Carmelo Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política.
1. Hastiado, buscó un motivo banal para reñir con la muchacha tatuada, lasciva y orgullosa en la habitación romana. Entre insultos aprendidos en la cena de la noche anterior (el buen vino toscano había ablandado la fingida severidad de los negociadores de ambas partes) pagó lo recomendado por Gian Luca y la echó rápidamente. Salió al balcón y trató de distraerse en la contemplación, a lo lejos, de San Pedro, pero el tráfico y el bullicio de la calle fueron más fuertes que la promesa de armonía de la cúpulaque además quedaba semitapada por algunos edificios al otro lado de la calle. Siguió la silueta de los techos y adivinó, en cortes y claroscuros, la lenta deriva del Tíber, y siguió en su mente el recorrido de las aguas, e imaginó el nacimiento en la campiña indiferente y la llegada modesta al mar, la misma llegada de cualquier río aunque este pasará por entre los monumentos de 2000 años y hubiera recibido los lamentos de Virgilio y las miradas pérdidas del Cesar, y aunque sangre de mártires lo hubiera servido.
De Heráclito (cuyas terribles palabras lo llenaban de melancolía en cualquier río), sus pensamientos pasaron a la tibia suavidad de la amada, lejana en la distancia y el recuerdo, esperanza entre las mezquindades de la diplomacia europea que ahora lo tenía en Italia mintiendo y dejándose mentir por lacayos siniestros y poderosos de modales suaves. De vez en cuando, el cansancio del pecado y de la política lo llevaba a esas depresiones sin explicación, una sensación de vacío y desasosiego de la que salía al rato diciéndose “no es nada”.
Pero esa nada era justamente lo que lo abrumaba.
Y la angustia hoy no lo dejaba, porque veía apagarse la estrella de su protector político (y con él la de su prestigio y su acceso inmediato al poder en Madrid), y lo que le esperaba si esto era cierto no era otra cosa que el llano, el olvido y hasta la cárcel, porque es fácil acusar a quien ha caído en desgracia. La reunión de mañana sería fundamental, si tenía éxito en convencer a los italianos de la conveniencia de trato recomendado por Madrid, podría al menos desarmar la conjura que sus pocos amigos leales ya le habían insinuado.
Una reunión clave, pensó, y la tristeza lo ganó nuevamente, pensando en cuantas reuniones claves había tenido en los últimos años, y que meses después nadie recordaba ni resultado concreto tenían, y pensó en los bárbaros derrumbando monumentos, y en las ruinas saqueadas para construir palacios, y en la voluptuosidad pagana que aun invadía malamente las naves de las iglesias. La llamaría nausea, si pudiera pensar sobre sí sin los lastres de su educación, sin la soberbia de su desdén aristocrático.
Francisco Quevedo toma los papeles sobre el mueble de la habitación y repasa los versos que enviará a su amada en el mensaje, y los corrige y se pierde en el recuerdo del cuerpo lejano, y balbucea:
Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma, a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de si propio el Aventino
yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Solo el Tíber quedó, cuya corriente
si ciudad la regó, ya, sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

2. Hastiado, buscó un motivo banal para reñir con la hermosa muchacha inmigrante en la habitación romana. Entre insultos aprendidos en la cena de la noche anterior (el buen vino toscano había ablandado la fingida severidad de los intelectuales y burócratas de la Academia) pagó lo recomendado por Gian Luca y la echó rápidamente. Salió al balcón y trató de distraerse en la contemplación, a lo lejos, de San Pedro, pero el tráfico y el bullicio de la calle fueron más fuertes que la promesa de armonía de la cúpula, que además quedaba semitapada por algunos edificios al otro lado de la calle. Siguió la silueta de los techos y adivinó, en cortes y claroscuros, la lenta deriva del Tíber, y recordó el soneto de Quevedo, aquel que habla de la permanencia de lo fugitivo y la ruina de lo permanente.
Un vértigo de siglos unió la poesía heraclitana del maestro con el proyecto analizado el día anterior en el seminario, el inconcebible fluir de franjas y layers, ajeno a toda idea de perspectiva y de monumento. Recuerda el diálogo de la tarde en la cafetería, con otros asistentes que escapaban como él a la insoportable pedantería de las ponencias insustanciales, y en especial recuerda las palabras del simpático romano:
“Resulta entonces que falta uno de los postulados de la cultura occidental, la concepción del objeto estético estructurado como momento de oposición (monumento perenne, diría Horacio) respecto a la provisoriedad del devenir. Eso lo comprende, por cierto, Zaha Hadid en el concurso para el nuevo Museo de Arte Contemporáneo en Roma. El edificio que propone no tiene ya perspectivas, solo está hecho de flujos. Esto quiere decir que no puede ser más contemplado desde uno o más puntos de vista privilegiados, sino que debe ser usado”.
“No más, entonces, materia de percepción a través del sentido único de la vista (que tiende a congelar la complejidad de lo real en imágenes abstractas y sin vida) sino un organismo fundado sobre el coenvolvimiento de todos los sentidos que trabajan juntos, y que a su vez, determinan al interior de la obra transformaciones y aperturas de nuevos significados. En este modo el espectador deviene parte integrante del proceso artístico y el arte pierde su status “huraño” para interrelacionarse con la existencia de quien lo disfruta.
Forzada a confrontarse con el mundo de los eventos, a la arquitectura no le queda más que volver a comprometerse con la vida, que del devenir es la manifestación más verdadera y más alta, con buena paz de muchos críticos que viven con terror la ligereza, la mutabilidad, la volatibilidad”.
Gian Luca había protestado, más por divertirse en la discusión que por disentir con su interlocutor, y la ronda de opiniones terminó resultando lo más provechoso del simposio, al menos desde el punto de vista intelectual. En la reunión de hoy, con los funcionarios de la Comunidad Europea, posiblemente acordaría su incorporación al programa de Monumentos Europeos, punto fundamental de su ascenso profesional en la complicada jerarquía de las redes internacionales.
Con melancolía, pensó que en pocas semanas nadie recordaría el Seminario, y que los jugosos sueldos de la cooperación europea le permitirían destinar las horas libres de su ridículo trabajo a vagar por entre iglesias barrocas y bares equívocos, y quizás ahorrar para construir su casita sobre el río, el proyecto que justificaba su blandura moral y sus hastíos curriculares, su melancolía del devenir, porque (al fin recordó los versos finales) todo pasa, huye lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura.
CR
El soneto de Quevedo “A Roma, sepultada en sus ruinas” está en su Parnaso (lleva el número 6-b), y es recogido en casi todas las antologías. De Quevedo, todo es recomendable: por citar algo en particular, el cáustico humor de su “Vida del Buscón llamado Don Pablillos”, las ironías contra su ilustre rival Góngora, y sus sonetos picarescos. En “Otras Inquisiciones”, Jorge Luis Borges analiza magistralmente su genio literario (no está en la red, que sepamos, así que a leerlo en el papel: ¡no todo es digital en esta vida!).
El proyecto de Zaha Hadid para el Museo de Arte Contemporáneo de Roma es uno de los grandes proyectos de la administración del alcalde romano Walter Ventroni. Junto con otros proyectos, de Renzo Piano, Massimiliano Fuksas, etc., aparecen continuamente en la excelente página italiana Arch´it.