
Más que un indicador de calidad cinematográfica, los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood son una radiografía del inconsciente colectivo norteamericano. Años atrás, la Palma de Oro de Cannes era su contrapartida cultural: Taxi Driver la obtuvo, por ejemplo, el mismo año en que el Oscar iba para Rocky (¡¿…?!), en la primera de las postergaciones sufridas por Martin Scorsese.
Personalmente, dejaron de interesarme ambos premios cuando hace unos años los obtuvo esa mediocre y reaccionaria película que fue Las Invasiones Bárbaras; sin demasiada pasión, volví a mirar la ceremonia de los Oscar el pasado domingo porque se “olía” el triunfo de Scorsese y, en especial, porque era evidente que al ilustre nativo de Little Italy le interesaba saldar esa deuda. Como todos, tuve la certeza de su triunfo cuando Coppola, Lucas y Spielberg, sus amigos de los `70, subieron al escenario para anunciar el premio al mejor director. Ya estamos grandes para festejar historias de Hollywood, pero en este caso la vigilia televisiva tenía un dejo de acompañar a un amigo, ese amigo que nos cuenta las mejores historias y nunca nos falló. Un amigo, además, a punto de superar una exclusión injusta (como la de Borges en el Nobel o San Lorenzo en la Copa Libertadores). Al punto que, cuando el excitado ganador pide que “revisen el sobre” que anuncia el premio, uno siente el temor de que le hayan tendido a Scorsese una trampa como la que sufrió el personaje de Joe Pesci en su supuesto bautismo mafioso en Good Fellas…

Hasta la “vuelta de tuerca” que le dieron al tema Tarantino y los nuevos realizadores asiáticos, el cine de Scorsese fue claramente el más refinado e innovador en el tratamiento de la violencia urbana (paradoja: la película que le da el tardío aval de la Academia es la remake de Infernal Affaires, una película realizada en Hong Kong). Se ha dicho al respecto que un balazo en una escena de Scorsese tiene la contundencia intelectual de un epigrama. Es cierto, pero el encasillamiento temático y, también, el audaz tratamiento de la imagen y el habitual despliegue de proezas técnicas pueden enmascarar una potencia aun más fuerte de este cine: la de proponer el tratamiento más claro de la incertidumbre urbana en la cultura contemporánea.
Una incertidumbre, un malestar que acompaña el raid de Ray Liotta en Good Fellas, alternando la búsqueda de su hermano discapacitado y la compra de salsa para las pastas con la paranoia por el helicóptero policial que lo persigue; que asoma en la huida de Ellen Burstyn de su insatisfacción suburbana (Alicia ya no vive más aquí); que se entrevé en disparatadas epopeyas como la aventura nocturna de Griffin Dunne en el Soho (After Hours, una perfecta pesadilla kafkiana, aunque el propio Scorsese lo niegue) y el secuestro de un melancólico Jerry Lewis (El Rey de la Comedia) por una fan obsesiva y un showman aficionado.
La violencia es uno de los modos en que los desubicados personajes de Scorsese canalizan su inadaptación, pero no es el único. En todo caso, y aun en las películas donde la pertenencia a una mafia estructura el tema (Mean Streets, Good Fellas, Casino), nunca se llega a conformar un orden a la manera de la Familia Corleone, impedido por el efecto centrífugo de un “satélite loco” que vaga entre la lealtad al colectivo y su propia necesidad de indeterminación. El mecanismo se exaspera en Los Infiltrados, la película por que finalmente Scorsese obtiene su premio, donde la trama gira sobre dos sujetos que traicionan hasta la médula la institucionalidad de sus grupos de pertenencia, la Policía de Boston y la Mafia Irlandesa. El tema de la traición ya está presente en el adulterio de Sharon Stone en Casino y en el regreso del joven Amsterdam a los Five Points para vengar a su padre, acuchillado por El Carnicero (Pandillas de Nueva York). Estas victimas – victimarios extreman una ética salvajemente individual, que en algunos casos se articula con una dolorosa reconstitución familiar (Cape Fear, Alicia…). Los héroes individuales de Scorsese procuran desesperadamente su redención, que sólo obtienen como producto de su perseverancia y fatalismo o, en ocasiones, a través de su propio fracaso, como en la austera decadencia final de Jake La Motta en El Toro Salvaje. Mezcla de Extranjeros existencialistas y petimetres metropolitanos, los personajes de Scorsese hacen de la incertidumbre del habitante urbano su paradójica fortaleza.

El premio finalmente concedido a Scorsese acrecienta más el prestigio de la Academia de Hollywood que el del director neoyorquino. Es el Oscar el que se valida, como se hubiera legitimado el Nobel de Literatura de haberlo ganado Borges (y como lo hará la Copa Libertadores de América, no tengan dudas, cuando finalmente la obtenga San Lorenzo).
Sobre Martin Scorsese, ver también en café de las ciudades la presentación del número 4-5 y:
Número 22 I Nuestros antepasados (IV)
Taxi Driver I ¿Me estás hablando a mí? I Marcelo Corti