A veces, mirando hacia fuera, encontramos una mirada perdida y, cuando nos damos cuenta, miramos hacia dentro.
Miramos afuera, vemos paisajes, vemos el caos, vemos nuestra realidad. Abro mi ventana en direcciones elegidas por mí y veo cosas desconocidas y familiares. Ventana abierta, ventana cerrada. Ventana de vidrio, ventana de madera, opaca o transparente. Veo translucido. Casi no puedo ver, tengo la vista borrosa por colores, ruidos, desespero. La vista grita. No siempre tenemos las ventanas que deseamos y, quizás, ellas cambien con el tiempo.
Lidiamos y nos adaptamos con la ventana que “elegimos”. La ordenamos con flores y colgantes pues, de esa manera, la arreglamos para la mirada del otro –un afuera pocas veces elegido. Transmitimos una imagen seleccionada por nosotros, que el otro supuestamente no eligió. Podríamos pensarla como a un hermoso collar, un lindo maquillaje y la ropa adecuada. De esa manera construimos nuestra fachada para vecinos desconocidos o posibles peatones.
Construimos nuestras propias ventanas, que son observadas por otras tantas.
Algunas veces, ese cuidado hacia uno mismo funciona bien hacia el otro, pues ese proceso configura una demostración personal hacia el fuera, buscando un cumplido o una aceptación ajena. Es una mirada constante al exterior y esa observación se convierte en la seguridad hacia el otro y, de la misma forma, hacia uno mismo.
Sin embargo esas miradas son selectivas; así como la estructura que transmitimos, también elegimos el marco de esa imagen. El ojo no contempla solamente lo que ve. En general ve lo que conoce, lo que conoció, lo que no sabía que conocía y lo que imagina o desea conocer; lo que ahora llamaremos la mirada inmaterial.
Esa mirada inmaterial es intrínseca a nosotros y esa subjetividad se nota en la elección de cada mirada. Elegimos la caladura que nos conviene y la materialidad de nuestras emociones.
A veces decimos ver y a veces realmente vemos, muchas veces sin saber el por qué de cada elección. Casi siempre, alguien que ve demasiado no ve nada, así que es importante saber mirar.
Afortunadamente, en esa ventana existen los espacios vacíos, de la imaginación, de la creación, de la felicidad, del sufrimiento. Un ojo que puede colorear o nublar su propio interior, que está completamente relacionado con casi todos nuestros sentidos. En diversas situaciones vemos lo que queremos ver, para bien o para mal.
Por otro lado tenemos la mirada material, dicha como una mirada obvia de lo que el ojo está viendo: una habitación con una cama, donde se duerme. Serían las funciones claras y correctas para tal y tal cosa: en un dormitorio se duerme, así que son estos los objetos encontrados. Esta es una ventana objetiva con los códigos clásicos de una sociedad. No hay vacíos, no hay espacios para dudas o misterios: son hechos.
Con estas “reglas” impuestas, nuestras propias ventanas son hechas con la elección de nuestros marcos bien vistos a los ojos ajenos de esa sociedad, en que se puede encontrar recetas para una felicidad o actitud adecuada –sea sobre una familia, donde vivir, que colores usar, que decisiones tomar. Ojos creadores de ciudades, culturas, gustos, gestos; vigilantes del otro y de sí mismos. Ojos generadores de represiones.
Por suerte, últimamente muchas ventanas han cambiado, dando cuenta de nuevas posibles realidades. Es verdad que en la mayoría de las ciudades las ventanas tienen rejas que transmiten el miedo o están cerradas por lo mismo motivo. Esta actitud configura calles y barrios, es decir, los alrededores, con el mismo sentimiento que uno tiene al cerrarlas, haciendo que el movimiento de la mirada del adentro hacia el afuera sea mutuo: uno no ve y el otro no mira. Pero los que han cambiado ya las mantienen casi todo el tiempo abiertas o, por lo menos, sienten la necesidad de mantenerlas.
El mirar hacia afuera no siempre es una actitud fácil y sencilla, tampoco la mirada hacia el interior –de su casa, calle, sentimientos, pensamientos. Lo más cómodo seria mantener la ventana material, ocultando lo que conviene y enseñando lo que se supone ser lo correcto. Así se mantiene lo “adecuado” sin espacios de imaginaciones y dudas: la mirada “correcta”.
Pero lo más importante que uno tiene son las miradas: miradas incorrectas, miradas equivocadas, miradas extrañas. Eso sí que es importante. Son ellas entonces las que tienen que ser mantenidas o cambiadas. Más que cambiarlas, abrir otras y otras ventanas, ofrecer elecciones de ventanas, un abanico. La ventana de uno, su elección de mirada hacia la caladura es lo más precioso y único que se puede tener; entonces, al encontrar una ventana abierta hay que valorarla y pasar ese conocimiento a otras que están cerradas o semiabiertas. Hay que hacer ese cambio, hay que demostrar las diferencias, porque afortunadamente, somos todos diferentes. Cada quien puede tener la opción de mirar lo que quiere y, trasmitir lo que ve según su propia representación de la vida.
Nuestra mirada va del afuera hacia adentro y del adentro hacia fuera, y así sigue, lo que vemos se mezcla con lo que ya vimos, lo que creemos ver o lo que deseamos. La mirada es siempre solamente nuestra, y así creamos nuestra/nuestras realidad/realidades.
EC
La autora es brasileña (nacida en São Paulo) y reside en Buenos Aires. Arquitecta y urbanista por la Associação Escola da Cidade en la ciudad de São Paulo, Especialista en Morfología por la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (FADU-UBA), escribe su tesis de maestría también en la FADU-UBA sobre la morfología corporal. Es docente en la misma Universidad en dos cátedras.
Ver su artículo La morfología corporal en la revista Corazonada. Subjetividades de la Forma, Tercer Latido, 2014 .
Sobre las ventanas y su poder evocativo, ver también en café de las ciudades:
Número 125 | La mirada del flâneur
Ventanas iluminadas | Una curiosidad más poderosa que el cansancio | Roberto Arlt