Riña en el Mesón del Gallo, 1777, Francisco de Goya y Lucientes
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos”.
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos: entre el “crosta” de botines destartalados, pelambre mugrienta y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡que se le va a hacer! Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuantos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escrito en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto… el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabunda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquel que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o en Calcuta…
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce, y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes que la gente se de cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Si, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.
RA
De Aguafuertes Porteñas, recopilación de los artículos publicados por Roberto Arlt en el diario El Mundo, de Buenos Aires, en las décadas de 1920 y 1930. Hay una edición económica de Editorial Losada, cuya última tirada apareció en agosto de 2001. Se recomienda su lectura completa, pero en especial, por su relación con los temas que recorren café de las ciudades, los aguafuertes Filosofía del hombre que necesita ladrillos (página 30), Grúas abandonadas en la Isla Maciel (p. 33), Los tomadores de sol en el Botánico (p. 57), Casas sin terminar (p. 62), Sillas en la vereda (p. 65), El próximo adoquinado (p. 80) y Persianas metálicas y chapas de doctor (p. 113). Imperdible: el “secreto de la felicidad” en el aguafuerte La terrible sinceridad (p. 138). El aguafuerte reproducido aquí está en la página 92.
Sobre Arlt (1900 – 1942), ver el sitio dedicado a la literatura argentina contemporánea.
Sobre el vagabundeo urbano, ver la nota sobre situacionismo en el número 7 de café de las ciudades.