Al sur de la cancha de San Lorenzo de Almagro, sobre Avenida La Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de cinematógrafo. A todo esto, el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en el mate.
Roberto Arlt, Ayer vi ganar a los argentinos, 1929. De sus “Aguafuertes Porteñas”.
Se llegaba al Gasómetro cruzando avenidas anchas, a las que el empedrado y las casas bajas hacían aun más anchas. Algo de sagrado había en esas procesiones: la salida del subte “E” al barrio gris, las calles que cambiaban de nombre al topar con la Avenida La Plata. Cruzando la pared que daba a la avenida, un bosque de columnas de hierro, unas rayas horizontales y tras ellas las siluetas y el griterío de la gente. Al niño que seguía la campaña de los Matadores le daba vértigo subir hasta lo alto de la tribuna y ver el piso de baldosas vainilla entre los tablones, o sentir la flexión de los tablones en el salto de la gente o en el grito espasmódico de un gol.
Al terminar los partidos, entre el agitarse de pañuelos blancos en las victorias y las puteadas en las derrotas (poco frecuentes por entonces), la voz distorsionada y potente de los altavoces repartía los resultados de las otras canchas y los jingles ingenuos de la Proveeduría Deportiva (“tiene de todo, todo, todo…“) o los pilotos Aquamar (“si su piloto no es Aquamar, no es impermeable, le puedo asegurar: su piloto es impermeable si es piloto Aquamar“). El sol del domingo se perdía por atrás de la Avenida, pero el barrio se hacía menos gris a pesar del crepúsculo: las banderas azulgranas agitadas en triunfo, las rondas de pizza en los bares de alrededor de la cancha (cuya toponimia era un eco de la gloria deportiva), la alegría de sentirse superior aun en la derrota.
Lo mejor que se ha dicho sobre estadios perdidos está en Smoke in the face (Humos del vecino en la caprichosa traducción local) la película que Paul Auster y Wayne Wang hicieron como secuela de Cigarros. El protagonista, dueño de una tienda de cigarros de Brooklyn (interpretado por Harvey Keitel), está pensando en cerrar su negocio. En un sueño se le aparece su ídolo de la infancia, un bateador de los Dodgers que le da una verdadera clase de sociología urbana. Le explica que a pocas cuadras de su local, los chicos matan y mueren por robar zapatillas, porque no tienen parámetros comunitarios. Y le echa la culpa al cierre del estadio de los Dodgers de Brooklyn, en los ’60 (el equipo vendió su licencia y fue a parar a la otra costa, a Los Angeles), para construir unos condominios de viviendas.
Recordé esta escena hace unas semanas, cuando leí el artículo de Alías y Corti sobre los estadios del Real Madrid. Y sobre todo recuerdo mi sensación al ver la película hace unos años: nadie mejor que un hincha de San Lorenzo para entender lo que significa el cierre de un estadio.
El Gasómetro fue el último gran estadio de tablones de madera en Buenos Aires. Quedan hoy todavía los de Ferro y Atlanta, o los de Lanús y Chacarita en el conurbano, pero no pueden compararse en tamaño (y mucho menos en historia) a la vieja cancha de San Lorenzo. Era una especie de Wembley porteño, que además de albergar a uno de los grandes del fútbol argentino, fue el escenario de los partidos de la Selección nacional en las décadas del 30 y del 40, esa legendaria época de oro con cracks que almorzaban 3 platos de ravioles antes del partido (aclaremos: los que los marcaban también comían 3 platos de ravioles), donde Brasil era un escollo menor en los campeonatos sudamericanos y donde el clásico de Argentina era con Uruguay.
San Lorenzo nació el día que Juancito Abondanza se llevó por delante al tranvía. Estabamos jugando un partido en la calle, justo frente a la capilla de San Antonio. El padre Lorenzo Massa salía a la vereda a mirar. En un momento, Juancito agarra la pelota y empieza a disparar como loco. Se cortaba solo y no vio el tranvía, o lo quiso gambetear, la cosa es que se lo tragó. El motorman alcanzó a frenar, pero igual lo golpeo y lo tiró al suelo. El tipo que manejaba y el guarda bajaron furiosos para pegarle a Juancito, pero el pibe era muy ligero y se las tomó mientras los mandaba con madre y todo. Yo estaba parado al lado del padre Massa, porque como era el wing izquierdo siempre jugaba contra la vereda donde se paraba el. El cura era muy cuidadoso. Cuando escuchó que Abondanza los insultaba a los del tranvía, me dijo: “Pero che, que barbaridad, que mal educado es ese pibe”. Enseguida me preguntó quien era el cabecilla de la barra. “Aquel”, le dije, y señalé al Carbuña. Nosotros lo respetábamos mucho. Federico Monti era un pibe que trabajaba de carbonero, por eso le habíamos puesto ese apodo. Lo llamó al Carbuña y le dijo: “Mirá, en el fondo de la capilla tengo un lindo terreno. Si ustedes lo limpian pueden hacer una canchita. Yo les hago hacer los palos en la carpintería de la iglesia de San Carlos. ¿Qué les parece?”.
Osvaldo Soriano, Francisco Xarau y Juan Gianella: el nacimiento de San Lorenzo de Almagro, publicado originalmente en La Opinión del 7 de enero de 1973.
Adrián Gorelik, en su libro La Grilla y el Parque, ubica a los clubes de fútbol entre las instituciones y dispositivos ideológicos que ayudaron a crear la identidad y la mitología barrial de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX. Gorelik señala la particularidad del fútbol porteño, que a diferencia del de otras grandes ciudades del mundo, no se apoya en rivalidades regionales donde cada ciudad está representada por uno o dos equipos, sino en la multiplicación de equipos rivales en la misma metrópolis (de hecho en el área sur del conurbano, hay prácticamente un equipo de fútbol profesional por cada estación ferroviaria): “Los principales clubes de fútbol de Buenos Aires son una creación territorial, surgida de un piso de centenares de iniciativas favorecidas por el tipo de urbanización fragmentaria de los vecindarios“.
El autor estudia particularizadamente los desarrollos urbanos de Parque Patricios y Boedo en aquella época, y menciona el surgimiento de Huracán y San Lorenzo, “dos clubes emblemáticos que definirán por décadas las identidades y las rivalidades en esta zona del suburbio“. El enfrentamiento de “cuervos y quemeros” sigue siendo considerado el clásico de barrio por excelencia del fútbol de Buenos Aires, alimentado por mil historias de picardías, desafíos y hasta “matrimonios mixtos”. Quien esto escribe llegó a ver en los ’70 a la hinchada de Huracán aplaudiendo al legendario “Mono” Irusta, arquero azulgrana, y a la de San Lorenzo haciendo lo mismo con el “Loco” Housseman, extraordinario gambeteador que brilló en los mundiales del ’74 y ’78. Hoy esos gestos serían impensables, la sociedad argentina se hizo mucho más violenta y agresiva y el fútbol siguió sus pasos.
Volviendo a la cuestión barrial, el alquiler y posterior adquisición del predio de Avenida La Plata donde se construyó el Gasómetro generó una paradoja geográfica. El equipo que en su nombre reivindicaba la pertenencia al barrio de Almagro, pasó a ser conocido como el club de Boedo: los gauchos, los santos, los cuervos… de Boedo.
“San Lorenzo se cansó / de pagar el alquiler / ya lo echaron de la Boca, de la Quema y de Liniers / le pusieron la tribuna / le van a poner la luz / cuando la cancha esté lista / se la compra Carrefour. / Vos sos así / cuervo tarado / fui a tu cancha y me encontré un supermercado“.
Canto de las hinchadas rivales en la década del ’80,
con música de la canción “Son cosas mías”, de Miguel Abuelo.
Pasaron los Matadores, se fueron los goles de Fischer y el Ratón Ayala, la firmeza de Albretch, la categoría del Sapo Villar, los quites impecables de Telch, el despliegue y los cabezazos de Cocco, la claridad y talento de Veglio y el Toscano Rendo, la habilidad endiablada de Ortiz y el remate tremendo de Scotta, el despliegue criterioso de Chazarreta. Vinieron malos dirigentes y tiempos duros, no solo para el Ciclón sino para el país.
La refacción de estadios para el Mundial de fútbol del ’78 favoreció a River Plate y a Velez Sarfield, y perjudicó al resto de los clubes de la ciudad. Los alrededores del estadio de Nuñez fueron gentrificados manu militari por el Brigadier Cacciatore, intendente de facto, eliminando la villa miseria del Bajo Belgrano. El estadio Monumental se renovó y se completó su tribuna este, una pasarela de iluminación y un muro de inspiración aaltiana embelesaba a los alumnos de la Facultad de Arquitectura del otro lado de la autopista Lugones. Y mientras tanto, el viejo Gasómetro languidecía entre campañas opacas y el olvido del Sur, un sector de la ciudad que la dictadura no estaba interesada en mostrar a periodistas y empresarios extranjeros.
En 1979 se jugó el último partido oficial en el Gasómetro. Un año después se lo quiso habilitar para un partido donde el club se jugaba el descenso, pero no pudo hacerse lo mismo en el ’81, cuando hubo que soportar la caída a la división “B” en un partido kafkiano frente a Argentinos Juniors (no faltaron penales errados, jugadores desinflados y muchísimas lágrimas). San Lorenzo se quedaba sin cancha y sin primera división: parecía cumplirse el sueño mediocre de algunos dirigentes y periodistas del fútbol, el de Boca y River hegemónicos y el resto de los clubes condenado a la intrascendencia.
Y acá viene otra vez Auster a la memoria: en este caso, aquel episodio de La música del azar donde dos millonarios pervertidos compran un castillo en Europa y lo reducen a piedras, que vuelven a ordenar en Nueva York con la forma de un muro… Los viejos y gloriosos tablones del Gasómetro fueron a remate. El predio quedó vacío por poco tiempo: a los pocos meses apareció un supermercado Carrefour, uno de los primeros hipermercados de la ciudad. Pero en el imaginario colectivo, el predio siguió vacío: un tajo cruel y doloroso en un barrio de tango y literatura.
San Lorenzo resurgió, pese a todo. El paso por la categoría de ascenso fue corto y contundente: la hinchada llenaba cualquier estadio frente a sorprendidos equipos de barrio que jamás habían visto a 40.000 personas en una cancha. Vuelto a la “A”, fue protagonista de todos los campeonatos, pero sin ganarlos. Fueron 21 años sin títulos, de peregrinajes por estadios alquilados. “In-qui-li-no, in-qi-li-no“, era el ominoso insulto de las hinchadas rivales. Las buenas campañas no concluían en campeonatos. La pregunta de cada semana era “¿y donde jugamos el domingo? “. La gente no iba a la cancha de Huracán, el rival de toda la vida. Ferro quedaba chico, Boca era una opción dolorosa, Velez Sarfield se negó a seguir alquilando su cancha porque los chicos del club se contagiaban de la alegría azulgrana y se hacían hinchas de San Lorenzo. Y mientras tanto, entre las burlas y la incredulidad de muchos, un nuevo estadio se levantaba aun más al sur de aquella avenida donde las calles cambian de nombre.
Con el Nuevo Gasómetro, San Lorenzo completa su viaje urbano desde la iglesia de México y 33 Orientales hasta el sur más profundo de la ciudad, el área que hace pocas décadas era un pantano (el Bajo Flores) y al que el Plan Director de 1961 convirtió en el Parque Almirante Brown. Aquí las avenidas son aun más anchas, y la ciudad todavía es proyecto: los que dicen que “está lejos” se asombran al comprobar sobre el plano que apenas una decena de cuadras separan al viejo y al nuevo Gasómetro, y que entre ellos se encuentra la rara manzana del Pasaje Buteler, corazón del sector más duro de la hinchada. Pero el paisaje es distinto: talleres y depósitos sobre la avenida Cruz, terrain vague sobre Varela, la villa miseria sobre Perito Moreno. Es la ciudad que espera ser ciudad. Mirando por los codos aun inconclusos del Norte del estadio, se tiene una superposición de distintas instancias urbanas de Buenos Aires: la villa, los conjuntos de vivienda estatal del FONAVI al fondo, los edificios en propiedad horizontal y la iglesia de la Medalla Milagrosa más al fondo…
El ex presidente Fernando Miele, que hizo el estadio y devolvió a la gloria a San Lorenzo (pero que también es un facho, y además sospechado de corrupto), pedía que el Gobierno de la Ciudad erradicara la villa. El actual presidente Alberto Guil (al que aun no se sospecha de nada, pero mucho menos se lo sospecha de estar a la altura de su cargo) dice que el estadio está lejos y que sería mejor jugar en Ferro o en Velez (por suerte, el mismo se responde y dice que es imposible).
Ambos se equivocan. San Lorenzo puede ser en la práctica el factor que necesita el área para su desarrollo definitivo. Lo que realmente hay que hacer es potenciar los equipamientos deportivos, culturales y sociales de la Ciudad Deportiva donde se inserta el estadio, y convertir en espacio público lo que hoy son vacíos en los alrededores (los anchos veredones de acceso, por ejemplo). Cualquiera que haya asistido periódicamente al Nuevo Gasómetro desde su inauguración hace 10 años, ha visto como las casillitas de madera de la villa se convirtieron en una fachada continua de dos y hasta tres pisos de alto, con materiales sólidos, con increíbles restaurantes bolivianos, iglesias y otros equipamientos. Los rostros de algunos hinchas muy jóvenes, de origen boliviano, desmienten el prejuicio racial que atribuye a los inmigrantes de Bolivia su simpatía por Boca: el área del Bajo Flores, y no solo la villa, es una de las más pobladas por bolivianos en toda Buenos Aires. En el barrio de Nueva Pompeya, muy cerca del Gasómetro, se realiza la fiesta anual de la colectividad, y en el partido de la copa Sudamericana 2002 que enfrentó a San Lorenzo con el Bolivar de La Paz la tribuna visitante estaba mucho más llena que cuando vienen por ejemplo Boca o River. San Lorenzo y el Sur de la ciudad tienen mucho que darse todavía; por algo la esquina emblemática del Sur, San Juan y Boedo inmortalizada en el tango de Homero Manzi, es el punto de confluencia de los campeonatos que obtiene el Ciclón.
El estadio en sí es grande, con capacidad para 45.000 personas, pero carece de escala: solo subiendo a sus tribunas se toma conciencia de la altura y tamaño. Los codos del sur ya se completaron, y la platea norte luce un techado majestuoso. Se ve muy bien el partido desde cualquier sector (a diferencia de las tribunas superiores de River, demasiado lejanas al campo de juego, y de las vertiginosa bandeja alta de la Bombonera), y las salidas son cómodas y razonablemente seguras. La mayor satisfacción de la hinchada es haber hecho la “cancha” con su esfuerzo y su sacrificio, a diferencia de los otros a quienes se les canta “la tuya te la hizo el gobierno militar“… Estadio y éxito deportivo van asociados: la sequía de 21 años incluyó, además del descenso, los 14 años sin cancha. En la década transcurrida desde el Nuevo Gasómetro, dos campeonatos locales y dos copas internacionales se asociaron a la magia del genius loci azulgrana. Del los tablones al cemento, de Boedo al Bajo Flores, Juancito Abondanza sigue ganándole a los tranvías…
“Nos fuimos al descenso/ nos vendieron la cancha/ lo que nunca pudieron/ fue parar a esta hinchada/ que se hizo gloriosa/ en las buena´, en las mala´/ la que lleva en la sangre/ la pasión azulgrana… ¡la pasión azulgra-a-a-na!“
Canto de la hinchada de San Lorenzo, con música de la canción Todavía, de Victor Heredia.
CR
Nadie ha escrito sobre “la pasión azulgrana” como el gran periodista y escritor Osvaldo Soriano (1943-1997), cuyas notas en La Opinión, Humor y Página 12 pintaron su amor por San Lorenzo. Muy influenciado por la literatura policial norteamericana, su estilo cercano al de un guionista cinematográfico ha dado clásicos como Triste, Solitario y Final y No habrá más penas ni olvidos.
En el exilio, Soriano era capaz por ejemplo de golpear las puertas de una agencia de noticias en París un lunes a las 2 de la mañana, para preguntar como había salido San Lorenzo (la excusa es atendible: eran las penosas épocas en que el Ciclón peleaba contra el descenso…). El texto que se incluye en esta nota esta incluido en la recopilación de escritos periodísticos de Soriano realizada por la Colección Tres Puntos en 1999.
Sobre San Lorenzo, ver los sitios partidarios San Lorenzo, Ciclón y Caslasport.
Ver sobre todo las secciones donde se reproducen los cánticos de la hinchada (considerada la más ingeniosa del fútbol argentino, a su vez considerado el más ingenioso en sus cánticos).