Ya ni recuerdo su nombre, pero aquella madrugada en el Baro Bar la pelirroja era en los hechos el amor (no correspondido) de mi vida. Lo cierto es que para terminar la discusión sacó de su cartera un recorte de la vieja revista Crisis y me mostró la foto. Se veía en ella un tipo delgado, de anteojos y bigote corto cruzando el adoquinado de alguna calle en (como supe años después) la Baixa Pombalina de Lisboa.
La tesis pelirroja era consistente: – Yo no digo que escriba mal; al contrario, es un poeta del carajo, dijo con la pretensión entonces muy extendida de transformar la grosería en elogio, pero si mirás esta foto con algún rigor, un tipo inteligente como vos (no me gustó que lo dijera: no me interesaba mi presunta inteligencia si no iba a servir, como pretendía, para despertarme horas más tarde abrazado a la pelirroja), un tipo inteligente como vos llega necesariamente a dos conclusiones posibles:
– Un mequetrefe con un abrigo ridículo con el que intenta hacerse más gordo y más visible, caminando con torpeza (mirá el desvío antinatural de su pie izquierdo, si considerás el sentido de sus pasos y la posición de la pierna de apoyo), desviando también su mirada a la cámara que no se anima a enfrentar, sosteniendo un sobre con su mano izquierda pero compensando ese único gesto de decisión con un ridículo gesto amanerado de su mano derecha; o sino…
– Un petimetre intentando componer la figura del poeta genial pero extraño a su contexto, cuidadosamente disfrazado de tipejo insignificante, presuntamente ajeno a la imagen que la foto dejará inmortalizada de su aspecto pero secretamente obsesionado por que cada detalle, desde el moño hasta los dedos nerviosos, hablen de su genialidad anacrónica.
– Sí, le respondí mientras descascaraba el centésimo maní sobre el piso de madera y encargaba la cuenta, pero cualquiera de tus Pessoas, cualquiera de las personas que describis, se corresponde con la carga de un tipo vacío, inseguro de su talento y propenso a la melancolía, para colmo en un contexto melancólico y decadente de por sí, y para colmo de colmos con un apellido que, precisamente, significa persona en su lengua natal… El tipo trasciende su inseguridad y al final de su vida ha integrado no a uno, sino a cuatro o cinco de los mejores poetas de su tiempo y de la historia.
Me dijo que estaba aburrida de la discusión, que yo no la escuchaba y que ya había ella dejado muy clara su admiración por el poeta, que ahora hablaba de la Persona Pessoa; pagué y salimos rumbo a la esquina de Harrod´s.
Algunos días después le llevé una carta de amor como último intento de seducción y reconquista. – Todas las cartas de amor son ridículas, me dijo a su vez en su último intento de interesarse por mi Persona, pero más ridículo es no haber escrito una carta de amor.
Ambos sonreímos, pero yo sufría.
– No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo; le dije y solo ella sonrió.
CR
La diligencia ha pasado por el camino…
(Ricardo Reis)
La diligencia ha pasado por el camino y se ha ido;
y el camino no se volvió más bello, ni siquiera más feo.
Así es la acción humana en el mundo.
Nada quitamos ni ponemos; pasamos y olvidamos;
y el sol siempre es puntual, todos los días.
Pues queréis que tenga…
(Ricardo Reis)
Pues queréis que tenga un misticismo, bien: lo tengo.
Soy místico, más sólo con el cuerpo.
Mi alma es pura y no piensa.
Mi misticismo es no querer saber.
Es vivir y no pensar que vivo.
No sé lo que es la naturaleza: la canto.
Vivo en lo alto de un otero,
en una casa encalada y solitaria,
y esto me define.
El Tajo
Poema para niños (Alberto Caeiro)
El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
Porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
El Tajo tiene grandes navíos
y por él navega todavía,
para quienes en todo ven lo que no está,
la memoria de los barcos.
El Tajo baja de España
y el Tajo entra en el mar por Portugal.
Todo el mundo lo sabe.
Pero pocos saben cual es el río de mi aldea
y a dónde va
y de dónde viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y más grande el río de mi aldea.
Por el Tajo se va al mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nadie ha pensado nunca en lo que hay más allá
del río de mi aldea.
El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien se encuentra a su lado, solo a su lado está.
Pierrot borracho
En las calles de la feria
de la feria desierta
sólo la luna llena
blanquea y clarea
las noches de la feria
en la noche entreabierta.
Sólo la luna alba
blanquea y clarea
la tierra calva
de abandono y alba
alegría ajena.
Ebria blanquea
como por la arena
en las calles de feria,
de la feria desierta
en la noche ya llena
de sombra entreabierta.
La luna boquea
en las calles de feria
desierta e incierta.
Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra
(Alvaro de Camps)
Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
a la luz de la luna y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más habrá en ir sino no pararse, pero ir?
Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa,
mas cuando llegue a Sintra me apenará no haberme quedado en Lisboa.
Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
siempre, siempre, siempre
esta desmedida angustia del espíritu por nada
en la carretera de Sintra o en la carretera del sueño o en la carretera de la vida…
Maleable a mis movimientos subconscientes del volante
galopa por debajo de mí conmigo el automóvil prestado.
Sonrío del símbolo al pensarlo, y al virar a la derecha.
¡Con cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo!
¡Cuántas cosas que me prestaron conduzco como mías!
¡Cuánto me han prestado, ay de mi, soy yo mismo!
A la izquierda la casucha -sí, casucha- al borde del camino.
A la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad,
es ahora algo en donde estoy encerrado,
que sólo puedo conducir si en él estoy encerrado,
que sólo domino si me incluyo en él y él me incluye a mí.
A la izquierda, ya atrás, la casucha modesta, menos que modesta.
Allí la vida debe ser feliz, sólo porque no es mía.
Si alguien me vio por la ventana soñará: ese sí que es feliz.
Para el niño que atisbaba detrás de los cristales de la ventana de arriba
tal vez yo haya quedado (con el automóvil prestado) como un sueño, como un hada real.
Para la muchacha que al oír el motor miró por la ventana de la cocina,
desde el piso de abajo,
tal vez yo fuese algo así como el príncipe que hay en todo corazón de muchacha,
y de reojo pegada al cristal me siguiese hasta la curva en que me perdí.
¿Dejo los sueños a mi espalda, o será el automóvil el que los deja?
¿Yo, conductor del automóvil prestado, o el automóvil prestado que conduzco?
En la carretera de Sintra a la luz de la luna, en la tristeza ante los campos y la noche,
guiando desconsoladamente el Chevrolet prestado
me pierdo en la carretera futura, me sumo en la distancia que alcanzo,
y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,
acelero…
Pero mi corazón quedó en el montón de piedras del que me desvié al verlo sin verlo,
junto a la puerta de la casucha,
mi corazón vacío,
mi corazón insatisfecho,
mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.
En la carretera de Sintra al filo de la medianoche, a la luz de la luna, al volante,
en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí…
Libro del Desasosiego
(Bernardo Soares)
…(46)
Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.
Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.
Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.
La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.
Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él,que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente. Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación, una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil, por toda vida social durmiente, por todos, por todo.
Es un humanitarismo directo, sin conclusiones ni propósitos, el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Todos lo movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y el trazado de fronteras de los imperios, los considero una somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal, me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco con una largueza de cosa infinita.
Desvío los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes: todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada, porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes, otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos, otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe.
(47)
Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.
Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel…
Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.
…(51)
Desde que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los colores.
También me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata los plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.
Llegará el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y que los periódicos tendrán, para quien se incline a verlos, una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea el mismo.
Este momento podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta.
Más tarde, quizás… Sí, más tarde… Otro, quizás… No sé…
(52)
Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.
Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.
Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante en una marcha casi imposible.
Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.
…(60)
Entré en la barbería de la manera acostumbrada, con el placer de serme fácil entrar sin embarazo en las casas conocidas. Mi sensibilidad de lo nuevo es angustiosa: tengo calma sólo donde ya he estado.
Cuando me senté en la butaca, pregunté, por un acaso que recuerda, al muchacho barbero que me estaba poniendo al cuello un paño frío y limpio, qué tal le iba al compañero de la butaca de la derecha, más viejo y con ingenio, que estaba enfermo. Le pregunté sin que me apremiase la necesidad de preguntar: se me ocurrió la oportunidad por el local y el recuerdo. «Se murió ayer», respondió sin entonación la voz que estaba detrás del paño y de mí, y cuyos dedos se levantaban de la última inserción en la nuca, entre mí y el cuello de la camisa. Toda mi buena disposición irracional se murió de repente, como el barbero eternamente ausente de la butaca de al lado. Hizo frío en todo cuanto pienso. No dije nada.
¡Añoranzas! Las tengo hasta de lo que no ha sido nunca mío, debido a una angustia de fuga del tiempo y una enfermedad del misterio de la vida. Caras que veía habitualmente en mis calles habituales, si dejo de verlas, me entristezco; y no han sido nada mío, a no ser el símbolo de toda la vida.
¿El viejo sin interés de las polainas sucias, que se cruzaba frecuentemente conmigo a las nueve y media de la mañana? ¿El vendedor de lotería cojo que me molestaba inútilmente? ¿El vejete redondo y colorado del puro a la puerta de la tabaquería? ¿El dueño pálido de la tabaquería? ¿Qué se ha hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también desapareceré yo de la Calle de la Plata, de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo —el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí— sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un «¿qué será de él?» Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad de las calles de una ciudad cualquiera.
…(62)
Amo, en las tardes demoradas del verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo ese sosiego que el contraste acentúa allí donde el día se sumerge en un bullicio mayor. La Calle del Arsenal, la Calle de la Aduana, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este a partir de donde termina la Aduana, toda la línea apartada de los muelles tranquilos —todo esto me consuela tristemente, si me introduzco, esas tardes, en la soledad de su conjunto. Vivo una época anterior a aquella en que vivo; disfruto de sentirme coetáneo de Cesário Verde y tengo en mí, no otros versos como los suyos, sino la sustancia igual a la de los versos que fueron suyos.
Arrastro por allí, hasta que llega la noche, una sensación de vida parecida a la de esas calles. De día, están llenas del bullicio que no quiere decir nada; de noche, están llenas de una falta de bullicio que no quiere decir nada. Yo, de día soy nulo, y de noche soy yo. No existe diferencia entre mí y las calles del lado de la Aduana, salvo que ellas son calles y yo soy alma, lo que puede ser que no valga nada ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual porque es abstracto, para los hombres y para las cosas —una designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.
Pero hay algo más… En estas horas lentas y vacías, me sube del alma a la mente una tristeza de todo el ser, la amargura de ser al mismo tiempo una sensación mía y una cosa exterior, que no está en mi poder alterar. ¡Ah, cuántas veces mis propios sueños se me imponen como cosas, no para substituirme a la realidad, sino para confesárseme sus pares en no quererlos yo, en surgirme por fuera como el tranvía que da la vuelta en la curva del extremo de la calle, o la voz del pregonero nocturno, de no sé qué cosa, que se destaca, tonada árabe, como un borbotón súbito, de la monotonía del atardecer.
Pasan matrimonios futuros, pasan las parejas de modistillas, pasan jóvenes con urgencia de placer, fuman en el paseo de siempre los jubilados de todo, en una u otra puerta se resguardan los vagos parados que son dueños de las tiendas. Lentos, fuertes y débiles los reclutas sonambulizan en grupos ora muy ruidosos, ora más que ruidosos. Gente normal surge de vez en cuando. Allí los automóviles no son muy frecuentes a estas horas […] En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación.
Pasa todo esto y nada de todo esto me dice nada, todo es ajeno a mi sentir, […] cuando el acaso tira piedras, ecos de voces desconocidas —ensalada colectiva de la vida.
El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin.
La conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes brillos del espíritu, cadenas del entendimiento, voces […] y filosofías que tienen el mismo entendimiento que los reflejos corporales, que la administración que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones.
Si a tu puerta llamase alguien un día
Si a tu puerta llamase alguien un día
Diciendo que es un mensajero mío
Ni aun siendo yo te creas que lo envío;
Que a la puerta llamar no sufriría
Mas si, naturalmente, y sin oír
llamar a nadie, vas la puerta a abrir
Y ves a alguien, dirías que a la espera
De osar llamar, medita un poco. Ese era
Mi emisario y yo mismo y lo que acierta
Mi orgullo a soportar, que desespera.
¡Abre, pues, a quién no llama a tu puerta!
FP
Fernando Pessoa (1888-1935) nació en Lisboa en 1888, pasó parte de su infancia y adolescencia en Sudáfrica, donde su padre era cónsul y donde adquirió un gran dominio del inglés que luego aplicó en su trabajo de traductor (trabajó también como asesor contable). Aunque empieza a escribir poesía en 1914 y dirige o colabora en diversas revistas culturales, recién en 1934 se publica un libro de su autoría, Mensagem. Un año más tarde muere en Lisboa. Con el mueren también sus “heterónimos”, autores de los cuales Pessoa se define como médium: el oficinista Bernardo Soares, el estoico Ricardo Reis, el naturalista Alberto Caeiro, el modernista Alvaro de Camps…
Sobre Lisboa, la ciudad que inventó a Pessoa y por el fue reinventada, ver también en café de las ciudades:
Número 2 I Lugares
Sabanas y ropas íntimas al viento (una forma de lo público) I Mariona Tomàs y Josep Alías “ven pasar navíos” en Lisboa, y disfrutan la dulce melancolía de la ciudad. I Mariona Tomàs y Josep Alías
Número 6 I Flanneur
Lisboa: los afectos esenciales I Una ciudad y una receta, por Rolo Chiodini I Rolo Chiodini
Otros poetas:
Número 37 I La mirada del flâneur
El spleen de París I Esa santa prostitución del alma. I Charles Baudelaire
Número 22 I La mirada del flanneur
La ciudad de la poesía maldita I Imágenes para Rimbaud. I Marcelo Corti I Ver PDFI
Número 21 I La mirada del flanneur
“Esa región de donde proceden mis sueños” I Barbarie y belleza de la ciudad moderna, en cinco poemas de las “Iluminaciones”. I Arthur Rimbaud
Número 16 I Cultura Nuestros antepasados (II)
El cuarteto de Alejandría I La ciudad, y su Poeta. I Marcelo Corti