Vez pasada aproveché un receso de la Convención Europea de Gestión del Hábitat (tenida en esta oportunidad en Villaviciosa de Odón) para visitar algunos de los monumentos españoles que más admiro, desde el conocimiento que de ellos me dieron los libros de arquitectura de la biblioteca comunal de Lugano y la Enciclopedia Larrouse que mis padres compraron para mi ilustración cuando promediaba mi paso por la escuela elemental. La Mezquita de Córdoba, por ejemplo, con la feroz irrupción de la catedral cristiana en el cuerpo de la infinita fábrica del Al Andalus; la Giralda de Sevilla, su Catedral y su Alcazar, y “las niñas de mis ojos”, el Generalife y la Alhambra. Así que busqué las ofertas de una de esas empresas de vuelos baratos que hay ahora y tomé el avión hacia Granada.
El viaje fue maravilloso y la fruición de los monumentos una delicia para los sentidos, al igual que el paseo por los barrios históricos. Pero no escribo estas líneas para transmitir mi experiencia estética, sino para comentar un contratiempo que me sucedió, y algunas otras cosas que desde mi doble visión exo-europea (la de mi origen suizo-ticinés, la de mi prolongada residencia latinoamericana), estarían señalando ciertas “zonas erróneas” de la Europa Comunitaria. Hablé del avión, por ejemplo, y no puedo dejar de decirlo: en los aeropuertos europeos se instaló el fascismo (o una variante de fascismo aeroportuario, para decirlo de una manera).
Ya es de por sí humillante eso de andar sacándose el cinto, los zapatos, separar el ordenador portátil (en caso de llevarlo) del resto de las pertenencias, abrir las piernas y alzar las manos cuando el Guardia de turno considera que uno debe someterse a una revisación complementaria de su contenido férreo, y el resto de las operaciones implícitas en el control de armas. Pero si además uno ha olvidado, como en mi caso, un aerosol en su equipaje de mano, debe someterse a la impertinencia del Controlador o Controladora de turno, que no conformes con secuestrar el peligroso spray (a propósito: ¿donde van a parar las pertenencias quitadas al público en los aeropuertos? ¿Quien los usufructúa, cómo se disponen? Para no hablar de las monedas que desaparecen de las bandejitas que, en ese caso sí que amablemente, nos ofrecen los Custodios para evitar el sonido de la fatídica chicharra –hablo con conocimiento de causa, en el aeropuerto de Barcelona le robaron así 17 euros a un amigo que viajaba conmigo, y lo amenazaron con meterlo preso si hacía escándalo…), no conformes con liberarnos de nuestras pertenencias, decía, se atreven a sermonearnos en público, a recomendarnos con actitud de maestra ciruela la lectura de los instructivos, y a agregar un tono despectivo y racista cuando, como en mi caso, el Infractor lleva en su cuerpo o en su pasaporte las señales de la Extranjería.
Hablando de pasaportes y de estupidez burocrática securitista: en Italia, para hacer uso de un locutorio público, el Gobierno obliga a entregar un documento, que queda registrado en vaya a saber que Base de Datos antiterrorista… La medida (que dicho sea de paso, tomó un Gobierno de “sinistra” como el que cayó hace pocos días; ¡¿qué nos espera con los que van a venir?!) es intrusiva, pero también es idiota, y prejuiciosa. ¿Quien puede creer que un atentado terrorista se planeé desde un locutorio? ¿Quien puede suponer que, en todo caso, el inmigrante de tez aceitunada que va a recibir sus instrucciones en un locutorio de Milán, carece de un documento válido para evadir el Control? Hay, me apresuro a decirlo, formas de eludir estos requisitos, aunque me reservo de publicarlas para no alertar al fascismo locutorio.
Se que estas cosas suenan a rencor pequeño-burgués por haber perdido un aerosol de Noxema en un aeropuerto, o por demorar unas horas en acceder a una navegación por mis cuentas. Se que mucho peor le fue, por ejemplo, al pobre brasileño que asesinó la policía inglesa en el metro londinense por ser moreno. O a la chilena que deportaron en Girona porque eligió un avión más barato para ir a visitar a su familia a Perpignan. Pero no hay que pensar que el fascismo del siglo XXI vendrá con los mismos ropajes con que llegó su abuelo en 1922. Es la reiteración en dosis homeopáticas de pequeñas humillaciones, de mínimos abusos, de imperceptibles libertades que se pierden en la vida cotidiana lo que prepara el camino a un monstruo que luego lamentaremos cuando ya esté instalado (recomiendo la relectura de El Rinoceronte de Ionesco, para repasar una buena metáfora de estos “irresistibles ascensos”). Pero en fin, pasemos a mi contratiempo granadino, que era lo que iba a comentar antes de estas digresiones (quizás exageradas).
La cosa es así: la visita a la Alhambra tiene dos turnos: uno que va de 10 a 14 horas, otro de 14 a 18. Si, como en mi caso, llega uno a las 12-menos-cuarto, se encuentra con un complicado sistema de turnos, por los cuales se lo obliga a visitar una parte del sitio en un horario determinado, o se le aclara que su entrada no incluye alguna visita. O peor, se le informa mal, como hicieron conmigo cuando pregunté si la obligación de entrar a los Palacios Nazaríes entre las 12 y las 12:30 era la única restricción que tenía mi billete, y me dijeron que sí, que me apresurara a llegar a los nazaríes, pero que luego podría visitar la totalidad del conjunto.
El caso es que luego de una rápida corrida a los nazaríes, de la cola correspondiente y del respetable tiempo dedicado a su visita, salí con un estado de ánimo poco proclive a los apuros y a nuevas corridas…. hasta que escuché que un empleado le recomendaba a alguien cercano que se apresurara a visitar el Generalife. Intuyendo una posible hecatombe de mi visita, corrí también para volver a hacer otra cola y llegar a los “jardines del arquitecto”, más allá del disparate que implicaba el recorrido teniendo mucho más cerca el Palacio de Carlos V y las Alcazabas. Pude entrar, por suerte, y dediqué otro respetable tiempo a la admiración de los jardines.
El hecho es que una vez dejado el Generalife, volví a la Alhambra. Completé la recorrida por el Palacio del austriaco y enfilé hacia las Alcazabas, última (y como veremos, fallida) etapa de mi visita. En este caso, el Custodio, luego de escanear mi billete, ¡me comunicó que el mismo no me permitía entrar a esa hora, las 15:45, a las Alcazabas! “¡Me cago en el Patronato de La Alhambra y Generalife!”, dije para mis adentros al irme, en alusión al organismo encargado de la gestión del conjunto, luego de intentar convencer al Funcionario sobre mi derecho a visitar un sitio por el cual había pagado. En un puesto de Vigilancia, consulté con una empleada, que tras compartir mi extrañeza consultó por teléfono con su Superior y constató con asombro que, efectivamente, mi billete de 12 euros no me daba derecho a conocer la totalidad del monumento. Dejé asentada mi queja en la (por cierto, lejana y escondida) oficina de reclamos (aun no tengo respuesta) y me fui, procurando que la indignación por la arbitrariedad y la ineficiencia del Patronato no alteraran mi satisfacción por lo mucho de bueno, de bello y de sensual conocido durante el día. En charlas posteriores con amigos y conocidos, comprobé que no fui el único visitante timado por el Patronato y que la mayoría de los que van a la Alhambra salen de ella con alguna afrenta similar (un uruguayo me contó incluso que en los ’80 la entrada al conjunto era gratuita y que, durante un curso realizado en Granada, era el lugar que elegía con sus paisanos para ir a tomar unos mates…).
Ahora bien: ¿a que atribuir este sistema imbécil de visitas a un monumento que todo el mundo tiene derecho a conocer? Por empezar, el sistema no es solo tramposo, sino también absolutamente contrario a la correcta didáctica patrimonial, ya que obliga a organizar recorridos que no responden a un orden histórico ni espacial, sino al azar del tiempo en que haya uno llegado al conjunto y al apuro por completar la mayor cantidad de visitas antes de que venza el billete que a uno le vendieron.
Pero además, ni siquiera se puede explicar el sistema desde una lógica mercantil o desde la necesidad de mantener un flujo de concurrentes manejable por el Aparato de Gestión y Vigilancia. No existe la posibilidad de pagar un suplemento para ver las partes de las que uno ha quedado excluido; solo se puede volver a ingresar con el pago completo de la entrada, que nadie está dispuesto a hacer y mucho menos con la indignación causada por el atropello sufrido. Nadie volverá a visitar Granada en un nuevo viaje, sólo porque le haya quedado por ver una parte de la Alhambra. Desde la pura óptica de los ingresos al Patronato, sería más razonable un sistema de tarifas diferenciadas, una especie de pay per view que al menos le asegurará a uno el poder visitar lo que efectivamente se pagó. Y si lo que se quiere es regular la cantidad y concentración de los visitantes, tampoco parece este el sistema adecuado: regular el paso a los sitios que ya estén atestados, hasta tanto comiencen a vaciarse, es mucho más razonable y democrático. Y es lo que se hace en cualquier lugar del mundo.
Por otro lado, las cuatro horas de permanencia a las que induce el doble turno son muchas más de las que lleva la estadía promedio de un visitante, en especial de aquellos que van en familia y no pueden convencer a sus niños de pasarse demasiado tiempo admirando jardines y alquerías mudéjares. El único justificativo, si así se puede llamar, que encuentro para la aplicación de este sistema es el de favorecer las visitas de grupos organizados por agencia, disciplinados por los horarios de su tour y resignados a ver racionados sus tiempos de fruición y descanso. De más está decir que no compartiría una razón semejante.
En fin, para terminar, y para que se vea que no anima este comentario un vulgar resentimiento anti-europeo, ofrezco mis servicios de consultora integral para diseñarle al Patronato un mejor sistema de visitas al conjunto de la Alhambra y el Generalife. Por una módica suma, puedo prepararles un régimen que haga compatibles los flujos de visitantes, los picos horarios, las diferencias de intereses entre los distintos grupos de afluyentes, las arcas del Patronato y la necesaria función didáctica cultural que una tal visita no puede dejar de tener. ¡Y si me permiten una visita a las Alcazabas, hasta puedo hacerles una significativa rebaja!
CR
El autor es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la prestación de servicios administrativos a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética, erotismo y política. De su autoría, ver Proyecto Mitzuoda (c/Verónicka Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las ciudades.