Hay una experiencia dinámica que atraviesa la imagen de una ciudad y es aquella que propone el sujeto en su recorrido particular, rescatando sensaciones y visiones que se asocian a distintos modos de transitar el espacio.
La ciudad como marco contiene en este tiempo una adormecedora experiencia de lo fugaz y en ese camino volátil hay muy poco lugar para rescatar un paisaje. Una larga caminata, por calles lejanas al centro de la ciudad, me ha regalado el encuentro de algunos almacenes que conservan las formas y los colores de la característica casona antigua de fines del siglo XX. Aquellos grandes ventanales con sus puertas robustas por donde se asoma el rostro de un vecino amigo y los históricos cafés, pero también los pequeños, con su historia única conservando las pisadas y el encuentro de lecturas de diarios y poemas, intentando resistirse a las nuevas marquesinas eléctricas y luminosas.
En tanto, azarosamente, descubrimos en algunos rincones de Buenos Aires obras de desconocidos artistas y exquisitos relatos literarios que nos vinculan imaginariamente a un pasado como los cuentos de Manuel Mujica Láinez en “Misteriosa Buenos Aires”. Pero afortunadamente la experiencia sigue siendo personal y en ocasiones el asombro es más intenso que las imágenes claustrofóbicas que anulan al sujeto en su andar cotidiano.
Es cierto que el consumo es una regla de oro en nuestras sociedades y que un nuevo paisaje aparenta ser una propuesta imposible de tomar, pero por suerte aún contamos con bellos lugares que ofrecen prendas y objetos poco usuales y no es menos cierto que se hallan ubicados en sitios periféricos de la ciudad, casi al borde del abismo (¿por suerte?).
Esta idea de inusual refiere a lo excéntrico, es decir, a lo que ha dejado de ser central y por qué no debiéramos verlo como valioso, porque nos propone una búsqueda o al menos una sensación de vacío o de que hay algo que nos urge recuperar. La fotografía del abuelo, además de evocar un recuerdo, nos permite reponer un tiempo y una historia que se teje hacia adelante y de la que podemos hacernos cargo, sin necesidad de ningún minimalismo que borre las marcas del pasado.
Por su parte, lo periférico como noción será solamente una vaga idea muy instalada e injusta que en lugar de dividir al campo en dos espacios debiera poder unir sus contornos como cuando amasamos el pan. En este paisaje humano del encuentro con el otro el espacio se integra en acciones y gestos. Son muy comunes aquellos clubes barriales que invitan a la comunidad a compartir actividades de cultura, reuniones para pintar el club o simplemente para organizar un torneo de abuelos cuyo premio no supera unos pocos pesos.
Una placa en un bar, al costado de Parque Rivadavia, recuerda el nombre del escritor Fermín Estrella Gutiérrez, que fue vecino del barrio de Caballito, instándonos a pensar que esta placa es la presencia real de un tiempo y el tejido de una historia.
En esta mezcla de cuerpo y espíritu se alza la ciudad y los rincones que son visibles para un peatón audaz, deseoso de internarse en una extraña y urgente necesidad de experimentar la vida.
No es reemplazable en absoluto el encuentro real de la materia y el amor a las cosas aunque se nos invite desesperadamente a sumergirnos en imágenes 3D para aumentar nuestra experiencia sensorial. Sin embargo, afortunadamente, nos sigue convocando una pulsión vital que aunque muy sinuosa en apariencia, requiere más que nunca de un esfuerzo personal. Los colores grises y poco alentadores, en muchos colegios de la ciudad, deberían convocarnos a reflexionar por aquel mundo descolorido que aburre a los niños y a sus maestros, pues es el sujeto el portador de su ciudad, la lleva en sus pies y en su mirada pero más que nada en su consciencia y en su idea acerca de la sociedad que desea para sí y para los otros.
En los primeros tiempos de la configuración de Buenos Aires, allá por 1536, se nos presenta a una ciudad con fortines cuya función es poner freno al avance de las comunidades autóctonas de la región. Me pregunto por aquel paisaje nada urbanizado que de a poco iba delimitando los espacios, construyendo los adentro y los afuera que hacían visible o invisibilizaban según la ¿necesidad? de la sociedad de entonces: fundar ciudades y conquistar territorios.
Pienso también en otro tipo de murallas, las europeas, cuyos bulevares abrían el espacio en dos siguiendo el ya conocido plan de Haussman en la ciudad de París, tratando de borrar la antigua ciudad medieval y sus paradigmas para evocar una nueva concepción de la sociedad, resaltando el espíritu modernista.
Estos derrumbes ponían en evidencia a un sujeto perdido en la nueva ola de la modernidad, allí donde Baudelaire hacía pasear sus versos asombrado por las nuevas calles y las nuevas ideas. Pero siempre, en el centro de este espacio, un hombre desconcertado que intenta retener su lugar en el mundo. Marshall, Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire nos aporta claridad sobre esta idea: (…) Los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más pobres, permitieron a los pobres pasar por esos huecos y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de su ciudad y del resto de la vida. Y, al mismo tiempo que ven, son vistos: la visión, la epifanía, es en ambos sentidos. (…)
La reciprocidad en la mirada pone al descubierto el encuentro o el desencuentro con el otro y se concreta en los límites visibles e invisibles de la ciudad. Los barrios caros, el barrio medio, las “zonas peligrosas” que registran los GPS y las villas en los márgenes de la ciudad. Creo entender que las peores divisiones son las internas pues ellas nos guían a dibujar o desdibujar los límites geográficos que construyen cartografías humanas.
Recuerdo las bellas imágenes del film Ladrón de Bicicletas de Vittorio De Sica (1948) y la desoladora angustia de su protagonista recorriendo las calles de una ciudad derribada por la guerra, de aquella experiencia dolorosa que hace la diferencia entre un paseo en bicicleta y la necesidad del trabajo, aunque se tratase de la misma ciudad en términos geográficos. ¿De cuántas ciudades estamos hablando?
La planificación urbana transparenta intereses y modos de ver que, a través de los tiempos, funcionan como placas una encima de otra cuyo sujeto puede perderse y hacer propia una ciudad a partir de su experiencia y chocarse al instante con una ciudad que lo expulsa.
Del mismo modo que el pobre parisino vio y fue visto al derrumbarse las murallas y que al mismo tiempo descubrió una ciudad intentando abrirse paso en ella, es la fuerza y la decisión de la experiencia la que debiera motivar nuestros interrogantes y nuestros anhelos vitales para construir un lugar común.
Sé que no es sólo una cuestión privada la configuración del espacio y sus recorridos, sé que no se trata de un simple deseo pero sé también que el único lugar en donde se establecen las primeras fisuras es el propio. A partir de esta toma de consciencia se hace visible la ciudad y sus contradicciones, el descubrimiento y la comprensión de un espacio material.
Debiera aquí manifestar un fuerte deseo, no por eso fácilmente realizable, desdibujar lo fronterizo en términos geográficos y humanos, redescubriendo los vínculos y renovando la experiencia cotidiana en términos menos virtuales y menos esquizofrénicos para que la ciudad deje de ser sólo un espacio de tránsito para pasar a ser un espacio significante que movilice y ponga en conflicto nuestro recorrido y nuestras experiencias cotidianas.
Si bien el urbanismo ha definido a la ciudad como una construcción imaginaria que toma cuerpo material, sería importante comprender que ese cuerpo es también el nuestro.
GO
La autora es periodista y productora audiovisual.
De Baudelaire, ver también en café de las ciudades:
Número 37 | La mirada del flâneur
El spleen de París | Esa santa prostitución del alma. | Charles Baudelaire
Soneto a la alegría de vivir (Fermín Estrella Gutiérrez)
No se razona, no se piensa en nada,
Su surtidor tan sólo, la Alegría,
Abrir los ojos, saludar al día,
El alma ebria de cielo, enajenada.
Sentir la tierra vegetal, mojada,
Los pájaros, el mar, la lluvia fría,
Sentir que toda la belleza es mía
Que es mío el mundo y mía esta jornada.
Sentir la vida como un don del cielo
Sin dolores, sin ansias, pura y fuerte,
Vivir, sólo vivir, qué hermoso anhelo.
Confiar en el destino y en la suerte
Y libre de quebrantos y recelo
No temerle a la vida ni a la muerte.
FEG