Se ha dicho que el escocés Danny Boyle (autor de la sobrevalorada Trainspotting) apenas pisó la India y que por eso su colega hindú Loveleen Tandan se encargó en la práctica de la dirección de Slumdog Millionaire. Esta es una de entre tantas contradicciones de una película ecléctica (¿muestra la miseria tercermundista o la banaliza; homenajea al cine “Bollywood” de la India o usa sus estereotipos para esconder una esencial ausencia de ideas?).
Con lo liviana y superficial que pueda ser en su esencia, en Slumdog Millionaire aparecen todos los elementos que definen en la actualidad a las megalópolis del mundo subdesarrollado: no solo el slum (la favela, la villa miseria, los ranchitos) sino también la orgía mediática, la intolerancia, la complejidad de las conexiones con la globalización, la economía de la informalidad y el crimen y, muy especialmente, el despliegue de la esperanza como respuesta a la miseria. Veamos en que formas aparece la ciudad en la película ganadora del Oscar:
– Lo dicho al principio: la aglomeración miserable del slum, el barrio de Dharavi en Bombay (“ahora se llama Mumbai”), sus letrinas infectas de alquiler, sus redes de supervivencia y el delito o la prostitución como única salida posible.
– El conflicto político-religioso-étnico en la matanza que deja huérfanos a Jamal y Salim y los reúne con Latika.
– La “inseguridad”, en las mafias criminales pero también en el desquicio y la ineficiencia policial.
– La economía del turismo como generadora de empleos poco calificados, incluyendo ironías sobre el Taj Mahal y las “lavanderías” ribereñas transformadas en espectáculo.
– La burbuja inmobiliaria y el negocio de la construcción en el horroroso kistch de las torres que construye el rufián Javed, precisamente sobre las ruinas del slum.
– Las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y la picaresca de la globalización en la pseudo-Escocia del call-center donde Jamal sirve el té.
– La agenda hegemónica del entertainment, manejada (y manipulada) por los medios masivos.
Por sobre todo, la rapsodia de los sentidos y los mensajes en una sociedad ecléctica y fragmentada.
Saliendo de la sala en cualquier centro multicines de Latinoamérica, vemos anuncios de películas sobre compradoras compulsivas, novias que se pelean por una sala de fiestas, rubios sonrientes con relaciones light, etc. Aceptémoslo: Hollywood no parece tener nada mejor para contar que la sensiblera historia de amor narrada por Slumdog Millionaire mientras nos muestra Mumbai. Hasta se agradece que la botella ofrecida por el rufián Maman a los chicos de la calle tenga la marca Coca Cola tapada, detalle impensable en un cine donde se ha calculado para algunas películas la aparición de una alusión publicitaria cada 30 segundos. Pero no solo el cine de Hollywood queda cuestionado con Slumdog…
Por ejemplo, aunque la Argentina no sea una sociedad de castas, sería difícil imaginarse una película argentina donde un protagonista villero alcance el grado de empatía que genera Jamal con la audiencia. No hablamos de héroes en una película de “denuncia social”, sino de personajes para un cine masivo con el que los espectadores puedan identificarse. Por el momento, no es nada probable que una película con Ricardo Darín y Natalia Oreiro lleve por título “De villero a millonario”… En otro contexto, los brasileños Fernando Meirelles y Katia Lund pudieron lograr una síntesis de denuncia, construcción del héroe cotidiano y masividad en Ciudad de Dios.
Para Mauricio Corbalán, sin embargo, la construcción del crimen urbano organizado en Ciudad de Dios se confronta con la que realiza Gomorra. Trascribo literalmente su opinión:
“Tanto Gomorra como Ciudad de Dios son películas que se refieren a una nueva condición urbana: las formas de la violencia y su administración a través de redes de actividades ilegales. Retoman también la tradición bíblica de la ciudad como fuente de pecado. Y la de la decadencia de la urbanidad del Estado asistencialista (en su version europea o latinoamericana) a través de la vivienda masiva. Pero Gomorra trata de narrar una red de lealtades y traiciones mediante la descripción de “redes” con su burocracia, su manutención precaria de la paz (que cíclicamente se desborda y entra en conflicto) y también las nuevas conexiones “glocales” de estas redes. Los grafos de estas redes conectan actividades muy diferentes, como la alta costura, las drogas o la basura de la ciudad. Ciudad de Dios es la amenaza de que la ciudad sea tomada por su subsuelo de los miserables que se vuelven representantes de la anarquía. El reportaje presuntamente apócrifo del líder del comando vermelho es el guión que construye (o distribuye) el escenario de Río de Janeiro. Dos futuros sombríos de la ciudad, con sus versiones burocratista o anárquica de administrar la violencia urbana. Un nuevo actor de la urbanidad”.
La película de Matteo Garrone ensaya con éxito un hiper-neorrealismo heredero de aquel cine italiano de los ’50, pero sobre todo una contraposición a la operación mitológica que sustenta el cine sobre mafias desde la saga de El Padrino en adelante. Los camorristas de Scampia que muestra Gomorra no son heroicos, no tienen diálogos ingeniosos, son desagradables y toscos, con excepción del atildado empresario que entierra residuos tóxicos en zonas agrícolas (“este país está en Europa por gente como yo”, sostiene). Tutto clean, le exige un industrial; tutto a posto, es la muletilla favorita de unos gangsters ignorantes, de limitado lenguaje, traicioneros hasta de los “códigos” que en otros tiempos impedían matar adolescentes y mujeres.
La megaestructura barrial de Le Vele (“las velas”) donde Totò, María y Don Ciro atraviesan las internas de la Camorra es el ghetto planificado y derruido; en Gran Torino (Clint Eastwood), en cambio, es el barrio suburbano del “vuelo blanco” el que ha devenido ghetto luego de un nuevo vuelo (esta vez, para escapar del barrio y no del centro). En este barrio poblado de chinos, latinos y negros ha quedado encerrado Walt Kowalsky. Viudo, retirado y perseguido por sus recuerdos de la guerra de Corea, Kowalski redime su vida recomponiendo en un muchacho chino la relación de referente paterno que no pudo manejar con sus propios hijos.
Thao puede escapar a su destino de pandillero a partir de su ingreso a la disciplina del trabajo (buena respuesta, aun sin proponérselo, al actual discurso fusilador y clasista de los medios argentinos). Una banal evasión de impuestos es uno de los tres pecados que Kowalsky le confiesa al joven sacerdote católico; el empleo seguro y la solidaridad comunitaria entre gentes diversas, en cambio, es la clave de la redención del viejo jubilado de la Ford. La operación es la inversa a la realizada hace unos años por Denys Arcand en Las invasiones bárbaras: la parábola que arma Eastwood reivindica el Welfare State (demonizado en la reaccionaria película de Arcand con la introducción de sindicalistas corruptos, hospitales ineficientes y progres culposos) como alternativa a la crisis social, económica y cultural.
MC
Sobre la India, ver también la nota de Laura Wainer en este número de café de las ciudades.
Sobre la eterna y siempre renovada relación entre cine y ciudad, ver también en café de las ciudades:
Número 69 I Cultura de las ciudades
Happy together I Cine y ciudad en cinco episodios (y la reconstrucción de Metrópolis en Buenos Aires) I Marcelo Corti
Ver en La Repubblica la nota de Pasquale Belfiore sobre Le Vele de Scampia.