, lo efímero y lo persistente en la ciudad I Marcelo Corti
Número 37 I Cultura de las ciudades
Energía, Catástrofe, Cybercafé I Algunos indicios de la urbanidad contemporánea. I Marcelo Corti
Número 18 I Cafés de las ciudades (I)
Sálvame, María I Un bar en Belgrano, y excusas para ir I Marcelo Corti